La tragedia de la sociedad gerencial
Tomas Molina
El hombre premoderno se relacionaba con el mundo mediante una mezcla de racionalidad, tradición y religión. La vendimia no era mero producto de una técnica racional, sino que también era resultado de tradiciones seculares que fructificaban con la bendición de la cosecha. La guerra no era simple lucha por el poder y las riquezas, sino tradición familiar sancionada por los dioses. El gobierno implicaba el uso de la razón, pero se justificaba por la aprobación divina y el peso de los siglos. Los hombres modernos, sin embargo, han pretendido quitarse las fantasías de la religión y la tradición para relacionarse con el mundo. Desvaídos los velos pretéritos, ya solo les queda ser realistas, prácticos, eficientes. La razón económica y pragmática reina suprema.
Muertas las fantasías pasadas, el problema del derecho al mando ha sido resuelto con suma facilidad: si el propósito es organizarlo todo de acuerdo a la eficiencia y el pragmatismo económicos, los gerentes serán los encargados de llevar a cabo la tarea de gobernar. No hay necesidad ya de política, de vetustas guerras dinásticas, de anacrónicas luchas de clases. Hoy bastan la administración, el entrenamiento y el trabajo. En verdad, con el sometimiento de todo a la lógica económica, la sociedad gerencial cree resolver todos los problemas del hombre. De tal modo, ya no son necesarios los desprestigiados humanismos, las promesas utópicas, los desdeñados instrumentos de la antigua cultura. El gerente es la figura que se alza como un nuevo Prometeo para traerle a la sufriente humanidad el fuego de su genio. Abolidos los viejos ritos, la administración racional del mundo es la nueva bendición que cae sobre un trigo indiferente.
Sin embargo, algunos filósofos y estetas impenitentes muestran su escepticismo frente al proyecto de la sociedad gerencial. Rechazan la sumisión total de la realidad a los designios económicos y administrativos: la belleza y el bien escapan a meras consideraciones de utilidad y eficiencia. Inquietada en un principio, la sociedad gerencial se ve obligada a anunciar que el buen trato hacia los empleados y la belleza de un paisaje sí tienen cabida en su visión de mundo. No obstante, una mirada escéptica revela que allí el bien y la belleza tienen valor únicamente si triunfan en el mercado, si participan de la cadena del ser-útil. Pero el descubrimiento de ese hecho no produce vergüenza ya. La sociedad gerencial ahora hace de ella la fuente de su prestigio y de su vida. Gerencial es precisamente toda sociedad que pretenda poner todo bajo consideraciones económicas de racionalidad y eficiencia dirigidas a aumentar el capital en cualquiera de sus formas.
La sociedad actual no es la primera en organizarse mediante la razón, sino la primera en otorgarle a la razón gerencial el lugar más alto. Las civilizaciones más importantes del pasado reconocieron que hay aspectos de la vida que deben someterse a la lógica económica-administrativa. La tragedia de la sociedad gerencial es que procura someter todo lo que hay de noble y bello en el mundo a su mentalidad. Para disimular su culpa, el gerente señala las indudables comodidades que su sociedad produce, mientras oculta los horrores que se preparan en sus fraguas. Las ciudades, verbigracia, ya no deben ser bellas, sino meramente eficientes. Los seres humanos son medios en el gran aparato productivo y no fines. El paisaje ya no es un objeto sublime de contemplación, sino mera reserva de recursos naturales. Los valores ahora son mercancías o vehículos de aspiraciones económicas. Ya solo importa que la belleza, el bien y la verdad sirvan propósitos tangibles y monetizables.
Toda la gloria maravillosa del crecimiento económico.
Pero precisamente porque los valores más elevados casi nunca son plenamente compatibles con la lógica comercial, finalmente son desdeñados. La mentalidad gerencial tarde o temprano recorta con la conciencia tranquila todas sus encarnaciones: la ética, las artes, la filosofía, las ciencias del espíritu. Por lo demás, el pensamiento crítico no debe interferir en la administración. Sin embargo, la racionalización de los gastos que se describe aquí ni siquiera tiene un resultado económico y social valioso: lo ahorrado termina siendo invertido en inútiles burócratas, cuyo aporte a la sociedad es muy inferior al de un mal poeta; otras tantas veces termina en las arcas del gerente que se recompensa a sí mismo por su sagacidad. La sociedad rara vez recibe de vuelta los recortes que hacen en su nombre. En consecuencia, el orden gerencial termina por servir principalmente a quienes lo planean y ejecutan. La explotación “racional” del mundo tiene unos beneficiarios fácilmente identificables.
La tragedia actual es doble: se somete toda la realidad a la lógica gerencial-económica, ignorando la independencia de todo lo bello, verdadero y sublime, pero ese mismo sometimiento no deriva en los paraísos gerenciales que nos prometen, sino en una sociedad burdamente explotada por sus administradores. La obsecuencia que nos exigen a los propósitos gerenciales quizá solo pueda ser verdaderamente contrarrestada por los instrumentos que el gerente desdeña. El temor que la pluma y el pensamiento despiertan en su mente no puede ser ocultado por el desdén que públicamente manifiesta.
En palabras e ideas fermentan futuros alternativos.