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Papulo

Cristian Ortiz

Papulo

Al final de su vida mi papá estaba fascinado con devorar biografías de mujeres.,Cada tanto mencionaba que uno de sus proyectos a futuro era hacer un libro de retratos literarios de gente querida, como esos que florecieron en la Francia prerrevolucionaria, casi siempre de la pluma perspicaz de mujeres como la marquesa de Sévigné.

Yo no soy tan ambicioso, si tuviera que utilizar un medio deficitario como la palabra escrita para evocar a mi viejo, a lo sumo llegaría a una traducción impresionista y fragmentada de su figura contradictoria e inabarcable. Como los locos que admiraba, mi papá tenía mucha sangre en las venas como para poder contenerlo en descripciones museificantes y mausoleos verbales.

En mi papá podían convivir la figura del conservador y del iconoclasta irreverente, la del niño y el viejo, la de la tragedia y la comedia.

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Fotografía: Verónica Ortiz

Mi papá admiraba a Lope de Aguirre y a Mr. Bean por igual. A mi papá lo salvaron la risa y la historia, en ambas encontró un sentido, aunque precario y siempre tambaleante, frente a un mundo que siempre le resultó algo ajeno y extraño.

Nada en mi papá estaba fuera de la emocionalidad y de la afinidad personal:, obsesionado con España, como si ahondar en la tierra nativa de su madre muerta cuando tenía 18 años se la fuera a devolver, aunque fuera un poco; admirador de las fuerzas militares por su tío militar, al que amó aún más que a su propio padre y con el que compartió la misma causa de muerte.

Una vez volvíamos con mi hermana y mi mamá a la casa y de repente oímos gritos de auxilio, en nuestra ausencia a mi papá se le había caído la biblioteca encima mientras ordenaba los cientos de libros que tenía. De haber vivido solo se hubiera muerto ahogado en un mar de libros. Quién sabe, quizás esa muerte poética y trágicamente cómica le hubiera sentado bien.

Alguna vez alguien de la familia me dijo con el tono serio con el que la gente suelta máximas y consejos condescendientes que el problema de mi papá es que era como don Quijote, cuando en la vida uno tenía que ser como Sancho Panza. "No, el problema es que el mundo está lleno de sanchos", pensé.

Cuando éramos niños y nos reuníamos en la casa de algún familiar a cantar la novena en navidad, mi papá nos miraba a mi hermana y a mí y nos hacía caras para hacernos reír, en silencio y sin que nadie lo viera, acto seguido ponía cara seria y nos recriminaba con un enojo impostado para que respetáramos mientras se carcajeaba a sus adentros por su travesura. De mi papá heredé la incomodidad por la solemnidad extrema, la risa nerviosa ante los momentos ritualizados y las frases hechas. Sé que de haber podido asistir a su propio funeral, mi papá hubiera hecho caras para hacer reír a los presentes, por eso no puedo hacer otra cosa más que recordarlo entre risas, porque no hay nada más serio, trascendental y revolucionario en este mundo que el humor.