Viajando a Subatá (Segunda parte)
Jairo Hernán Ortega Ortega, MD.
Ese domingo, de mañana, aún metido en las cobijas, Wladislao Gualdrón saboreaba el desayuno que Patto, su esposa, para consentirlo le había llevado hasta la cama. La radio, en la mesita de noche, a su lado, difundía las noticias a bajo volumen. Sus hijas, Valen y Malau, tendidas a sus pies, atendían al televisor que, a mayor sonido, mostraba los dibujos animados.
Patto, en apretada sudadera, entró a la habitación con un jugo de naranja y el periódico bajo el brazo. Le mostró a Wlad el aviso. La publicación fue motivo de debate toda la mañana. A las niñas, de 7 y 8 años, les parecía maravilloso trasladarse a un sitio campestre y cálido; brincaban de la emoción en la cama imaginando una piscina. Patto consideraba la posibilidad de que, al dejar la ciudad, pudieran compartir más como familia. El galeno sopesaba lo que siempre fue su prioridad desde que, románticamente, decidió hacerse médico: socorrer a los más necesitados en salud. Ser un sacerdote de la humanidad.
El Dr. Gualdrón estaba cesante desde hacía una semana; había decidido retirarse del Hospital donde laboraba debido a lo que consideraba una notoria y antiética comercialización del ejercicio de la medicina. Tenía proyectado atender solo su consultorio particular donde podría imponer un aspecto humano a la calidad en la atención de sus pacientes. Trece días después, hechos los respectivos contactos con el Hospital San Arcángel de Subatá, estaba empacando las maletas.
Patto, Valen y Malau, “sus mujeres” lo despidieron con abrazos casi interminables. Las pequeñas le entregaron unos sobres elaborados y pintados por ellas, con la condición de abrirlos apenas llegara a su nuevo destino. Habían acordado que él marcharía primero, en avanzada, para instalarse, valorar las condiciones y posibilidades de trasladarse a ese pueblo donde con seguridad serían muy felices. Las lágrimas inundaron el hasta luego. El perro English Springer Spaniel aullaba echado en un rincón.
El viaje por la Carretera Central del Norte transcurrió a pleno sol, acompañado por lamelancolía de la partida y las melodías de Tchaikovsky, Haydn, Mendelssohn, Schumann y Grieg. Se había llevado su colección de clásicos que era lo que más lo relajaba. Peajes, verdes, llanos, montañas, planicies, estaciones de gasolina…todo transcurrió de manera agradable; eran siete horas y media de trayecto.
A mitad de camino se detuvo a comer en un restaurante de estructura típica. Pidió delicias criollas y conversó por el celular con su esposa e hijas:
En un momento dado pensó en devolverse a casa. Saliendo del restaurante le llamó la atención un vetusto automóvil Zastava pintado todo de verde. En su interior había dos hombres vestidos de traje negro, camisa negra, corbata negra y gafas de sol; parecían gemelos salidos de alguna película lo cual lo hizo sonreír.
Kilómetros adelante, calculando que le faltaban casi dos horas para llegar a Subatá, vio por el espejo retrovisor el Zastava verde. Le llamó la atención que, a pesar de que su vehículo último modelo marchaba a 120 kilómetros por hora, el viejo carro lo seguía muy de cerca. Cambió el disco compacto que sonaba, y empezó a buscar en el dial emisoras de la región; estando en esas vio con asombro que el Zastava lo sobrepasaba. Quiso espichar a fondo el acelerador pero no lo consideró prudente por la curva que se avecinaba y porque una montaña no permitía ver lo que seguía detrás de ella. Superadas la curva y la montaña no volvió a ver el vetusto carro verde.
En Subatá fue fácil encontrar el Hospital San Arcángel, era la única edificación de dos pisos del poblado y estaba totalmente pintada de blanco; su extremo oriental lo conformaba una capilla coronada por dicho santo. Después de identificarse con el celador que le indicó ubicación en el parqueadero, este mismo lo llevó a las oficinas del director del Hospital. La veterana secretaria que lo atendió le pareció poco femenina, pero amable. Le manifestó que el director, el Dr. Báez, no se encontraba y le indicó que podía instalarse en el Hotel y retornar para presentarlo con el Coordinador Hospitalario.
Al salir del parqueadero del Hospital para trasladarse al hotel, estaba oscureciendo. Le llamó la atención que al fondo del estacionamiento se encontraba parqueado el Zastava verde, sin los gemelos vestidos de negro.
Solo tres días después conoció al Dr. Báez, era calvo y sus ojos estaban antecedidos por unos anteojos ojivales con lentillas de color rosado ahumado que hacía difícil verlos con claridad. Su piel rosada, pero arrugada, parecía haber estado expuesta recientemente a los rayos de la canícula y en algunas áreas la pigmentación era más blanquecina.
Doce días habían transcurrido entre cirugías, consultas, llamados de urgencias, rondas y acercamientos con otros colegas y el personal paramédico. Todos los días, por el celular, se comunicaba con “sus mujeres”. Dos cosas iban llamando su atención: el viejo Zastava verde que en ocasiones veía parqueado frente al Hotel de los Pacheco, en inmediaciones del restaurante que había elegido para merendar y en las bahías de parqueo del hospital. A veces, los hombres de negro estaban dentro del auto o recostados sobre el mismo. Lo otro, la longevidad de la gente de Subatá, muchos mayores de 80 años, tanto hombres como mujeres. Al examinarlos se les palpaba fríos y el termómetro marcaba más hacia la hipotermia; por lo demás sin mayores achaques de salud.
Una noche, hacia la una y media de la mañana, saliendo de operar una apendicitis que se complicó con peritonitis, de regreso al hotel decidió caminar por las apacibles calles del pueblo aprovechando el clima bondadoso y la luz que brindaba la luna llena. En un momento dado se encontraba en la periferia, cerca la entrada principal de Subatá. Estaba frente a la gran edificación, de aspecto republicano, del Hotel Nacional, de un único piso con sus paredes pintadas de beige y sus puertas y ventanas de madera en caoba, todas estaban cerradas, pero lo atrajo una luz poderosa que al parecer emanaba del techo. La curiosidad lo impulsó a encaramarse sobre una caneca que estaba recostada sobre una de las paredes; el acceso al tejado fue muy fácil. Casi todo el techo era una terraza.
En todo el centro la terraza tenía la estructura de un domo de cristal, como un ojo de cíclope, del cual salían rayos de luz tan intensos como los de un faro. Con temor, el Dr. Gualdrón se acercó a la luz, la cual castigaba sus ojos. A través de los cristales observó lo que le pareció un moderno quirófano, con pantallas de plasma en las paredes, lámparas cielíticas, máquinas de anestesia, circuitos de oxígeno y succión, máquina de circulación extra corpórea, mesas de cirugía y de instrumental quirúrgico y un robot Da Vinci. No entendía porqué esa sala de cirugía se encontraba en el Hotel Nacional.
Escudriñó la terraza sin ver a nadie. Un rumor de voces lo alteró, provenían del quirófano. Vio al Dr. Chinchilla, anestesiólogo del hospital, a la instrumentadora Dayana, a la enfermera Moncaleano y al auxiliar Melquisedec; probaban aparatos y organizaban todo como para efectuar una cirugía. Melquisedec ingresó una camilla en la que se encontraba postrado un anciano de sotana fucsia con una estola verde alrededor del cuello. Por la vestimenta pensó que se podría tratar del padre Campo Elías Remolina, con quien había conversado en la iglesia el domingo que asistió a misa. Parecía estar muerto.
Las batientes puertas de la entrada principal del quirófano se abrieron dando ingreso a quien vestía como cirujano con manos enguantadas, gorro, polainas y tapabocas. Su puente nasal soportaba unas gafas con lentes color rosado ahumado; los anteojos del Dr. Báez. Después de lavar con yodo el tórax ya desnudo del padre Remolina, procedió a hacerle una esternotomía exponiendo el corazón, que no latía. Gualdrón no daba crédito, a lo que estaba presenciando.
Haciendo una incisión en la arteria aorta, Báez conectó el corazón del padre Remolina a la máquina de circulación extracorpórea, haciendo una derivación cardiopulmonar. Luego, lo que le extrañó sobremanera a Gualdrón, a través de los tubos y cánulas de la máquina hicieron circular, no sangre sino hielo; un hielo que más parecía nieve. Por tratar de mirar mejor, el médico golpeó con su cabeza uno de los vidrios del domo, esto alertó a quienes efectuaban la inusual operación quienes al unísono miraron hacia el domo. El Dr. Gualdrón emprendió la retirada sin recordar muy bien la paredilla por la cual había escalado. Se descolgó por la primera cornisa que avistó y cayó sobre un mullido césped desde el cual apreció la piscina del hotel. Esta se encontraba cubierta con bloques de hielo y nieve, en ella flotaban varios cadáveres lo cual le recordó el anfiteatro de la Facultad de Medicina donde recibió las clases de anatomía. Salió despavorido hacia el hotel mirando cada rato hacia atrás pensando que lo perseguían.
Los días siguientes trató de mantener la calma cumpliendo su rutina. Y con mucho disimulo pretendía hacer labores de detective para entender o descubrir lo que sucedía en el Hotel Nacional. Una tarde decidió acudir al despacho parroquial para hablar con el asistente del padre Remolina, pero su sorpresa fue mayúscula al toparse frente a frente con el mismísimo cura.
El padre Campo Elías lucía pálido y demacrado, sus cabellos canosos lo hacían ver de peor aspecto.
Haciendo como que se confesaba, para no despertar sospechas, el cirujano le contó todo al religioso.
Esa noche Wladislao le contó a su esposa la increíble situación y le comunicó que iba a tratar de resolverla con las autoridades. Ella, con total preocupación le dijo que de inmediato se dirigiría para Subatá. Estando de turno lo llamaron del Hospital, el padre Campo Elías estaba complicado y necesitaban re operarlo urgente de una cirugía que le habían hecho días antes; el Dr. Báez no se encontraba en Subatá.
El padre Campo Elías Remolina entró en paro cardiaco y el Dr. Gualdrón dio autorización de no reanimación. Melquisedec, el auxiliar, le insistió al Dr. Gualdrón que le transfundiera un líquido blanco y frío, ya que eso lo salvaría. El cirujano no aceptó ni autorizó. El padre Remolina falleció a las 23.51.
Wladislao observó que Melquisedec se retiraba presuroso a hablar por celular. De camino al hotel sentía que lo seguían, el Zastaba verde se le acercaba, empezó a correr y el viejo carro aceleró hasta alcanzarlo. Los hombres de negro, aún con gafas oscuras a pesar de la noche, lo acorralaron. El físico de Gualdrón les ganó el forcejeo y con una patada de taekwondo derribó a uno, al otro lo amedrentó con el bisturí que extrajo del estuche de disección mientras correteaba alrededor del carro verde esquivando a su perseguidor. Con el bisturí decide pinchar una de las llantas del Zastava, esto distrae al gemelo y aprovecha Gualdrón para correr sin tregua.
Al rato las puertas del confesionario que ocultaban al Dr. Wladislao Gualdrón fueron abiertas con sigilo. El médico vio al padre Gregorio Álvarez, sonrió con esperanza y abandonó su refugio. De inmediato dos hombres de saco negro, camisa negra, corbata negra, pantalón negro, zapatos negros y gafas oscuras lo redujeron hasta la impotencia.
Sobre la mesa de cirugía, antes de que los efectos de la anestesia lo profundizaran, el Dr.Wladislao Gualdrón, a través de los transparentes vidrios del domo, observó tres helicópteros de las Fuerza Militares sobrevolando los aires de Subatá.
FIN