Cambio climático y la crisis del ‘refugiado ambiental’
Anna María Franco Gantiva
Anna María Franco Gantiva
Desde que Greta Thunberg y su campaña ‘Fridays For Future’ se hicieron visible en 2018, la sociedad civil adoptó el slogan de ‘crisis climática’ para referirse al cambio climático. Sin embargo, creo que el nombre se queda corto.
Empezaré diciendo que es importante desligarse del concepto técnico del cambio climático y entenderlo de forma conjunta como un problema ambiental y social que tiene repercusiones económicas, esto lo hace un multiplicador de amenazas. Sus consecuencias son locales y todos las viviremos de una forma u otra, pero el nivel de vulnerabilidad, resiliencia y adaptación varia en cada asentamiento humano. Sociedades enteras, como las de varios Estados Insulares del Pacífico Sur, se verán obligadas a desplazarse a otros países como solución definitiva. ¿Qué significa esto? El éxodo de un Estado formalmente constituido de su territorio, fragmentación de comunidades y la pérdida de conocimiento ecológico tradicional.
El Banco Mundial, el Banco Asiático de Desarrollo, el Foro de las Islas del Pacífico y Naciones Unidas, coinciden que los Pequeños Estados Insulares en Desarrollo (PEID), y particularmente los once Estados de la región geográfica del Pacífico Sur son los territorios más vulnerables. ¿La razón? Allí el aumento del nivel del mar es cuatro veces más rápido con respecto al promedio mundial.
De hecho, en 2011 el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) alertó que Tuvalu podría desaparecer en 50 años. Años posteriores se indicó que Kiribati, Fiji, Vanuatu, Islas Marshall e Islas Salomón podrían correr con la misma suerte. Vale la pena mencionar un par de hechos que evidencian las consecuencias del cambio climático en esta parte del mundo y la vulnerabilidad de sus sociedades.
El primero es la desaparición actual de cinco archipiélagos de las Islas Salomón, además de otros seis que seguían el mismo desenlace, los que estaban habitados tuvieron procesos de reasentamiento involuntariamente, lo que conllevo a la fragmentación entera de una comunidad que estaba asentada allí desde 1935. Por su parte, los archipiélagos que no estaban habitados hacían parte del diario vivir de las comunidades.
Un segundo hecho es la compra de 20km de tierra del Gobierno de Kiribati al Gobierno de Fiji –paradójicamente otro Estado Insular igual de vulnerable-. Esto sucedió para poder asentar toda su población, 103.000 personas, desde este año. Seguramente, quienes siguen las transmisiones de los Juegos Olímpicos recordaran al pesista kiribatiano David Katoatua que bailaba para llamar la atención de la audiencia y que esta conociese sobre su país y lo que estaba viviendo como consecuencia del cambio climático.
La vulnerabilidad a la que están expuestas los PEID y sus sociedades obliga abordar el debate del reasentamiento involuntario -como proceso- y al refugiado ambiental -como categoría de clasificación-, de forma apremiante. Frente a lo primero, este tipo de reasentamiento supone un proceso de reubicación con planificación bajo el cual las personas desplazadas ‘no tienen derecho’ a rechazarlo. Por lo tanto, el objetivo es restaurar y/o mejorar las condiciones de vida en aras de propiciar y garantizar la reconstrucción del tejido social, y los medios de subsistencia.
Con respecto a la figura de ‘refugiado ambiental’, esta no es reconocida en el Derecho Internacional. Susana Borrás argumenta que la clave para reconocer tal estatus se da a partir de la existencia de un ‘desplazamiento forzado’ que les obliga a abandonar su hábitat natural a causa de una ‘grave amenaza para su supervivencia’. De forma clara los PEID tienen la amenaza identificada: Su territorio se está hundiendo poco a poco.
Ahora bien, el común denominador del proceso y la categoría citada a priori es que en ambos casos se genera desintegración social y familiar, aculturalización y desarraigo. Y, es menester hacer hincapié en que la situación es aún más compleja cuando son Estados con leyes e Instituciones propias y diferenciadas, tal y como es el caso de: Kiribiti, Tuvalu, Vanuatu, Islas Salomón, República de las Islas Marshal, Estados Federados de Micronesia, Fiji, Nauru, Palau, Samoa y Tonga. Estos Estados Insulares tienen entre todos una población total de 2.3 millones de personas y ocupan el 15% total de la superficie terrestre.
El reconocimiento de la categoría ambiental para el refugiado no es fácil. Por ejemplo, una la Sentencia de la Suprema Corte de Nueva Zelanda, falló en contra de Ioane Teitiona. Esta persona oriunda de Kiribati, solicitó en 2010 que sus hijos -nacidos en Nueva Zelanda-, su esposa y él sean reconocidos como refugiados ambientales. Empero, tanto en primera instancia (High Court, 2013), como en segunda instancia (Court of Appeal, 2014) le fue denegada la solicitud, por lo que acudió a la Suprema Corte y esta ratificó en 2015 ambos fallos.
Cuatro preguntas, relacionas al derecho a la vida y al concepto de refugiado, guiaron el fallo; además de tener, en consideración el Estatuto de los Refugiados, el Derecho Internacional Público, la Ley de Inmigración nacional, la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño y el Pacto Politico de Derechos Civiles y Políticas. La respuesta a las preguntas fue la misma: no se reconoce la figura de refugiado ambiental y no se viola ningún derecho.
Esta sentencia, referente para esta reflexión, deja en evidencia que no existe un reconocimiento jurídico que proteja a las personas o grupos sociales que buscan asilo en otros países como consecuencia de la inhospitalidad de sus territorios. Ni la ‘Carta Magna del Refugiado’ de la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados (1951) y su Protocolo de Nueva York; ni la Declaración de Cartagena sobre Refugiados; ni la Convención Africana para la Protección y la Asistencia de los Desplazados Internos en África, reconocen tal categoría; ya que la misma solo se otorga cuando la vida de la persona está en riesgo por ‘graves’ problemas como inestabilidad política, conflictos étnicos y/o persecuciones. Tal vacío jurisprudencial y normativo ha generado que la ACNUR prefiera usar el término de ‘desplazado ambiental´. No obstante, ese reconocimiento resulta débil en aras de garantizar el bienestar de las personas y los derechos de primera, segunda y tercera generación.
Ante este panorama es válido afirmar que, uno de los retos más grandes que tiene el Derecho Internacional es responder a una nueva tipología de refugiados producto de las consecuencias del cambio climático. Aunado a ello, es imperativo tener presente el alto nivel de vulnerabilidad climática que tienen Kiribiti y Tuvalu, por ejemplo, es debido al desarrollo industrial de países como Nueva Zelanda y Australia (entre otros).
Entonces, ¿qué tanta validez -moral- tiene un fallo tan legalista como el de la Suprema Corte? Y más allá, qué mensaje le puede enviar a otros países cuando se enfrenten jurídicamente a situaciones como esas, ¿cerrar sus fronteras y deportar? Si el Estado no puede asegurar su propia continuidad en el tiempo, tampoco puede garantizar la vida de quienes habitan ahí.
El acelerado desprendimiento de los glaciares, entre otros factores, aligera las amenazas climáticas para los PEID, obligando a adelantar posibles procesos de reasentamientos involuntarios y a pedir el reconocimiento como refugiados ambientales. Las medidas de adaptación en estos casos resultan ser más paliativas que reales.
Muchas inquietudes quedan sobre la mesa, por ejemplo, este tipo de éxodos obligaría a debatir: ¿cómo evitar la completa desaparición estatal? Y ¿cómo mantener sus instituciones y cosmovisiones desde otro territorio?, ¿y si estos Estados tienen o se declaran así mismos como indígenas, caso de Tuvalu y Kiribati, gozarían de un amparo especial bajo el Convenio 169 de la OIT?; ¿estarían dispuestos Australia y Nueva Zelanda a entrar en procesos de cesión de la soberanía de alguna parte de sus territorios para que otros Estados puedan sobrevivir?
Otra inquietud, ¿cómo puede permanecer en el tiempo el conocimiento ecológico tradicional de estos pueblos, cuando este es una herencia transgeneracional sobre las relaciones de los seres vivos (humanos y no humanos) con el entorno? Su fragilidad es innegable ante posibles procesos de aculturalización directos e indirectos que imprimirían los posibles territorios receptores. Desde el multiculturalismo liberal no solo se apelaría a la protección de la vida esas minorías – recordemos que, los once Estados tan solo son el 3.09% de la población mundial-; sino también, a la protección de su cultura y la reivindicación de derechos propios como la lengua o un gobierno autónomo. Y, ¿si mejor se reconoce el Derecho al Ambiente Sano como Derecho Fundamental?
Por lo que he expuesto aquí sobre los pequeños Estados Insulares del Pacífico Sur creo que no se debería hablar solamente de crisis climática sino a una crisis de humanidad, de valores e intereses. Por supuesto, el clima esta cambiando de forma acelerada como consecuencia de las actividades antropogénicas, y al hablar de ‘crisis’ las acciones políticas, sociales e individuales técnicamente se pueden acelerar. Sin embargo, la voluntad sigue siendo aparentemente débil. Es por ello que, deberíamos ser conscientes que el cambio climático es un desafío para el equilibro de la biósfera y la garantía y protección de los Derechos Humanos.
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