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Viajando a Subatá (Primera parte)

Jairo Hernán Ortega Ortega, MD.

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Tratando de no descomponerse, de no alejarse de la cordura, de hacerlo todo para no morir, el Dr. Wladislao Gaualdrón se apertrechó dentro del confesionario de la iglesia del Hospital San Arcángel de Subatá. La oscuridad, intermitentemente interrumpida por el reflejo, en los coloridos vitrales ojivales, de las llamas de algunas veladoras aún encendidas, es la última luz que ilumina su esperanza.

Trata de concentrarse para amortiguar la creciente dificultad respiratoria producto del desespero de su huida. Vigila a través de las hendijas de la puerta de madera del mueble de los penitentes. Sus ojos cenizos no pueden retener las lágrimas que su situación desfoga, pero lucha por no explotar en llanto; lo menos que quiere es que lo descubran. Allí, oculto en ese confesionario es, en verdad, un alma en pena.

Se despoja, con calculada lentitud y evitando perturbar el sumo silencio sacro, de su bata médica. Parece un contorsionista, su cuerpo muestra lo ganado en el gimnasio cuando vivía en la ciudad. Lo altera un ruido seco y crujiente. La alerta tensa sus orejas. Todo vuelve al silencio. Se relaja argumentando sin seguridad que pudo ser el destemplar de los viejos travesaños del artesonado ante el efecto del calor del día y el frío penetrante de la noche.

Con dificultad se acomoda en el reducido espacio; escarba dentro de los bolsillos de la bata blanca, saca el estetoscopio y se lo cuelga al cuello, al celular lo mira con desprecio…la batería agoniza; destapa un dulce de espejuelo y lo chupa; bebe algo del agua bendita que alcanzó a robar, en un vaso desechable, de la pileta ubicada al pie del confesionario. Piensa que la camisa de manga corta que lleva poco le servirá ante la noche helada. De otro de los bolsillos toma con delicadeza, casi acariciándolo, el estuche de disección aterciopelado; en ese momento lo considera su mayor tesoro, pues dentro de él, además de las pinzas habituales, hay un bisturí hoja 20. Lo retira del terciopelo y aprisiona con fortaleza entre su mano derecha; eso lo reconforta, se siente protegido, es Cirujano.

El sueño lo va consumiendo, como la esperma a la llama, a pesar de que lucha para no dormir. Sacude con fuerza la cabeza, frota los ojos con el vigor de sus manos entrenadas. Se siente protegido por la noche pero no encuentra salida para cuando la luz del día inunde la capilla, el hospital y el pueblo. Quiere descansar para continuar la batalla que libra por su vida.

Lo despierta un alarido, que con eco retumba por los aires, se imagina que lo emite un poderoso gallo que es el jefe del corral o que lo están despescuezando en la plaza de mercado. Mirando los vitrales calcula que pueden ser cerca de las cinco de la mañana. Todo el cuerpo le duele por la incómoda posición fetal en que lo anidó el confesionario. Tensa los músculos y quiere salir corriendo, pero no sabe hacia dónde. Aguza el oído y trata de descubrir algo entre las rendijas del maderamen, respira hondo y con sus manos acomoda el cabello pensando que está ya para cortarlo. Sueña con que alguien, además de los santos y el Cristo dela iglesia,  lo favorezca. Trata de intuir cómo y cuándo encontrará la seguridad que con sufrimiento anhela desde el instante en que decidió huir de Subatá.

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Esos vanos pensamientos se interrumpen ante el rechinar de pasos que empieza a percibir. Alguien se acerca, los pasos van in crescendo, haciéndose gigantes y atronadores por el eco de la resonancia que permite la estructura abovedada de la capilla. No puede definir si van o vienen, con tal de que no sean hacia él. El Dr, Gualdrón empieza rezar todo lo que sabe, oraciones que se interrumpen en su mente con recuerdos del gran Houdini. Si lo fuera, el escape sería atrevido, pero perfecto; no lo es, no es Harry Houdini, es tan sólo un médico especialista en Cirugía General.

Un médico que se encuentra perseguido y acorralado por todo un pueblo, el pueblo de Subatá a cuyos habitantes vino a servir, a operar, a curar, a no dejar morir y también, a ayudarles a morir. A cambio, ahora, en este momento, ellos quieren matarlo. No tiene escapatoria, no es ilusionista.

De repente, una sombra ocupa el sillón de los sacerdotes que confiesan. En el sitio del penitente, Wladislao aferra con saña el bisturí. Será, quizás, la última “cirugía” que haga. Sus ojos, inyectados de rojo y cubiertos con tenues lágrimas, no se apartan de la escotilla de mimbre que intercomunica los habitáculos; una cortina de terciopelo púrpura separa al penitente del confesor.

  •  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…Escucha que murmura quien está detrás de la escotilla. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…Continua el murmullo.

El médico está petrificado, trata de espiar a través de los agujeros que deja la ventanilla de mimbre. En su esfuerzo empuja la bata y un golpe metálico retumba en el confesonario, replicándose, como las ondas que en el agua estancada produce una piedrecita, gracias al eco innato del edificio sagrado. La linterna del equipo de órganos de los sentidos había caído al piso.

  • ¿Quién está ahí? Interrogó una voz carrasposa y metálica.

Wladislao Gualdrón relaja todos sus sentidos orando por ser invisible. Deja de respirar…por un momento. Cierra los ojos recordando la belleza de su esposa y elamor de sus dos hijas.

  • Padre nuestro que estás en los cielos…Como un eco, repite Gualdrón.

La cortinilla aterciopelada, tras emitir un chirrido, se abre. La luz perezosa del día que amanece se cuela por las tramas de mimbrera.

  • ¡En nombre de Dios, quien está aquí? Dice la voz mientras unos ojos verdes tratan de escudriñar el interior de los confesos.

Los ojos del cirujano quedan casi frente a los otros, pero sin poder descubrirse en su totalidad el uno del otro. Inhala, jadea, gime.

  • Soy yo. Contesta, sudoroso y sin aliento.
  • Me habían dicho que en este pueblo acostumbran confesarse muy temprano, por lo que veo es cierto. Responde quien está del otro lado, mientras con fuerza pega el rostro contra la malla, tratando de conocer a su contrito.

La fuerza conque apisona es tal que, al retirar la cara, queda una impresión de cuadrícula en la piel, por el entretejido del mimbre.

  • ¿Quién es usted? Pregunta azorado Wladislao, mientras trata de recordar, aferrándose al escalpelo, de qué personaje del pueblo puede tratarse.
  • Un servidor de Dios y de los hombres.

Intranquilo, el Dr. Gualdrón se esfuerza por identificar la figura que, como un rompecabezas, apenas se percibe; parece ver una sotana.

  • ¿Es usted padre Campo Elías? ¡Es usted!
  • No. Responde la metálica voz. Soy el padre Gregorio, Gregorio Álvarez.
  • ¿Qué hace usted aquí? Indaga, sin tregua, el médico.

El padre Álvarez carraspea tratando de aclarar la voz.

  • Soy el reemplazo del padre Campo Elías Remolina. El prefecto de la Confraternidad ha decidido, por su avanzada edad y sus achaques de salud, ofrecerle un agradable retiro. Ahora, cuéntame quién eres tú.

El cirujano acercó su cara a la entretejida ventanilla.

  • Padre Gregorio ¿cuándo llegó a Subatá? Expresó, mientras sus ojos se cubrían de lágrimas.
  • Llegué anoche. Hoy he madrugado a dar gracias al Señor por este nuevo destino que me ha dispensado. Respondió, reacomodándose en el felpudo sillón.
  • ¡AYÚDEME. AYÚDEME. AYÚDEME!

El alarido retumbó contra las paredes de las naves del templo, descomponiendo el rostro pálido y dudoso del sacerdote. El bisturí se deslizó de las manos, ya sin fuerzas, del médico, quedando ensartado en el piso de madera del confesionario produciendo un sonido de violín destemplado.

  • Soy el doctor Wladislao Gualdrón, médico de este terrible pueblo. Todo empezó, dijo, sacando una arrugada hoja de periódico de un bolsillo de la bata blanca, cuando, estando con mi familia, en la ciudad, mi esposa vio en los clasificados este aviso:

HOSPITAL SAN ARCÁNGEL DE SUBATÁ

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CIRUJANO RURAL
Condiciones extraordinarias
INFORMES: 73054690 - 73054691

(La segunda parte de este cuento aparecerá en la edición de Nova et Vetera del próximo mes de mayo).