Sobre invocar a Satanás
Juan Pablo Quintero
Casi sin duda alguna, uno de los mayores atractivos de buscar hacer un pacto con el Demonio, con el demonio abrahámico –el cristiano más específicamente–, es la idea de satisfacer los mayores placeres de la vida. Ser rico, enamorar a quien se desee, vencer al enemigo, ser fastuoso y virtuoso, e incluso, paradójicamente, ser eternamente joven o cualquier otro capricho que se pueda pasar por la cabeza. Finalmente, entregar el alma a cambio no parece tan salido de quicio, si uno puede llegar a ser feliz y no se tiene tan claro qué es el alma. Se podría pensar que son los espíritus más agobiados los que tienden a dejarse seducir por los beneficios del contrato de sangre, pues encuentran más alivio en el placer inmediato, y la gloria, que en la idea una eternidad sublime e intangible en el Paraíso. Sin embargo, las leyendas han dado buena cuenta de las enormes posibilidades que implica invocar a Satanás o alguno de sus esbirros, a tal punto que es difícil no pensarlo dos veces.
Los inquisidores dominicos del siglo XV, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, conferían a las brujas la capacidad de volar durante los aquelarres, entre otras atribuciones envidiables, en su infame El Martillo de las Brujas. En el siglo XVIII, el compositor italiano Giuseppe Tartini concedió la inspiración de su obra, Sonata para violín en sol menor, a un pacto con el Demonio, y de ahí que la bautizara el Trino del Diablo. Por la misma época, se decía del virtuosismo del violín de Niccolo Paganini que estaba fundamentado en alguna clase de convenio diabólico. Y así, el Ángel Caído ha permitido a los seres humanos gozar de una vida terrenal “sobrehumana”, por decirlo de algún modo. Los ejemplos son innumerables, unos más probables que otros. Teófilo el Penitente se asocia con el Diablo para consagrarse obispo; Mefistófeles le ofrece a Fausto juventud y sabiduría; riqueza en monedas de oro y plata le concedió el inocente diablo al astuto labrador del conocido cuento de los hermanos Grimm; Urbain Grandier invocó al demonio Asmodeo para seducir a las monjas de un convento de ursulinas en Loudun; y el barón de Vaujour decidió intercambiar su alma “con el único propósito de vivir felizmente su duodécimo lustro, de que nunca le faltara dinero y de conservar asimismo en el más alto grado de potencia sus facultades prolíficas hasta esa edad”, como lo relata el Marqués de Sade.
En la década de 1980, y buena parte de 1990, muchas escenas parecidas figuraron en la cultura popular, especialmente visibles en el mundo del rock. Si bien tales historias se pueden rastrear hasta 1950, la globalización y el impacto de las nuevas tecnologías de comunicación en el consumo cultural durante las últimas décadas del siglo XX, permitieron propagar el aparente bulo de pactos entre miembros de las bandas musicales con Lucifer. La puesta en escena y la imaginería de grupos como Black Sabbath, Kiss o Iron Maiden ayudaron a fortalecer los rumores que, años atrás, habían cultivado Elvis Presley, los Rolling Stones, Led Zeppelin y Misfits, entre muchos otros.
El impacto en la opinión pública no fue nada parecido a una histeria colectiva, pero sí sirvió de argumento para que distintos grupos de la sociedad consideraran oportuno establecer controles a la producción de contenidos culturales que lograron alcanzar mucha influencia. En 1985 se creó en Estados Unidos, por ejemplo, el Centro de Recursos Musicales de Padres, una entidad que tuvo tal fuerza que logró llevar a uno de los integrantes de Twisted Sister a los estrados, por considerar que los contenidos del grupo incitaban a la desobediencia.
Era la época de la música pesada, de los pentagramas al revés, de la euforia adolescente con Damián y La Profecía (realmente de 1976), del 666, de los niños del maíz, de la tabla Ouija, de Vic Rattlehead, de Eddie the Head, de Alf y de la segunda edición de AD&D. Y en esa época el satanismo se situó inestablemente en la opinión pública de buena parte del mundo occidental. No era una cacería de brujas, pero los padres, o algunos adultos en general, temían perder a su juventud en siniestras orgías maléficas, donde se sacrificaban neonatos y se adoraba a Baphomet. Sospechaban de sus hijos. En los colegios se dictaban conferencias y se proyectaban documentales sobre los mensajes subliminales en las portadas de los discos y de varios productos, ya no siendo los nazis protagonistas, sino el Ángel de las Tinieblas. Hasta se especuló que Xuxa, una famosa presentadora infantil brasileña, ocultaba mensajes satánicos en sus discos por medio del backmasking, técnica que se suponía había usado por primera vez Alice Cooper para adorar a Satán siguiendo las indicaciones de una bruja.
Con una perspectiva más convencional, se podría decir que se trataba de una reacción histérica protocolectiva (no una histeria) frente al bombardeo de productos contraculturales que aprovecharon el crecimiento de las industrias culturales para posicionarse. Parece resultar casi obvio decir que el satanismo es un producto de la cultura popular durante 1980 y 1990. Es común considerar que su figura fue (o incluso es) apenas una estrategia de mercadeo. Un análisis similar se puede emplear para otros contextos en los que el Diablo jugó un papel importante. Desde ese punto de vista, por ejemplo, se interpreta la extirpación de idolatrías en el Nuevo Mundo, donde se supone que el culto al Diablo fue una excusa de los españoles para saquear el oro del continente; o también el caso de la Inquisición en Cartagena de Indias, en el que se interpretan las acusaciones de brujería como una excusa para abolir los rituales de negros, mulatos y judíos, con el fin de someterlos. ¿Significa, entonces, que nadie nunca ha creído en Satanás? ¿Que quienes condenan o respaldan su culto son los titiriteros que urden el destino de la gente para su conveniencia? ¿Significa eso que no es posible vender el alma al Diablo para conseguir la gloria terrenal?
Muchos de los jóvenes que pasaron tardes enteras forzando discos de acetato a sonar al revés, mientras entrecerraban los ojos vanamente, tratando de entender alguno de los mensajes ocultos en las canciones o buscando la imagen de Lucifer en el reflejo de las portadas, vieron sus esfuerzos frustrados. Aun así, la música inspirada en su imagen se sigue componiendo y el saludo con los dedos en forma de cuernos se ha internacionalizado en múltiples escenas musicales. Y esto ya no es visto como satanismo. El satanismo cogió un rumbo más atroz.
Hace poco más de un año, en enero de 2014, el diario The Economist publicó un artículo titulado What do Satanists believe (en qué creen los satánicos), con ocasión de la petición por parte del Templo Satánico de poner una estatua del Macho Cabrío junto al monumento de los Diez Mandamientos que yace en el Capitolio del Estado de Oklahoma, EE. UU. El argumento de esta institución, que antes había pasado inadvertida por la opinión pública, es que su orden promulga la defensa de los derechos básicos individuales. Y en efecto lo hace.
La historia del Templo Satánico crece paralelamente a la del rock. Justamente en esa época se rumoraba en algunos círculos la existencia de un Papa Negro, vicario del Anticristo. El denominado Papa Negro se llamaba Anton Szandor LaVey, un ocultista estadounidense que había basado sus estudios en los escritos del célebre Aleister Crowley. La obra que lo posicionó en los distintos círculos esotéricos fue la Biblia Negra, publicada en 1969, en donde consignaba los principios filosóficos de la Iglesia de Satán. La obra permaneció más como un mito que como un libro de mesa de noche, y sus consignas quedaron relativamente relegadas. Pero, en la década de 1970, círculos pequeños de activistas y fanáticos de librerías ahogadas en incienso, tuvieron acceso a la opera magna del Papa Negro y se creó una congregación nada despreciable de seguidores de Satán.
Ahora bien, ¿en qué creen los satánicos? Un capítulo de la Biblia Negra está titulado “Del Infierno, el Diablo y de cómo vender tu alma”. Difícilmente se puede sugerir que Teófilo el Penitente o Tartini siguieron rituales similares para lograr invocar al Ángel Caído. Quien lo lea no va a encontrar la fórmula para hacer pactos con el Demonio. Tan solo va a encontrar ideas posmodernas, dignas de la época, acerca de las libertades individuales por fuera de los parámetros de la sociedad imperante, sustentadas en vagas alusiones a Nietzsche, combinadas con rituales que involucran posiciones de yoga y saludos al Sol. Basta decir que otro de los capítulos se titula “El Dios al que adoras podrías ser tú mismo”. Interesantes reflexiones sobre cómo ser feliz, eso sí, pero ninguna sola pista sobre cómo invocar a Satanás.