La inocencia o la magia de la desilusión
Felipe Cardona
Dudemos del paraíso, la pureza no es más que una forma encubierta de la apatía. Si tenemos todo a la mano, si salvamos todas las distancias, la vida pierde su valor. Y es que lo valioso de la existencia está ligado a la búsqueda, a la inconformidad. El hombre que tiene todas las respuestas se torna indolente, como no sufre no se inmuta y sólo abandona su comodidad para defender su posición, sin darse cuenta termina por parecerse al perro que ladra a todo aquel que cruza por sus dominios: una criatura leal a su espacio y a sus verdades, pero sin ansias de conquista.
Esta posición conservadora está ligada a la supremacía del idealismo, son las ideas las que dictaminan nuestra manera de afrontar el mundo. Esta por ejemplo el mercado espiritual que nos ofrece las verdades en mayúscula: mientras los manuales éticos nos convidan a la perfección, las religiones nos prometen la panacea para todas nuestras dolencias e inquietudes. La premisa de nuestro tiempo parece ser la de acabar con el sufrimiento a toda costa y todas las intenciones se encausan en encontrar la tan anhelada felicidad.
Sin embargo, ¿qué pasa si nos liberamos de nuestras tensiones? Si estos ideales de la esperanza nos arrebatan la desilusión, todas nuestras motivaciones se apagan y terminamos consumidos en el vacío de la resignación. Ahora bien, no se trata de reivindicar una visión masoquista del mundo, no es con el látigo como construimos el sentido de la existencia, sino a través de la conciencia de la desilusión.
Ha llegado el momento de la sensatez. Entendamos la desilusión en un sentido más ameno, desliguémosla del cintillo sentimental. Si hacemos una revisión más profunda, encontramos que la desilusión es de por sí una impresión que viene más del raciocinio, se trata de perder la ilusión hacia algo o hacía alguien, de quitarnos las vendas para enfrentarnos a la realidad del mundo. Es un movimiento del desengaño, de dejar de creer.
Como no hay nada más valioso que la creencia, la desilusión en un primer momento arroja al hombre a una profunda tristeza. Esto se debe a que creer en algo o en alguien involucra nuestros principios más íntimos. La creencia le da un rutero a nuestra vida, no se equivoca el filósofo francés Gastón Bachelard al afirmar que “las verdades pasan a estar enquistadas y es difícil alejarse de ellas porque el instinto de conservación es tan fuerte como el instinto de innovación”.
Sin embargo, una vez incendiados los principios, el hombre está obligado a tomar una posición distinta. Una vez afrontado el duelo del desengaño nos encontramos en una situación envidiable y nos percatamos de todo el potencial liberador de la desilusión, ya que es en las fracturas sentimentales cuando el hombre más se motiva a conocer y a experimentar. En su teoría de las emociones Sartre reflexiona sobre este punto: “Al desaparecer una de las condiciones habituales de nuestra acción, el mundo exige de nosotros que actuemos en él sin esa condición”. La desilusión entonces nos obliga a buscar un nuevo sentido de existencia.
Aparece por consiguiente el movimiento. Al carecer del principio que antes nos regulaba, empezamos una nueva aventura, aventura que por lo demás se desentiende de todo escrúpulo y nos acerca a nuestro lado más infantil. Aunque no es un renacimiento, se respiran nuevos aires y presenciamos el despertar de las cualidades que creíamos olvidadas. Dos de esas nuevas cualidades son determinantes en esta nueva etapa: se trata de la espontaneidad y el distanciamiento.
Convertidos en seres espontáneos, invertimos nuestras prioridades, aliviados de la dictadura de la creencia, volvemos a vivir las cosas sin la pesadez de las ideas, así como cuando descubríamos el mundo en nuestros años de infancia. Si antes nos arropábamos con el idealismo, que nos obligaba a ver las cosas a través de la lógica de la anticipación, en este nuevo periodo optamos por el riesgo y la novedad.
Sin embargo, asumir el riesgo no significa arrojarnos a un libertinaje ciego, esta apuesta no tiene nada que ver con proyectarnos hacía una promiscuidad emocional. Se trata más bien de ponernos en juego viviendo todas las vidas posibles, pero siendo siempre consciente de lo que se hace. Para ejemplificar esta hipótesis podemos referirnos al niño que juega con sus figuras de acción: En su abstracción el infante se distancia del mundo y entra en la lúdica del juego. Allí cumple todos los roles posibles, personifica al héroe y al villano al mismo tiempo. Nietzsche entiende muy bien esta lógica y la estima como uno de los anhelos de la humanidad, encontrar de nuevo esa seriedad, esa madurez con la que jugábamos en nuestra infancia.
Cuando estamos involucrados en este episodio de regresión infantil vuelven a presentarse los ideales; es cierto que aparecen con nuevas ropas y maneras más sofisticadas, pero en definitiva tienen las mismas intenciones. Quieren alojarnos nuevamente, darnos la seguridad de una creencia. Es pues en este punto donde los hombres se separan. Están los que vuelven a los mismos dogmas y están los que definitivamente se desentienden de las creencias, los que se distancian de la verdad.
El resignado entonces abraza los ideales con más entusiasmo y se entrega sin reparos a las creencias hasta convertirse en un fanático. Por su parte, el desilusionado se aleja cada vez más de las personas y de las cosas. De pronto su relación con el mundo se torna más simbólica, todo se hace más plástico. Sin embargo, este distanciamiento no lo acongoja y pese a que los otros no lo comprenden, el desilusionado se marcha con una sonrisa en los labios, encuentra una respuesta, sabe al fin, después de tanto tiempo, que ha nacido para ser artista.