Peregrinajes posmodernos
Tomás Felipe Molina
La confianza medieval en el poder físico y espiritual de los artefactos religiosos animaba a los peregrinos a emprender un viaje en su búsqueda. Reliquias y ciudades llamaban silenciosamente a los viajeros que buscaban la escurridiza presencia divina. Aquí querían conseguir la sanación de una enfermedad terrible, allá querían obtener la salvación de su alma. Lo divino, independientemente del propósito, era siempre el medio por el que obtenían su deseo.
Es fácil imaginar a campesinos, comerciantes y reyes atravesando mares, montañas y desiertos para llegar a Jerusalén o Santiago. Allí, después de arduas y peligrosas travesías, podían postrarse ante el objeto o el lugar sacro que buscaban. El caballero y el mendigo se igualaban donde se deslumbraban y se postraban ante lo divino. Espadas legendarias y burdos ropajes tocaban igualmente el suelo cuando ante los ojos de sus dueños se presentaba la sombra de dios.
Los dioses, sin embargo, aparentemente han huido de nuestro mundo. El hombre moderno se apresura a señalar la impostura del milagro y el origen espurio de la reliquia. Fuera de la religión, nadie emprende con convicción subjetiva el arduo camino hacia un objeto o lugar que salvará su alma. El peregrinaje, en consecuencia, no debería existir en el mundo secular. Pero quien haya visto que incluso las espaldas del más moderno de los hombres se curvan con el peso de la historia, sabrá que difícilmente comportamientos tan influyentes desaparecen sin transformarse.
Foto: 4f1e956110e5d2602bea1d6f7a1e1b7d - Chartres Cathedral, The South Rose Window and Lancet
El turismo de iglesias y museos demanda el recorrer largas distancias para estar cerca de reliquias magníficas: óleos, esculturas, altares, frescos. Las penas para llegar al destino siempre son grandes, no importa qué tanta riqueza se posea. Todo viaje turístico se realiza a pesar del viaje mismo. Sus condiciones materiales siempre alteran al cuerpo, lo cansan, lo debilitan. Viajar es confesar que estamos dispuestos a sufrir para poder ver lo que anhelamos. El turismo, como el peregrinaje, demanda penitencias y extensos caminos.
Puede parecer que el turista solo realiza el viaje porque una ley no escrita se lo dicta así. Nuestro superyó burgués nos ordena viajar, aunque sea penoso. Viajar suele ser una carrera en la que se debe ver una inmensa cantidad de sitios, fotografiarse ante ellos y después señalar ante el mundo que ha disfrutado lo indecible, aunque en realidad se haya estado cansado y con hambre la mayor parte del tiempo. El medieval seguramente sentía también la presión de un mandato que le ordenaba peregrinar, pero al menos no debía mostrar que lo había disfrutado. En eso sin duda se diferencian los dos. Pero el turista moderno también se puede enfrentar a fuerzas que lo exceden, a una presencia que potencialmente puede transformarlo. El imperativo superyoico de viajar puede estar en el origen de su travesía, pero el viaje mismo puede trascenderlo.
La belleza puede llegar a paralizar aun a los viajeros posmodernos que dicen no creer en nada. Apolo puede manifestársele igualmente al burócrata desprevenido como al ejecutivo ensimismado. El capitalista y el empleado se igualan donde se deslumbran con la presencia de lo bello. Así, aunque pueda interpretarse el turismo como una cuestión de mero hedonismo o de mandato superyoico, la devoción hacia ciertas reliquias artísticas nos puede situar en una perspectiva similar a la del peregrino medieval. Después de un largo y penoso viaje, después de superar las pruebas de la clase turista y de los almuerzos baratos, el dios todavía puede aparecerse en la escultura o en el fresco.
Ser un perfecto burgués es una tarea extremadamente difícil. Ver el mundo con los ojos de un hedonista racional quizá sea fácil como actitud teórica, pero es inalcanzable en la práctica. Quien viaja esperando un constante placer indescriptible se traiciona. Todo turista está dispuesto a sufrir. Quien viaja seguro de sus motivaciones y de sus razones se engaña. Nuestros objetivos suelen permanecer ocultos incluso a nosotros mismos. Quien viaja esperando tener como resultado un mero recuerdo acompañado de fotos puede siempre encontrarse, aunque sea por equivocación, con las huellas de un dios.
Dichosamente, la luz que se infiltra por los rosetones de Chartres no es mera configuración de fotones y átomos.