Anarquismo: ¿utopía, necesidad o error?
Juliana Mejía Quintana
“Que el mundo está en el mal es una queja tan antigua como la historia” (Kant, 1969).
Si aceptamos que el ser humano es capaz de actuar racionalmente y de no instrumentalizar al otro ni violentar sus derechos y libertades, ¿para qué necesitamos los Estados? ¿Cuál es su labor fundamental? El anarquismo filosófico puede entenderse como una petición moral de autonomía y capacidad de manejo de la libertad individual y colectiva.
Pero hoy por hoy parece que no es posible un mundo sin Estados, tal vez porque parece utópica la idea de un mundo donde todos actúen bien por simple autonomía. La defensa fuerte del anarquismo político radica en afirmar que no hay justificación moral por la que debamos obedecer el poder político ya que mientras la autonomía es moral, la autoridad no viene de una ley moral sino de la persona que dictamina la orden.
Está por otro lado la postura según la cual es posible mantener la autonomía, aun estando bajo un sistema en el que se deba obedecer a la autoridad. Se defiende, por ejemplo, que la obediencia a la autoridad no está ciegamente referida a la persona que dictamina la orden, sino a la racionalidad de la ley que impone (esto justificaría la obediencia a un dictamen médico, a la consulta a expertos para la toma de decisiones en casos concretos). Además de la poca viabilidad que tendría el que cada quien deliberara sobre cada ley, ya que no habría forma de regular el orden social.
La pregunta es si realmente con la eliminación del Estado se defiende la autonomía y la capacidad de acción moral de cada individuo. Un anarquismo político radical parte precisamente de la necesidad de eliminar el Estado bajo la hipótesis de que no existe ni puede existir ningún Estado legítimo. Pero no se resuelve el problema frente a qué debería sustituirlo en aras de mantener el orden y la organización social.
Como solución a dicha paradoja, está la postura filosófica del anarquismo, según la cual John Simmons afirma que “el anarquismo filosófico no toma la ilegitimidad de los Estados como si implicara un imperativo moral para remover Estados” (Simmons, 1996, pág. 104). No se trata entonces de eliminar los Estados, sino de cuestionar lo que moralmente debemos o no obedecer, y el principio guía de las acciones no será por autoritarismo sino por una decisión autónoma y racional.
Hoy muchos estarán de acuerdo en que no es posible vivir sin Estado, menos en un mundo globalizado de sociedades cada vez más extensas y donde el monopolio de la fuerza legítima, el poder económico, etc., están en manos precisamente del Estado. Sin embargo, es necesario –aunque parezca utópico– buscar generar una sociedad donde la no regulación y la no cohesión no signifiquen el retorno a un Estado de naturaleza violento.
El mayor problema que puede enfrentar el anarquismo es caer en un individualismo que no permita un reconocimiento del otro. Actuar conforme al principio de ¡si no se mete conmigo, no me meto con él! no es un respeto de la libertad, es una negación a la vida en comunidad. Finalmente, víctimas hay con y sin Estado; y antes que nada, somos seres sociales.
Para Simmons, “dado que la justicia es un valor tan importante, es lógico pensar que todos tenemos una obligación de promoverla. Y dado que las instituciones representan un papel tan importante en hacer del mundo un lugar justo, el mandato de promover la justicia debe entenderse en términos de soportar dichas instituciones” (Simmons, 1996, pág. 35). Pero ¿es esto ser pesimista respecto del ser humano?
La autonomía se mantiene siempre y cuando prime el juicio personal y moral, y la obediencia no signifique un seguimiento ciego ante quien emite la orden sino ante su contenido. Además, en un sistema democrático, la autonomía está basada en el reconocimiento, es social y busca el bien general; que es también, en principio, tomar en consideración a la mayoría.
En ese orden de ideas, el fundamento del sistema democrático reside en la búsqueda de un sistema justo en el que prime la voluntad de las mayorías en pro del bien común; razón por la cual los ciudadanos se hacen acreedores a una serie de beneficios tales como la seguridad. Aun así, dado que no es posible garantizar que el resultado del ejercicio de la democracia sea siempre racional, si se tergiversa el ideal de la voluntad general y se da lugar a un sistema totalitario o a una violación de los derechos humanos, los ciudadanos deben recurrir a la desobediencia; ya que, más que la autoridad o cualquier sistema, prima la ley moral.
Pero nuevamente cabe preguntarse: ¿quién determina el límite de lo permitido? ¿Llegamos al punto en que lo que nos ofrece la ciencia y la política no responde a los cuestionamientos de los niños, jóvenes y adultos sobre el presente y el futuro? Ya lo decía Hannah Arendt: “El mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo (…). Este hombre futuro –que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman– parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado” (Arendt, 2005, pág. 30).
Algunos de los libros que han inspirado películas taquilleras en los últimos años como: The imitation game, Hunger games, The Maze Runner, Divergent, son una muestra del cuestionamiento social por el tipo de humanidad en la que nos estamos moviendo; traen a colación mundos controlados desde el exterior donde se ponen en juego experimentos en los que la vida de los sujetos es manipulada, y un “Estado” externo decide sobre quién vive y quién muere, mientras los “jugadores” creen estar en total control de sus acciones.
Así, bajo el lema de una supuesta búsqueda de la paz, estas historias, que se debaten entre la ficción y la realidad, están tras una pregunta que no es nueva: ¿qué tipo de humanidad somos, tenemos autonomía y libertad, es necesaria o no una revolución contra todo Estado? “Más próximo y quizás igualmente decisivo es otro hecho no menos amenazador: el advenimiento de la automatización (…) aquí está en peligro un aspecto fundamental de la condición humana” (Arendt, 2005, pág. 32).
Es una pregunta por cómo pertenecemos a una sociedad y cómo desde allí se configura el “rostro” de cada sujeto; una pregunta que no se reduce solo a quién soy, sino también a quién eres tú; es escuchar al otro sin perder la identidad.
El relativismo y el radicalismo son dos armas que imposibilitan la permanencia de la condición humana, pues, ¿qué somos? ¿Una opinión? ¿Lo que dice la mayoría? ¿Se podría decir que hay igualdad y fraternidad, pero no libertad? Tal vez lo que ocurre es que la libertad y la igualdad son inherentes al individuo, pero deben ser garantizadas políticamente debido a las luchas sociales. Sin embargo, lo que puede estar más en riesgo es la fraternidad que constituye una necesidad de reconocer precisamente la igualdad y la libertad como facultades inherentes al individuo, pero en tanto es social; ya que solo somos en relación a otros, y es el rostro del otro el que pone el límite para no trasgredir las libertades y llegar a la violencia.
Es hora de volver a la pregunta inicial: ¿el anarquismo es utopía, necesidad o error? Siempre está la pregunta por cuál es o cómo se constituiría la sociedad ideal. La respuesta, si bien puede partir de una defensa a la autonomía, no puede dejar de lado el valor comunitario, porque el ser humano se realiza en la entrega al otro; de lo contrario, el hombre puede llegar a ser –como intentan retratarlo los libros y películas citadas anteriormente– dominado por sus semejantes, y no por la verdadera libertad que está en la búsqueda del bien con el cual el hombre le da sentido a su existencia. Es necesario cuestionar, entonces, la posibilidad de que alguien se arrogue el poder de decidir qué vida vale más que otra.
Pero la solución no es el individualismo, sino una sociedad fundamentada en el sentido de respeto comunitario de la autonomía. De hecho, es posible ser autónomo aún al interior de un grupo, porque –mientras prime el juicio moral– siempre está la posibilidad de rechazar lo que puede ser una ley injusta debido a que parte esencial de la naturaleza humana está en el uso de la razón y la libertad.
De ahí que, al abogar por la autonomía, surge la pregunta: “¿Hay algún modo de seguir luchando por la autonomía en distintas esferas, sin abandonar las demandas que nos impone el hecho de vivir en un mundo de seres por definición físicamente dependientes unos de otros, físicamente vulnerables al otro?” (Butler, 2006, pág. 53). Cuya respuesta es:
“Cuando pensamos en lo que ‘somos’ y buscamos representarnos, no podemos representarnos como simples seres individuales” (Butler, 2006, pág. 54). En últimas, no es posible narrarnos a nosotros mismos si no es en el marco de una historia que construimos como una humanidad con deberes y derechos.
Fuentes:
Arendt, H. (2005). La condición humana. Barcelona, Buenos Aires, México: Paidós, Surcos.
Arendt, H. (2009). Sobre la revolución. Madrid: Alianza.
Butler, J. (2006). Vida precaria. Ibérica: Paidós.
Kant, I. (1969). La religión dentro de los límites de la mera razón. Madrid: Alianza.
Simmons, J. (1996). Moral principles and political obligations. Princeton University Press.