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Rabia e injusticia

Tomás Molina

Rabia-e-injusticia

Para el filósofo romano, esta pasión es “más fea y salvaje que otras”. Sus consecuencias sociales son terribles. Ninguna otra plaga—dice Séneca—le ha costado tanto a la humanidad. Gracias a ella podemos ver “matanzas y envenenamientos; acusaciones y contra-acusaciones; saqueos de ciudades; la ruina de pueblos enteros; príncipes vendidos como esclavos. (…) Las más celebradas ciudades (…) fueron arruinadas por la ira”. Con razón el gran estoico quiere que no sucumbamos ante ella. Si uno lo mira bien, aquí la rabia y la justicia son opuestas, dado que la primera nos hace sordos a la razón y a la templanza, dos elementos fundamentales de la segunda.

En la Orestiada de Esquilo vemos con mucha claridad las violentas consecuencias de la rabia. Agamenón regresa de la guerra de Troya y es asesinado por su esposa, Clitemnestra, para vengar a su hija Ifigenia. ¿Vengarla de qué? La última fue sacrificada por Agamenón para conseguir buen viento para sus naves. El oráculo de Apolo ordena a Orestes, el hijo de Clitemnestra y Agamenón, vengar la muerte de su padre. Al retornar a casa, pues, mata a su madre. Por este grave crimen es perseguido por las Furias, oscuras deidades de la venganza y la rabia. Al final, solo el establecimiento de la Justicia por parte de Atenea es capaz de parar el ciclo de venganzas. Atenea, de hecho, persuade a las Furias de que dejen las retaliaciones violentas y se conviertan en una fuerza constructiva. Por eso quedan rebautizadas como las Euménides, es decir, las benévolas. La lección es clara, si uno lee la tragedia con los lentes de la tradición a la que Séneca pertenece: la rabia es una emoción espantosa que debe ser limitada y preferiblemente transformada.

Pero la relación entre rabia y justicia quizá no es tan antagónica. Platón no ignoraba que nos tornamos iracundos cuando nos tratan injustamente. En Rep. 440c., Sócrates explica que “en el caso de alguien que se considere víctima de injusticia, su fogosidad hierve en él, se irrita y combate por lo que tiene por justo, y sufre hambre, frío y padecimientos similares, soportándolos hasta que triunfe”. Esto se debe a que cuando no nos reconocen nuestro valor, la parte timótica (del griego thymos) de nuestra alma reacciona con rabia. Quien dice ‘usted no sabe quién soy yo’ al no sentirse reconocido en su estatus, sufre de esa fogosidad que describe Platón. Algo parecido sucede en la película Los duelistas de Ridley Scott. En ella, un oficial (d’Hubert) debe informar a un teniente (Feraud) que está bajo arresto por haber matado al sobrino del alcalde de Estrasburgo. El primero encuentra al segundo en la casa de una importante aristócrata y le da la noticia. Pero Feraud, en vez de aceptar el arresto con tranquilidad, se lo toma como un insulto. Su rabia lo lleva a querer matar a d’Hubert en un duelo. En ambos ejemplos encontramos una vanidad reprochable. La rabia aquí es una estupidez. Pero no sucede lo mismo cuando surge del incumplimiento de las promesas democráticas. Veamos esto con más cuidado.

Aristóteles explica en La política (1301a20) que la noción democrática de justicia parte de la idea de que, como todos los ciudadanos son políticamente iguales, entonces deberían ser iguales en todo lo demás. La democracia inevitablemente trae demandas de igualdad económica, por ejemplo. Si los ciudadanos en una democracia ven que las cosas funcionan a la manera de la justicia oligárquica, es decir, que como unos son más ricos que otros entonces deberían ser desiguales en todo lo demás, sentirán que se está cometiendo una injusticia contra ellos. Por lo mismo, van a sentir rabia, ira, furia. Para volver al thymos de Platón, los ciudadanos creerán que no se les está reconociendo su justo valor como iguales.  Esto es lo que sucedió en las protestas en Colombia. No hace falta una extravagante explicación conspiranoica para entender lo que pasó. Cualquier observador puede ver que en Colombia sentimos que la noción democrática de justicia no se cumple y eso produce una rabia que se va acumulando con el tiempo. Pero esta inevitable pasión no quisiera relegarla al estatus de “estorbo” o de “emoción negativa” o, peor aún, “triste”. Tampoco diría que es siempre el producto de una reprochable vanidad, como en el caso de Feraud, el personaje de Los Duelistas.

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Feraud, el personaje de Conrad/Scott

La rabia hace que los ciudadanos demanden lo que es suyo de acuerdo con la promesa democrática de justicia. Si no sintieran que se les ha hecho una injusticia, entonces no actuarían para remediarla. Como Platón lo enseña, la reacción ante la injusticia es timótica, es decir, rabiosa. Y eso es necesario. Por ejemplo, los guardianes de la ciudad deben ser timóticos para defenderla. Si no se inquietan ante la injusticia de una invasión extranjera no sirven de nada. Lo timótico lo mueve a uno a renunciar incluso al bienestar inmediato con tal de conseguir su satisfacción, es decir, la justicia. Para Platón, lo timótico no es solo como un perro rabioso (Rep. 440d) sino que puede servir a la razón, como un buen perro obedece al pastor. Cuando uno ha sido víctima de una injusticia, uno puede imaginar cómo puede remediar la situación de manera violenta (como el perro rabioso), pero uno también puede ser persuadido y puede usar la razón de modo que pueda llegar a los tribunales establecidos por Atenea. Sin embargo, sin la rabia uno simplemente no reaccionaría ante la injusticia. El thymos, como lo pone Platón en el Fedro, es uno de los dos caballos que halan el alma (el otro es el eros). Lo timótico es una fuerza que nos mueve a la acción: es un espíritu que nos lleva. Y además es el asiento de la rabia, una de las fuerzas más grandes del alma. A partir de lo anterior puede verse que la rabia y la justicia están conectadas. Sin la una no buscaríamos la otra cuando han sido injustos con nosotros.

La lección de Platón y Aristóteles nunca sería “no sienta usted rabia”, como tampoco sería “no sienta usted miedo”. El segundo dice que solo un loco no sentiría miedo. Un hombre valeroso no carece de temor sino que sabe a qué temerle de acuerdo a la razón. Algo parecido podríamos decir de la rabia. El problema no es sentirla (ya hemos visto que hace parte integral del alma platónica) sino sentirla cuando no es correcto. El vanidoso que no siente reconocida su imaginaria importancia sufre de una rabia censurable. Quien no se siente reconocido como ciudadano pleno, como sujeto de derechos iguales en una democracia, sí tiene derecho legítimo a sentir rabia porque no se está cumpliendo lo pactado por todos, i.e., la noción democrática de justicia. Es más, frecuentemente la siente, a pesar de todos los intelectuales que, en el espíritu de Séneca, quieren negar esta pasión. La rabia tiene que abrirse a la persuasión, es decir, al logos, al discurso, a la razón, como justamente sucede al final de la Orestiada, pero tiene un papel fundamental en la política. Yo me preocuparía el día en el que los ciudadanos no sientan rabia cuando una gran injusticia se cometa contra ellos. Ese día tendré claro que están tan resignados a la injusticia que ni rabia sienten. Y, por lo mismo, no se defenderán de ella.