Enseñar a pensar
Manuel Guzmán
Escribí en el artículo anterior, con ocasión de la reciente instalación, en Bogotá, del Diálogo “Futurible”, que bien haría a los educadores preguntarse sobre la necesidad de reaprender a enseñar. Plantarse frente al mundo que nos espera y preguntarse si ese es el mundo que hoy enseñan a los estudiantes.
El mundo de la incertidumbre sobre la viabilidad de la vida. Un mundo, sin duda, nuevo y no, por cierto, halagüeño, pues ya no es el mundo de las certezas del siglo XIX, cuando creímos saberlo todo, ni mucho menos el mundo de la opulencia y el control del siglo XXI, cuando crecimos tanto que pusimos en peligro la vida, creyendo que controlábamos todo, aún lo que ignorábamos.
Escribí que ese empeño de reaprender a enseñar debía partir del reconocimiento de una nueva complejidad: la incertidumbre del futuro. Y abordar el rediseño de la pedagogía para comunicar esta amenaza a partir de las herramientas del pensamiento complejo. Pues bien, para reconocer la ingente complejidad de nuestro mundo actual es necesario preguntarse si el proceso educativo enseña realmente a pensar, o se conforma con aquel tipo de educación que poco promueve escrutinios profundos sobre la realidad. Dicho mejor: ¿Enseña la educación actual a pensar o, por el contrario, enseña a no pensar?
Martha C. Nussbaum, profesora del departamento de Filosofía de la Universidad de Chicago, se ha preguntado por la índole de la crisis de nuestro tiempo y ha llegado a la conclusión que esta crisis hunde sus raíces en la educación, en la manera como no estamos enseñando a pensar. Nussbaum caracteriza a esta crisis como de "proporciones gigantescas y de enorme gravedad a nivel mundial". Describe que se manifiesta en el furor de los estados, las instituciones, los grupos y las personas por la "rentabilidad". Anota que la educación se ha concentrado en la formación de habilidades puramente pragmáticas y utilitaristas, dejando de lado la formación integral de las personas, y peor aún: que la educación ha abandonado el pensamiento crítico para el libre examen. Si no se vuelve por una educación en humanidades, sostiene, con incorporación de las artes y el humanismo como eje, no podremos salvar la democracia. (Cfr.: M.C. Nussbaum. "Sin fines de lucro – Por qué la democracia necesita de las humanidades". Ed. Katz, Madrid 2010).
Evidentemente, hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy, como sostiene el académico Antonio Muñoz Molina. “El estilo de la vida contemporánea, que hoy nos resulta ‘natural’, y también la retórica que lo acompaña (una admiración acrítica sobre los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito) se remontan tan sólo a la década de los ochenta,” escribe en el prólogo del libro de Tony Judt “Algo está mal” (2010), y coincide con el diagnóstico de Nussbaum cuando anota que “En los últimos treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material, hasta el punto de que eso es todo lo que queda de nuestro propósito colectivo”.
El dios Mercado, escribe Juan Gotysolo, se arroga el papel de principal educador: ha sustituido al profesorado en su tarea gracias a una publicidad omnímoda que subyuga a niños, adolescentes y jóvenes superconectados con la Red y ha reducido su vocabulario a una serie de sintagmas abreviados. Juan Goytisolo ("Más y más cosas, pero menos importantes"; "El País", España, 21.I.2012; elpais.com).
Autores como Edgar Morin, Ernesto Sábato, José-Luis Sampedro, Federico Mayor y Stéphane Hessel, también se han ocupado del asunto. Recientemente Arturo Leyte, catedrático de filosofía en la Universidad de Vigo, España, publicó en un ensayo breve algunas preguntas esenciales sobre esta crisis: ¿Qué queda del Humanismo? ¿Vale la pena y será posible recuperarlo? ¿Quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir de manera ilustrada? Leyte introduce una última pregunta inquietante (también en la línea de Nussbaum): ¿Qué aportaría el territorio de las humanidades a la democracia?
El pensamiento de Leyte no propone formar "humanistas" sino "ciudadanos" (Nussbaum), para que estos puedan entender, con sentido histórico, los procesos en los que están inmersos: la crisis ambiental global, la economía, la cultura. Pensamiento ilustrado y pensamiento crítico, contrario al modelo de educación actual: pensamientos pragmático y utilitarista. José-Luis Sampedro, otro lúcido del siglo XX, en su obra "Economía humanista – Algo más que cifras" (Ed. Debolsillo, Barcelona 2009, 2010), compara la crisis del mundo actual con la caída del Imperio romano. Pero llama a la esperanza: agentes transformadores que habrán de conducirnos a otro estadio de sociedad que supere la crisis, generada por el mercado y la globalización.
Me referí, en el artículo “Reaprender a enseñar: la Generación del cambio climatico” a la manera en que los griegos enseñaban: el Kalos Kai Agathos. La unión virtuosa entre lo bello y lo bueno. Y pedí, que la educación en la era del antropoceno, debía volver por este orígen griego de la enseñanza: hacer prevalecer la oikonómica sobre la crematística. Cierta forma de fraternidad universal, como escribió Leonardo Boff, que nos devuelva aquello que de humanos perdimos por querer dominar a la naturaleza, en lugar de convivir con ella, pues somos naturaleza.
Abandonar el antropocentrismo categórico que acogimos con furor durante el siglo XX, y adoptar cierta forma de antropocentrismo sistémico que nos hermane con el sol y con la tierra, con la rosa y el agua, como pidió Francisco de Asís. ¿Cuál es el camino para lograr todo ello? ¿Cómo nos volvemos más humanos de verdad en un mundo donde hemos devenido en ser nada más que cifras de la estadística, del sistema bancario o financiero? Inhumanos, protomáquinas, automáticos. ¿Cómo? Recuperando la coherencia esencial de lo que somos: parte de un gran sistema y nada más. Pero en calidad de humanos demasiado humanos como pedía Nieztche.
¿Qué significa todo esto en la práctica? Una religación universal, volver a hacer en la cosmología, y también en la recuperada axiología de lo esencial, la unidad y coherencia sistémicas de la ecología exterior con la ecología interior. Ecología exterior, entendida como el proceso cósmico orden, caos, interacciones, nuevo orden, mediante el cual se armonizan los flujos de energías e información en la naturaleza y se consolida el proceso evolutivo de la vida. Ecología interior como el conjunto de arquetipos que definen nuestro comportamiento con la naturaleza y con la vida. Vivir, en fin, en armonía con lo grande y lo pequeño, saber que entre lo más grande que nos abarca y contiene, y lo más pequeño que no alcanzamos a ver, hay un sutil entramado de infinitas conexiones que sustentan la vida.
Esta armonía entre ecología interior y ecología exterior fue puesta en el contexto del siglo xx por Félix Guattari (Las tres ecologías, Pretextos, 1990), pero había sido dicha, mucho antes, por Francisco de Asís (Cántico de las criaturas, 1226). Y es lo que ha traído a colación el Papa Francisco (Laudato Sí, 2015). Representa el ejercicio de construcción de las nuevas ciudadanías que pide Nussbaum, empeño que debería aspirar a superar el propio concepto de ciudadanía (pasiva) y convertirlo en un concepto orgánico de vitalidad societaria, capaz de asumirse a sí mismo como vocero natural y defensor legítimo de la continuidad de la vida. Nuevas formas de asociaciones para la adaptación surgirán del corazón de la crisis, y en este conjunto difuso de exploraciones colectivas se formará poco a poco una alianza de tipo global, que habrá de consolidar una reacción de la Humanidad entera para la defensa definitiva e integral la vida.
Esa sutil y poderosa combinación de ética y estética, de nuevas ciudadanías —en proceso de formación— soportadas sobre un nuevo tipo de humanismo no antropocéntrico, podrá salvarnos. Pero todo esto solo será posible, sí y solo sí, si entendemos que enseñar a pensar es, hoy, el verdadero desafío de la educación.
Las viejas ciudadanías eran legitimadas y acunadas por los Estados, las nuevas se dan sin padrinaje alguno, emergen de la crisis como flores autónomas y se expanden con libertad por las nuevas redes del conocimiento y la acción. Se expresan en comunidades, cooperativas, colectivos, emprendimientos y movimientos sociales, políticos y culturales. Los sistemas políticos han cedido el control —y el dominio de las centralidades ciudadanas— a la periferia.
Las nuevas ciudadanías consolidarán un nuevo tipo de capital social que hoy supera el propio capital político de las viejas ciudadanías. Se le reconoce a Robert Putman la frase “Será difícil construir capital social, pero es la clave para hacer funcionar la democracia”. Democracia, educación y nuevas ciudadanías: he ahí el trípode virtuoso sobre el que habrá de soportarse la esperanza de un mejor mundo. Reaprender a enseñar, enseñar a pensar. El grupo Futurible se ha planteado el desafío de enseñar a pensar. Para ello facilitará entre los docentes de ciencias ambientales Bogotá una nueva mirada sobre la crisis ambiental y climática, basada en la complejidad. Y bien, permítanme acabar con un pensamiento de Martha C. Nussbaum: “Si no insistimos en la importancia fundamental de las artes y las humanidades, éstas desaparecerán, porque no sirven para ganar dinero. Sólo sirven para algo mucho más valioso: para formar un mundo en el que valga la pena vivir”.
@GuzmanHennessey