Justicia, no venganza
Tomás Molina
Muchos colombianos creen que la venganza es buena, incluso justa. En momentos de odio, los colombianos creen que la justicia consiste en responder un mal con un mal. Quizá no el mismo mal que la otra persona nos hizo, pero sí un mal. Pero lo propio de la justicia es el bien, no el mal. Lo propio de la venganza, en cambio, sí es el mal. Hay, pues, una diferencia abismal entre las dos. Pero la confusión no es un mero asunto filosófico o conceptual: si nuestra idea compartida de justicia está equivocada no podremos vivir bien nunca. El problema es de una gravedad tremenda.
Veamos con más cuidado la diferencia entre la justicia y la venganza para entender la confusión colombiana. Baste definir brevemente una y otra para que quede claro qué las separa. Empecemos por la justicia. Mucha gente cree que la justicia consiste en darle a cada uno lo que es suyo. Evidentemente eso significa que la justicia tiene que ser proporcional: lo que le corresponde a cada quien depende de lo que esa persona haga y merezca.
Hasta aquí la mayoría no encontraría muchos problemas. Pero la justicia no es una mera fórmula matemática: la justicia también consiste en darle lo mejor a cada quien. No hay otra opción lógica, pues la justicia es un bien y el bien debe dar lo mejor. ¿Qué otro propósito esencial podría tener la justicia aparte de hacerle un bien a todos los que la reciben? El problema, podría decir alguien, está en definir qué es lo mejor para cada quien.
Hay un bien general del que todos participamos: la plenitud proporcionada. Plenitud proporcionada significa contrariedad y diversidad, pero siempre en proporciones correctas. Por ejemplo, un hombre virtuoso une en sí mismo la modestia y la firmeza de carácter. Allí están la contrariedad y la diversidad bien proporcionadas. Un hombre malo, por el contrario, une en sí mismo cualidades desordenadas y fuera de proporción. Verbigracia, una inteligencia considerable y al mismo tiempo una ausencia de empatía o de sentido moral. O una gran ambición que no está limitada por el bien del otro.
La justicia, pues, debe lograr que la comunidad política encuentre su plenitud, es decir, que los rasgos contrarios y diversos se encuentren en sus proporciones correctas. La comunidad política debe ser diversa porque cuenta necesariamente con individuos que son radicalmente diferentes los unos de los otros, pero debe encontrar una manera de reconciliarlos de modo que cada uno haga lo que es mejor para sí y para todos. Allí entraría la ley que les permite a todos vivir en paz. ¿Cómo conseguir aquella buena proporción si la comunidad está desproporcionada? Un gobernante malo destruiría a los malos ciudadanos; un gobernante menos malo les permitiría vivir, pero intentaría persuadirlos de que se vuelvan buenos. Y el gobernante virtuoso reconciliaría a todos los ciudadanos en lo bueno.
Pero cada comunidad política, dependiendo de sus circunstancias, tiene maneras distintas de adaptarse a los principios generales aquí enunciados. En efecto, todas las sociedades deben regirse bajo el principio de la plenitud y la proporción, pero cada una debe hacerlo de acuerdo a sus circunstancias históricas y culturales. Para que se me entienda mejor: la plenitud humana se alcanza por medio de la libertad y la ley, pero la plenitud del perro se alcanza por medio de una doble obediencia: a su amo y al instinto. Dependiendo de su contexto y de su naturaleza cada ser ajusta al bien de manera distinta. Por eso, para comprender el bien de nuestra sociedad no bastan las abstracciones, sino que debemos entender las necesidades particulares de ella. Las necesidades de Colombia son distintas de las de Noruega, aunque ambas deban encontrar la plenitud y la proporción.
Sinteticemos entonces: la justicia debe participar de la plenitud proporcionada puesto que la justicia necesariamente participa del bien. Una justicia auténtica da como resultado una sociedad diversa y con ideas contrarias, puesto que eso se ajusta a lo bueno, pero dicha diversidad siempre está bien proporcionada. Caben todas las ideas, excepto las ideas que destruyan la comunidad política misma. Por ejemplo, no caben ideas que justifiquen el asesinato o el maltrato de otros por su manera de pensar o por su manera de actuar.
Pero la proporción también es un asunto económico: una sociedad totalmente desigual no es una sociedad que se ajuste al bien, puesto que está tan desequilibrada como el hombre malo. La desigualdad muy grande corrompe tanto al rico como al pobre, puesto que la plenitud buena (la contrariedad y la diversidad proporcionadas) se sustituye por la mala (la contrariedad y la diversidad desproporcionadas). Lo que debe haber en una sociedad buena es la igualdad geométrica: es decir, la igualdad que le da a cada quien según sus aportes y virtudes (en eso consiste el aspecto geométrico), pero partiendo de unos mínimos básicos para todos (en eso consiste el aspecto igualitario).
La venganza, por otra parte, funciona de acuerdo al principio de lo peor. Lo peor es desorden, es contrariedad y diversidad desproporcionada, es indiferencia frente a lo mejor. Cuando me quiero vengar de alguien le deseo lo peor: es decir, deseo que viva una vida desdichada de sufrimientos y desequilibrios. Pero la venganza no solo daña a quien la recibe sino también a quien la ejecuta: la persona vengativa invariablemente se acostumbra a la venganza y la ve con buenos ojos. Y eso es lo que ha pasado en Colombia: estamos tan acostumbrados a la venganza, estamos tan acostumbrados a desearle el mal a quien nos ha hecho daño, que ya la vemos con buenos ojos. Por esa razón mucha gente cree que la venganza es buena.
El reto es muy grande porque la justicia verdadera nos exige hacerle lo mejor a quien nos ha hecho daño. La justicia implica nobleza de alma. Pero obviamente lo mejor no debe entenderse aquí en el sentido trivial de riquezas y privilegios. Ya hemos visto que el bien es otra cosa. El bien que debemos perseguir activamente es el de hacer que las almas de nuestros victimarios dejen de funcionar de acuerdo a la contrariedad y la diversidad desproporcionadas. Eso significa que el bien no debe entenderse necesariamente en el sentido sanguinario y odioso de un sufrimiento purificador (¡que sufra lo mismo que yo pa’ que aprenda!) aunque a veces el sufrimiento pueda servir para aprender.
Lo que he descrito y explicado aquí no es idealista de modo alguno: mi idea es que así funcionan las cosas en la realidad. Es claro que no basta querer una Colombia en paz si activamente no buscamos cambiar las normas de lo socialmente aceptado para llevarlas hacia lo mejor. Y para eso es preciso entender lo que significa el bien, lo que significa la justicia. Y es preciso entender también que con la venganza no vivimos bien. Necesitamos una vida más justa, más buena. ¿Para qué tenemos una sociedad donde casi todo el mundo vive mal? ¿Cuál es el propósito de eso?
Para reconciliarnos y vivir mejor no debemos hacer como si nada hubiese pasado, sino que debemos mejorar nuestras reglas sociales (sobre todo las no escritas) sobre lo justo y lo injusto. En vez hacerle el mal a nuestro vecino para equilibrar las cargas de lo malo, pongamos reglas para que el otro sea menos capaz de hacer el mal. En efecto, la plenitud y la proporción no solo se alcanzan por medio de la reforma moral de los individuos, sino por medio de las instituciones (las reglas de juego) que los individuos deben obedecer. Es más: la una es casi imposible sin la otra: una sociedad con malas instituciones difícilmente tendrá individuos virtuosos.
Aunque quizá debemos cambiar primero una de las normas no escritas más nocivas de nuestro país: que nada puede cambiar y estamos condenados a ser como somos.