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Deidades modernas

Rodrigo Pinilla de Brigard

Adoración del becerro del oro - Dominio Público

Hace unos días, inmerso en el profundo dolor de acabarme mi serie favorita por quinta vez, acudí desesperado al catálogo iluminado de Amazon Prime y me encontré con una serie novedosa que se titula American Gods.

En esta trama de mitología, guerra y religión suceden muchas cosas, pero lo más interesante es la premisa desde la que presentan su mundo politeísta, el cual es consistente en que la existencia de un Dios es completamente dependiente de que los seres humanos crean y depositen su fe en él. Así, completo ese paso, ya que nace un ser omnipotente con poderes espectaculares. Luego, como para equilibrar las cargas, se descubre que, así como la fe los crea, la falta de adoración los vuelve miserables de a poco hasta extinguirse por completo. En otras palabras, lo que la humanidad decide creer y adorar, se convierte en un ente de poder absoluto con la capacidad de volver la mirada hacia sus creadores y con un simple gesto, hacerlos ricos o masacrarlos.

Y entonces, después de ver tres o cuatro capítulos, uno empieza a cuestionarse si esa visión cabe o no en la realidad. Claro, no en las magnitudes divinas que plantea la serie, sino en lo mundano, lo común y corriente en las vidas humanas. Lo curioso, al final de todo, es que no solo se ajusta a nuestra realidad, sino que es una descripción perfecta de ella, al entender que aquello a lo que decidimos adorar nos define como personas.

Así, por ejemplo, recordé el ritual que practican millones de adolescentes y jóvenes adultos antes de publicar una foto: lo primero es realizar una sesión de mil fotos, para poder descartar 999 y publicar esa donde coinciden la luz, la sonrisa, el ángulo, y la imperfección que no les da pena mostrar. Sin embargo, aquel oficio de aparente facilidad suele requerir por lo menos dos amigos asesores, que opinen sobre los aspectos de cada fotografía. Cuando esto ya se consigue y el cuerpo colegiado decide, aún faltan varios pasos para llegar al resultado esperado.

Porque ahora es necesario examinar si la foto se ve bien así o si valdría la pena pasarle un filtro por encima. Tal vez en blanco y negro, para dar una impresión de melancolía o mejor luces neón que hagan más glamurosa la lluvia que cae. Todo se vale, porque ya hay un ejército de amigos preparados, esperando en el perfil de quien publica, para soltar corazones y comentarios halagüeños. Finalizada esa etapa que con gran arrogancia llamamos “editar” -cuando lo único que hacemos es encuadrar nuestra imagen única en los estándares de Instagram- ahora es de vital importancia elegir una frase cautivadora. Normalmente, alguna frase de un famoso que en realidad nunca la dijo, y si se quiere parecer alguien con estilo, mejor una sola palabra acompañada de algún Emoji lleno de frescura.

col1im3der Poster de la seria American Gods de Amazon Prime Video

 

Por fin, lo único que falta es esperar a esa fecha y hora ideal (generalmente un domingo en horas de la tarde), donde todos los pares están igualmente resignados a gastar las horas de pereza en su celular, admirando y envidiando todo lo que ven por un par de segundos, y que luego dejan irse hacia arriba, en búsqueda de otra novedad que los entretenga. Publicada la foto, ya solo es cuestión de fe; de esperar que los amigos que eligieron la foto salten con sus reacciones y atraigan a las masas, para poder fingir que ignoramos el celular frente a los demás, cuando por dentro cada vibración nos impulsa a desbloquearlo y mirar cuántas personas aprobaron esa combinación de sonrisa, luz, etc.

Y así, como en American Gods, nos entregamos a la adoración de ser adorados, por algunos momentos breves de alegría. Lo problemático de esto es que, como el creyente fervoroso que rechaza las demás creencias con odio, el adorador de las redes sociales pocas veces reconoce que su adoración tiene en realidad motivos egoístas, encaminados a promover su propia autoestima.

Entonces el ser humano que inventó, desarrolló y creó las redes sociales, se sumerge en ellas hasta el nivel en el que cree, consciente o inconscientemente, que su valor como persona en la sociedad depende de la aprobación que reciban las fotos en sus perfiles. Se deja definir como bueno y atractivo si así lo dicen las otras cuentas, y se desbarata en emociones negativas con un solo comentario que controvierta lo que persigue: el feliz visto bueno de todos los que ven su foto. Porque, cuando se le da a algo o alguien el poder de subirnos la autoestima, por regla general le estamos entregando también el aval para destruirla.

Personalmente, creo fervientemente que la autoestima digital es basura pura y que cada uno de nosotros tiene veinte mil herramientas más para creer en sí mismo. Sueño y quisiera un mundo en el que la aprobación dependa de si Fulanito le agradeció o no a la señorita del aseo, si saludó al portero al entrar a la universidad o si a la hora de criticar algo lo hizo respetuosamente. Nada significa la sonrisa de quien solo la usa para posar. Propongo que, si vamos a elegir entes para adorar, sean la amabilidad, la empatía, el respeto mutuo y no la combinación de luces, efectos o ángulos.