Rusia y Ucrania, ¿solución a largo plazo?
Mauricio Jaramillo Jassir
En un entorno inocultable de escepticismo se completó el Acuerdo de Minsk II (que completa los acuerdos logrados en septiembre de 2014 en la capital bielorrusa) y que busca poner fin a la crisis ucraniana, uno de los episodios más críticos de la última década, y que ha terminado por desencadenar una tensión constante en la que rivalizan Rusia por un lado y Estados Unidos y Europa, por otro.
El desequilibrio geopolítico habría comenzado en 2004 cuando dos hechos cambiaron definitivamente la correlación de fuerzas entre Rusia y Occidente. En primer lugar, en mayo de ese año la Unión Europea completó la ampliación más ambiciosa, que involucró en el proyecto regional a algunos de los países que hicieron parte de la denominada Cortina de Hierro en la Guerra Fría. Tal fue el caso de Eslovaquia, Eslovenia, Hungría, República Checa y Polonia. Asimismo, Estonia, Letonia y Lituania, que habían sido repúblicas soviéticas emprendieron el mismo camino.
A finales del mismo año y comienzos de 2005, la Revolución Naranja tuvo lugar en Ucrania, y ésta derivó en un replanteamiento de los intereses exteriores de Kiev, en provecho de su relación con Occidente. No obstante, la disuasión energética, estrategia de política exterior de Vladimir Putin, pudo frenar el proceso de adhesión de Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en buena medida por la presión sobre algunos países europeos del bloque que dependen económicamente de Moscú.
Recientemente, se reeditó la disputa entre Rusia y Europa a propósito de Ucrania cuando sorpresivamente el presidente ucraniano, Víctor Yanukovich, anunció que no firmaría el Acuerdo de Asociación con la UE, que se daba por descontado. Aquello produjo una serie de protestas en Ucrania que terminaron con la gobernabilidad de ese país y lo pusieron el borde de una guerra civil.
Europa tiene un interés muy distinto al de Estados Unidos en el tema, a pesar de que a veces parezca que Washington y Bruselas tuviesen una posición unificada. Es preciso entender que por más que Alemania y Francia traten de recuperar el liderazgo regional con el tema ucraniano, su debilidad es inocultable. En política exterior ninguno de los dos ha podido encontrar un espacio en la agenda global, y el prestigio que ha acumulado la UE le ha sido más redituable a los Estados pequeños de ese bloque, que aquellos que reivindican un poder hegemónico.
El desprestigio de franceses y alemanes se explica parcialmente por la imposibilidad en la década de los noventa por resolver la reconstrucción de los Balcanes sin la ayuda, abiertamente ilegítima de Estados Unidos, que en 1999 bombardeó Serbia con consecuencias todavía lamentables para la región. A esto habría que añadir la impotencia de ambos para limitar el poder de Washington en Medio Oriente, cuando decidió con el apoyo de un puñado de países de Europa, invadir Irak alejándose peligrosamente de la legalidad internacional.
Ahora como corolario de sus desaciertos, París y Berlín han optado por intervenir en Ucrania muy a pesar de que las posibilidades de democratización sean remotas, en buena medida por la intransigencia de ambos bandos para llegar a una salida estructural y de largo aliento.
Esto pudo observarse en la forma como se firmó Minsk II. Una vez concluido el pacto, el presidente ucraniano Petro Porochenko reconoció que sería difícil de materializar, y pocas horas después se anunciaron las primeras violaciones del cese al fuego.
La mayoría de las críticas apuntan a Putin a quien responsabilizan de armar a los rebeldes ucranianos. Sin embargo, vale reconocer que existe una presión en algunas zonas del Este de ese país para que Rusia haga valer los derechos de la minoría rusófona. Allí se teme por un proyecto hegemónico ucraniano que termine por aplastar los derechos de alrededor del 30% de los ucranianos de origen ruso.
El hecho además revela un error de cálculo en el que habría incidido Europa y Estados Unidos, pues asumiendo un debilitamiento ruso por la caída de los precios del petróleo, ambos habrían presumido una reducción sustancial en su margen de maniobra. Sin embargo, esta idea no tiene asidero y corresponde a un craso error. Si bien el poder de Moscú podría reducirse al compás de la caída del precio del barril de petróleo, aun así es difícil que algunos europeos como España, Portugal, Eslovaquia, Grecia y Chipre corten del todo la dependencia económica que los vincula a Rusia.
Asimismo, debe recordarse que independiente de la dinámica de los hidrocarburos, Europa y Estados Unidos necesitan a Rusia para resolver temas que son vitales para sus intereses, al menos tres merecen ser reseñados; la contención al Estado Islámico en Siria que ineluctable y paradójicamente pasa por fortalecer al régimen de Bachar Al Assad, la disuasión definitiva a la República Popular Democrática de Corea y evitar así una crisis regional, y el monitoreo sistemático al programa nuclear iraní. En todos Rusia es vital.
Por ende, por más que se alce el tono frente a Moscú, y se siga sancionando a sus funcionarios tanto Bruselas como Washington, tienen plena conciencia de la necesidad de contar con Rusia. En el caso concreto de Europa, los dilemas son aún más complejos pues el tema ucraniano completa una serie de desaciertos en la política de vecindad que tanto empeño ha implicado por parte del bloque.
Ucrania revela así uno de los temas más difíciles para la política exterior de Estados Unidos, Europa y Rusia, en momentos en que a todos les urge el prestigio internacional. La crisis ha servido para desprestigiar las intervenciones de las potencias regionales y extra regionales, y ha terminado por convencer acerca de la necesidad de reestablecer algunos equilibrios para el funcionamiento de Europa.