El amor como consumo, o por qué fracasamos en el amor
Tomás Felipe Molina
Tomás Felipe Molina
En nuestra época todo parece ser objeto legítimo de consumo. La política, el amor, la música, el arte: todo es una commodity con un precio. Ya no tenemos novia sino que consumimos una novia. Más que ideales políticos fruto de una profunda reflexión consumimos ideales políticos que reflejan nuestro estilo de vida y nivel adquisitivo. Pero ver el amor como commodity es quizá lo más dañino de todo. Eso se debe a que la sociedad no se construye a partir de lo uno, sino a partir de lo dos. En otras palabras, la sociedad se construye por medio de nuestra relación con el otro. Y si esa relación está viciada en su parte más noble y necesaria, todos perdemos.
Aquí me propongo analizar el amor venal, es decir, el amor como consumo, para luego compararlo con el amor verdadero. Veamos en qué consiste la venalidad. En todas partes nos dicen: “sé tú mismo, experimenta con tu vida, no te fijes en una sola persona”, etc. Eso significa en realidad: “no te enamores, el amor romántico es peligrosísimo porque pierdes el control de ti mismo, sufres y vives mal. Lo que puedes hacer es consumir otras personas. Es decir, puedes buscar el amor sin el amor, el estar-con-otro sin en realidad establecer un puente con el otro”.
En el amor venal, por tanto, se evita la conexión auténtica con el otro mediante una transacción comercial: yo consumo el cuerpo, el dinero y el estatus del otro, pero no me enamoro, ni establezco un puente con la otra persona. De ese modo viciamos y arruinamos la construcción de lo dos. Para entender esto de mejor manera veamos cuáles son las condiciones ideológicas que permiten la existencia de la venalidad; luego cómo funciona el consumo venal en nuestra época; y finalmente tratemos de entender en qué se diferencia el amor auténtico del amor venal.
I
Derrida decía que una de las preguntas fundamentales en el amor es si amamos la absoluta singularidad del otro, o si amamos las cualidades que el otro tiene (su belleza, su bondad, etc.). Dicho de otro modo: ¿amamos a alguien o las cualidades de ese alguien? ¿Amamos el quién o amamos el qué? Pero en el caso de la venalidad la pregunta no sirve. La mujer venal no se enamora del hombre, ni de sus cualidades. Solo quiere consumir lo que el otro le ofrece: dinero, cuerpo y estatus. Lo mismo sucede con el hombre venal: no se enamora, sino que desea consumir lo que la mujer ofrece: su cuerpo, su dinero, etc.
¿Pero cómo es esto posible? ¿No sabemos acaso que vendernos está mal? ¿No sabemos que consumir al otro no es correcto? ¿Acaso el amor venal no es obviamente inmoral? Muchos no lo saben, o no saben que lo saben, mientras otros lo saben pero no les importa. En otras palabras, hay dos niveles ideológicos: la ignorancia y el cinismo. Veamos el primero.
Aquí las personas venales ignoran la dimensión ética de su acto. Pero esa ignorancia no es un aspecto cualquiera de la transacción sino uno de sus aspectos esenciales: sin la ignorancia del contenido ético de la transacción venal no es posible la misma venalidad. En otras palabras, los individuos que participan en este primer nivel de venalidad no son conscientes de la lógica detrás de sus actos: la consistencia ontológica de la venalidad implica una cierta ignorancia de sus participantes.
Los individuos no saben realmente lo que están haciendo, pero tampoco quieren saberlo. La mujer que ofrece su cuerpo al hombre de tal o cual club a cambio del estatus que eso le da seguramente no piensa en términos venales, aunque actúa en términos venales. El hombre que compra a una mujer con cenas y viajes sin interesarse auténticamente en ella actúa venalmente, aunque no lo piense de esa manera. Se olvida (o no quiere saber), entonces, de la dimensión ética de su acto, aunque consista obviamente en consumir al otro o lo que el otro ofrece.
En el nivel de la ignorancia los individuos se identifican plenamente con el sentido común, i.e., con el Gran Otro de las apariencias, con el orden simbólico que estructura la sociedad. Las personas venales ingenuas han aceptado el mandato contradictorio del Otro: “vender el cuerpo es malo, pero cuando sales con alguien solo porque tiene un alto estatus y una gran riqueza (aunque sus cualidades y su singularidad no te interesen), entonces es diferente, muy diferente”. Como es obvio, el mandato del Otro ignora el valor ético de lo venal y los individuos lo interiorizan como algo aceptable. En suma: aquí las personas no saben, no quieren y posiblemente no tienen la capacidad de saber que lo hacen, pero lo hacen. Esa es la fórmula bajo la cual funciona la venalidad en el primer nivel.
Pasemos al segundo nivel: el cinismo. Aquí la persona venal sí sabe lo que hace, pero de todas maneras lo hace. El cínico sabe que sus actos son plenamente venales, pero sigue siendo venal a pesar de todo. Es decir, el cínico sabe que dar su cuerpo a cambio de estatus y dinero es lo mismo que vender su cuerpo, pero no le importa. Y además sabe muy bien que el mandato del Otro es contradictorio, pero prefiere fingir que no lo sabe ya que quiere que todo siga como está; solo de ese modo podrá seguir siendo venal impunemente.
El cínico tampoco está interesado en el amor, sino en la transacción. La singularidad del otro le parece irrelevante, así como sus cualidades. Lo que le importa es su cuerpo (como objeto de consumo y no de amor), su dinero y su estatus. Así pues, actúa de manera totalmente calculadora para conseguir sus objetivos. Aquí el hombre compra a la mujer con viajes y casas; acullá la mujer se deja comprar. Pero el amor auténtico no aparece en ninguna parte.
II
La mujer venal no solamente consume dinero y estatus, sino que anhela ser consumida. En la venalidad no se tiene novia, sino que se consume una novia. Una vez la novia lo ha dado todo, se la tira a la basura. Una vez el hombre lo ha dado todo, se lo tira a la basura. No hay, por tanto, un tener auténtico. La novia venal no tiene al hombre en su mundo, sino que mantiene una distancia ontológica respecto a él: el hombre es solamente una herramienta que se usa y se tira, no un ser humano con el que se comparte los dos. En la relación venal se comparte la cama, es verdad, pero la distancia ontológica se mantiene pese a la aparente cercanía física: la mujer no es parte de lo auténticamente mío, sino que es un ente que utilizo y consumo desde la distancia. Cuando se agota consigo otra.
El consumo del otro puede asumir dos formas. Por un lado, el consumo moderado y racional de quien quiere alargar su placer por medio de la prudencia, y por otro el consumo total de quien se autodestruye por medio de un placer desmedido. La mujer venal que participa de la primera categoría seguramente no dejará un buen esposo (en el sentido venal) solo porque otro le ofrece un poco más de dinero, siempre y cuando el suyo lo siga teniendo (es decir, siempre y cuando su hombre no se haya agotado: en ese caso sí lo tiraría a la basura); el hombre venal por su parte no dejará a su mujer solo porque hay más cuerpos que lo quieren comprar, siempre y cuando su mujer conserve su buen cuerpo (es decir, siempre y cuando su mujer no se haya agotado: en ese caso sí la tiraría a la basura). Ambos consumen de manera relativamente moderada.
No obstante, nuestra cultura actual tiene un lado excesivo que se basa en lo grande y exagerado como principio rector de todas las cosas. La hamburguesa es mejor entre más grande; los clósets son mejores entre más cosas tengan (casi sin importar su calidad o durabilidad); la economía es mejor entre más grande sea; la televisión es mejor entre más canales tenga, etc. Todo eso tiene supuestamente el propósito de hacernos sentir mejores con nosotros mismos, de que podamos encontrar nuestro verdadero ser y expresárselo al mundo.
En todas partes nos invitan a disfrutar el exceso sin culpa. Si nos sentimos culpables por nuestra huella ecológica, las aerolíneas se inventarán alguna estrategia de mercado para hacernos sentir cómodos con nuestro exceso de viajes (donaremos un árbol por cada viaje que hagas, etc.); si nos sentimos culpables por nuestro consumo excesivo de ropa, las marcas se inventarán algún modo de donar dinero a niños pobres en Bangladesh para que nos sintamos cómodos con el exceso y lo podemos disfrutar. Por eso no hay nada que escandalice más hoy en día que la renuncia.
El hombre venal de la segunda categoría es el que no es capaz de renunciar a nada, el que se obliga a disfrutar todo lo posible. El hombre venal consume y descarta muchas mujeres a las que hace un daño infinito. La mujer venal consume un hombre tras otro, sin encontrar satisfacción alguna. Y ambos consumen como el drogadicto: hasta el final, hasta la autodestrucción. La mujer venal se hace cirugías estéticas excesivas hasta quedar deformada; el hombre venal se meterá en negocios que ponen su vida y su libertad en peligro para poder tener los excesos femeninos que desea.
III
Pero eso es precisamente lo que el amor no es. La búsqueda de bienes materiales puede hacer parte de la vida en pareja en la medida en la que buscamos lo mismo nuestro en lo mismo del otro. Quiero que el otro tenga y aspire a los valores y bienes que determinan mi ser. Pero ese quizá no es más que el medio por el que construimos el amor. El fin del amor es el amor mismo. El amor es insobornable ante exigencias que lo alejen de su finalidad.
El amor auténtico no se somete a la lógica comercial, ni a los envilecidos anhelos. El amor no compite, ni consume, ni gana. No compito con mi amada, no trato de obtener más que ella, ni de derrotarla. No consumo a mi novia, sino que tengo una relación con ella. Y tener una relación significa que existe una conexión profunda (el amor) con mi amada. El amor es un puente entre dos almas.
Amar no es estar con alguien, no es consumir a alguien, sino es estar en alguien.
No obstante, el amor también es desocultamiento (ἀλήθεια) del ser amado. La singularidad que yacía escondida, las cualidades que moraban en las sombras, adquieren un repentino brillo por medio del amor. Pero lo desocultado no es fruto de la imaginación sino descubrimiento. El amor es descubrir la belleza del ser amado en el ser amado; la bondad del ser amado en su bondad concreta; la presencia que nos basta en la presencia amada.
El amor es el florecer que prodiga un néctar invisible a otros seres; conmoción vital que sacude nuestra conciencia; fluir de manantiales que nos guían hacia jardines olvidados; silencio donde se renueva el verde de los robles, vida nueva en la inmóvil primavera.
El amor jubiloso descubre el mundo que ignoramos en la oscura senda de nuestro engaño. Y quizá para vivirlo de nuevo baste el terco fervor que renueva la promesa de una futura vendimia.