Por Jenny A. Ortiz
Docente del programa de Psicología
Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud
“Estamos siendo los protagonistas de la reinvención de la educación, pero también de la reinvención de personas con realidades, formas de afrontamiento y experiencias en medio de la crisis, tan diversas como particulares. Somos canalizadores de emociones”.
Desde que se vislumbró la amenaza para la humanidad que surgía a través de los continentes, muchos cambios han ocurrido en poco tiempo. Las sociedades en general han tomado medidas de distanciamiento social; primero, recomendando limitar los encuentros sociales de determinado número de individuos, y luego, prohibiendo que el grueso de las personas saliera de sus casas. Las escuelas e instituciones educativas fueron las primeras en cumplir con el aislamiento, ajustando en tiempo récord sus actividades para evitar el desplazamiento y las aglomeraciones de estudiantes.
Los órganos locales e internacionales de gestión de la salud han actuado también rápidamente, advirtiendo las consecuencias del incumplimiento de las medidas de distanciamiento para la sociedad y atendiendo a las personas infectadas en la primera línea: en sus casas, en hospitales, en desplazamientos o en laboratorios.
Pero la realidad que nos impuso la presencia de un virus del que sabemos poco, no solo implica la atención a las medidas de prevención del contagio y de tratamiento de este patógeno cuando entra al cuerpo.
La amenaza de su presencia; la incertidumbre de su avance en las comunidades; el cambio brusco de rutina, y el bombardeo de informaciones de todo tipo, nos ha obligado a replantearnos nuestra naturaleza como especie y como individuos en el día a día. Acciones simples como despertar, estudiar, trabajar, socializar, planear o recordar, ya no son las mismas, no significan lo mismo, y no las vivimos igual. Estas acciones simples, situaciones cotidianas, rutinarias, ahora pueden estar cargadas de emocionalidad.
Esta emocionalidad a veces es positiva. Pensamos en la oportunidad que tenemos de convivir con los seres queridos en casa; pensamos en la salud de la que gozamos, y sentimos esperanza de que el esfuerzo colectivo tenga efectos pronto. Sentimos orgullo por ver la labor de tantas personas valientes y solidarias. Pero también, está la emocionalidad negativa. Naturalmente sentimos miedo, rabia, desconcierto y frustración. Ese vaivén nos obliga a vivir el día a día de forma diferente. Nos confronta con la necesidad de la comprensión y del dominio de lo emocional, antes de cualquier otra cosa.
Los docentes, desde clases remotas, pensamos en soluciones para nuestros estudiantes con dificultades para conectarse a través de internet a las lecciones sincrónicas y asincrónicas que tanto tiempo nos toma diseñar. O pensamos en cómo resolver los diferentes problemas que se presentan sesión tras sesión. Luchamos contra las limitaciones de las plataformas y los recursos tecnológicos; nos esforzamos para no perder la información que se queda en los canales virtuales e intentamos a toda costa que sea un distanciamiento físico y no un distanciamiento afectivo.
Sobre todo, nos preocupamos por la situación familiar de algunos; por la realidad financiera de otros, o por la emergencia de la enfermedad en casos cercanos. Estamos siendo los protagonistas de la reinvención de la educación, pero también de la reinvención de personas con realidades, formas de afrontamiento y experiencias en medio de la crisis, tan diversas como particulares. Somos canalizadores de emociones.
Desde nuestro quehacer mediado por la internet, creamos formas pedagógicas que también acompañan emocionalmente a nuestras alumnas y alumnos, y en extensión a sus familias: somos la primera línea de procesos emocionales en medio de la crisis.
Esta primera línea no es para entender el virus, es para recibir los relatos de los estudiantes cuyas familias se enfrentan a la zozobra de convivir con la enfermedad que provoca el virus, porque ellos y ellas mismas o algún familiar está diagnosticado. Estamos recibiendo las emociones cambiantes entre tristeza y euforia de los niños, niñas y jóvenes que quieren avanzar en sus cursos, pero no logran concentrarse; también de quienes se preguntan por el sentido de estudiar en tiempos de pandemia. Se preguntan, desde su propio nivel de comprensión, por el futuro, por las sociedades, por la fragilidad de la vida. La enfermedad, el encierro y el riesgo de pérdida de empleos, aumenta las tensiones en las relaciones familiares, y la disponibilidad afectiva para el aprendizaje se desploma. Educadores y educadoras lo notamos de primera mano.
Estamos en la primera línea de la experiencia emocional de los niños, niñas y jóvenes. No somos indiferentes. Captamos sus necesidades emocionales al igual que médicos y enfermeras captan signos vitales; respondemos con urgencia con los recursos que conocemos, los que tienen nuestras instituciones o los que creamos en medio del proceso.
No solo nuestras clases son un aliciente emocional para que muchos estudiantes continúen dando lo mejor de sí, son también la puerta a través de la cual canalizamos y contenemos emociones; ayudamos a crear formas de afrontamiento de la situación; trabajamos para mitigar el posible impacto negativo del estrés propio de estos tiempos de crisis. Escuchamos con atención lo que no nos dicen, y les ayudamos a tomar conciencia de lo que estamos viviendo. Los ayudamos a verbalizar y a dar significado a lo que sienten; inspiramos y nos transformamos con cada día con cada uno de ellos y ellas. Estamos en la primera línea enfrentando, desde lo más humano, el desconcierto que nos trajo la pandemia.