La traición de Thibault
Tomás Molina
Hace un par de décadas las gestas maravillosas de Guillermo eran famosas por todo el orbe. Incluso en Oriente los niños escuchaban, extasiados, historias sobre su valentía y honor. Se había hecho famoso luchando en los ejércitos de Ricardo Corazón de León durante aquella famosa cruzada. Dicen que mató cientos de enemigos en la batalla de Arsuf, y que Saladino lo consideraba uno de sus más dignos adversarios. Sin embargo, cuando Guillermo volvió a Europa no era el mismo. Algo muy grave le sucedió en Tierra Santa que cambió su vida para siempre. No quiso siquiera devolverse a Francia, su tierra natal, sino que pasó los últimos días en las frías islas británicas.
Allí lo conocí viviendo una vejez relativamente anónima. Los campesinos vagamente sabían que Guillermo había sido un cruzado, pero el mundo ya había olvidado su fama. En las torres circulares de los castillos se hablaba de otras gestas; los poetas pensaban ya en héroes distintos. Sobre todo tres cosas lo distinguían de los demás aldeanos: una profunda tristeza, una renuencia a hablar de su pasado y una total falta de ambición económica. Guillermo vivía, en efecto, ensimismado y melancólico en una casa maltrecha, ganándose la vida cultivando la tierra. Creo que le prometió a Dios vivir en la pobreza.
A veces Guillermo y yo nos encontrábamos en la iglesia. Su alma estaba notoriamente alterada y venía buscando paz y perdón. No obstante, casi nunca hablaba más de lo estrictamente necesario. Una tarde llegó ebrio a la iglesia y solicitó hablar conmigo. Al fin me dijo con voz agotada:
-Tengo aquí la confesión de todos mis pecados, padre.
Me extendió una hoja donde me contaba su historia. Al pedirle una confesión oral se negó a dármela. Me dijo que le era más fácil confesarse así. Tal era el tamaño de su vergüenza y de sus pecados. Renuente, pero con caridad cristiana, tomé la hoja y la leí. He aquí lo que confesó:
“En 1191 desembarqué con el rey Ricardo en Acre. Había luchado junto al rey en otras ocasiones, pero sin duda Tierra Santa me ofrecía una doble oportunidad que no podía encontrar en otra parte: salvar mi alma y conseguir la gloria. Además, esperaba poder vivir en la ciudad más sagrada, en la ciudad más bella y noble de las que hay en todo el orbe: Jerusalén.
En Tierra Santa me acompañaba mi escudero Thibault. Solo recientemente se había hecho hombre. No recuerdo cuantos años tenía exactamente, pero no tenía mucha experiencia en batalla. Como muchos jóvenes, Thibault pensaba únicamente en la fama y la fortuna. No iba a heredar ninguna tierra, así que tenía grandes esperanzas de ganar dinero gracias a este viaje. En las comidas solía relatarme sus grandes ambiciones. Quería ser un gran señor con castillos y toda clase de lujos. Yo lo escuchaba con paciente serenidad.
Nuestras primeras batallas auguraban un éxito incontestable. Thibault ganó experiencia y se hizo realmente bueno. Empero, de los interminables días de combate hay poco más que decir. Aquí combatí contra decenas de enemigos, acullá quedé herido; aquí ganamos por nuestra superioridad numérica, acullá ganamos por nuestra superioridad estratégica. Lo verdaderamente importante pasó cuando llegué a Jerusalén. Me explicaré:
Ricardo se encontraba en medio de una disputa política que afectaba su poder en la zona. En efecto, su protegido Guy de Lusignan y el noble Conrado de Montferrat se disputaban el trono de Jerusalén. Ambos tenían argumentos jurídicos y matrimoniales para justificar sus pretensiones al trono, pero decidieron llegar a un acuerdo: Guy continuaría siendo rey y nombraría a Conrado como su sucesor. Como forma de mostrar su buena voluntad hacia el acuerdo, Ricardo decidió enviarnos a Thibault y a mí para ser parte de la guardia personal de Conrado en Jerusalén.
Nos tomó varios días llegar a la ciudad santa. Cuando por fin nos acercábamos el sol crepuscular refulgía ya; un débil haz de luz resbalaba por los aires iluminando las áureas puertas de la ciudad; los altozanos hinchaban sus suaves lomos como buscando los últimos rayos de sol; lentamente la sombra ganaba la ciudad y la tierra circundante se recogía en profundo silencio; solo un leve murmuro quedaba ya entre los viñedos entenebrecidos que rodeaban las murallas.
Thibault, emocionado, me dijo lo siguiente:
-Aquí haré la fortuna que he esperado toda mi vida.
El castillo real refulgió con un postrer destello y desapareció. La noche había caído. Buscamos la guardia de Conrado y nos unimos a ella esa misma noche. Solo hasta el día siguiente pudimos ver todo el esplendor de Jerusalén. Y emocionado yo pensaba: “Aquí caminó Nuestro Señor por las calles empedradas; acullá el rey Salomón se paseaba, melancólico, mientras meditaba sobre la vana pompa de las cosas”. Nuestros deberes eran pocos, así que teníamos tiempo para andar libremente por la ciudad; yo pasaba los días en medio del sacro rumor de los cantos monásticos.
Recuerdo haber contemplado por incontables horas, absorto, la luz que atravesaba los rosetones de las iglesias. En aquellos calurosos días de agosto sentía que la luz era divina y lo transfiguraba todo en sueños. Qué tranquilidad siento al pensar en aquellos momentos. En los días de Jerusalén mi corazón pudo descansar de sus ambiciones y derrotas. Hasta que cometí un grave error.
Ricardo se había dado cuenta de que no podía devolverse a Inglaterra sin solucionar definitivamente el problema de Jerusalén, ya que el pacto entre Guy y Conrado probablemente no duraría mucho. Así pues, decidió someter la corona a votación entre los nobles más importantes de la ciudad. Contrario a lo que esperaba, Conrado ganó definitivamente y Guy tuvo que aceptar su derrota. No obstante, nosotros continuamos bajo el servicio de Conrado, pues Ricardo quería que le informáramos de sus decisiones y movimientos.
Poco después de haber sido elegido como rey de Jerusalén, Conrado se encontraba esperando a su mujer para comer con ella. Empero, como no llegó nos dijo:
-Acompañadme a comer donde el obispo de Beauvais
No obstante, el obispo ya había cenado así que decidimos devolvernos a casa. Para ese momento el viento nocturno disipaba ya el calor del día y la ciudad se recogía en el silencio de la noche. Al fondo podíamos ver bandadas de buitres subiendo en perezosas espirales, mientras las blancas casas se apagaban. Aletargados por el calor y el cansancio, continuamos nuestro camino. Pero tres hombres, refugiados en las sombras, nos atacaron salvajemente. Y antes de que pudiéramos rodear a Conrado para protegerlo, ya uno de ellos estaba apuñalándolo. Era Thibault.
-¡Matadlos a todos!, dijo Conrado mientras desfallecía.
Rápidamente perseguimos a los asesinos por las oscuras callejuelas de la ciudad santa. Encontré a Thibault y lo puse contra una pared. Lo increpé, le grité. Me dijo fríamente que le habían prometido el suficiente oro para vivir ricamente el resto de su vida. Horrorizado, me separé de él. Nos enfrascamos en una terrible lucha. Pero todo pronto volvió al silencio de la noche. Un cuerpo agonizante cayó sobre la dura piedra donde caminó Nuestro Señor.
A Thibault lo habían engañado. Solo le pagaron una fracción de lo que le prometieron; no tuvo otra opción que vivir humillado y alejado en un oscuro rincón de las islas británicas. Allí se compró una casa donde vivió en la pobreza, la tristeza y el silencio el resto de su vida…
Y por eso estoy aquí, insomne y ebrio, en la fría Inglaterra. Yo soy Thibault y asesiné a Conrado y a Guillermo por poco dinero. Ahora perdóneme usted, padre”.