La roca abrupta del misterio
Manuel Guzmán Hennessey
La historia ha llegado a un punto en el que el hombre moral, el hombre íntegro, está cediendo cada vez más espacio, casi sin saberlo, al hombre comercial, al hombre limitado a un solo fin, y este proceso asistido por las maravillas del avance científico está alcanzando proporciones gigantescas que causan el desequilibrio moral del hombre y oscurecen su costado más humano bajo la sombra de una organización si alma.
Rabindranath Tagore, Nacionalismo. ¿1920?[1]
¿Cuál es esa intrincada red de relaciones que nos envuelve y qué debemos volver a mirar para entender mejor las amenazas y los riesgos que hemos engendrado en ella, como civilización y como cultura, y que hoy penden sobre nuestras cabezas?
¿Qué es lo que tenemos que hacer para rectificar —y merecer— nuestro sitial “humano demasiado humano” (Nietzsche, 1878) en el actual momento de la historia, y con ello adaptarnos a la crisis del ambiente y del clima?
Se escribe fácil, pero este desafío implicará un empeño colectivo que podrá ocuparnos por décadas, quizás centurias: “Restituir los vínculos perdidos entre los sistemas naturaleza, vida y Tierra. Comprender, comunicar y enseñar que los seres humanos no estamos por encima de la Tierra, ni tampoco por encima de las otras formas de vida, sino que somos un solo sistema interconectado que no se puede sostener sino a partir de sus complejos flujos de energías” (Guzmán-Hennessey, 2015).
La humanidad —y permítanme usar esta palabra— se debate hoy entre la posibilidad de mantener el disfrute de una tecnología fabulosa y el miedo de que todo lo que hemos logrado hasta nuestros días (como civilización y como cultura) acabe por desmoronarse poco a poco o derretirse.
La modernidad no nos hizo mejores, a pesar de lo que prometía la Ilustración; así lo reconoce Nietzsche: “Vinculada a un organismo violento e impetuoso, la filosofía de la Ilustración se hizo a su vez violenta e impetuosa”. Y esto que como colectivo humano hemos devenido en posmodernidad nos sorprende al borde de un abismo, sobre el cual nada sabemos; pero que, sin embargo, persistimos en ignorar y seguimos caminando en grupos alegres y confiados, como “si nada hubiera de gris en el poniente”.
¿Cómo (palabra difícil) podemos (¿debemos?) emprender este colosal empeño colectivo?
Reconociendo la raíz de los problemas y descartando soluciones del tipo end of pipe, o simplemente cosméticas; revisando la concepción global de “progreso” que nos guio durante el siglo XX, con fuerza y voluntad vertiginosas, con dominio dogmático. Para diseñar un nuevo tipo de sociedad, donde prevalezcan las consideraciones de la vida sobre aquellas que le conceden exclusiva importancia a la economía. Volver a mirar el mundo entraña el desafío de volver a pensar en la base epistemológica del desarrollo, liberarnos de su trampa y procurar un modo de crecimiento centrado en las personas y no en los objetos (Max Neef, 1988).
Descartar de una vez por todas la equivocada concepción del desarrollo estructurada sobre la falsa creencia de que el mundo es una entidad infinita. Y rectificar el postulado de que, si las economías no crecen, algo está mal en ellas; debido a que la realidad nos ha enfrentado con el drama posmoderno de que, si crecen demasiado (o sin control), todo puede ser peor. Y luego, como consecuencia de ello, plantearse que decrecer puede ser una alternativa del nuevo desarrollo, mejor sintonizada con el propósito colectivo de salvar la vida que con el empeño suicida de salvar primero la estabilidad de los mercados. Pensar, quizás por primera vez, en toda la historia humana, que el desarrollo es para la felicidad y no para el crecimiento, para el disfrute pleno de la vida y no para la acumulación sin límites de “cosas y más cosas”, como reza el poema Canto Uno[2], de José Luis Hereyra.
He aquí un fragmento:
No quiero ver al hombre de esta tierra
engañado por cruces y espejos.
“¡Para que sea feliz!”, los otros argumentan.
“¡Para ponerles sobre el taparrabos
un tapa-taparrabos!”, traduce el poeta. ¡No sean vanos!
¿Quién no necesitó cosas, cosas y más cosas?
¿Quién supo desde siempre las noches, el viento,
las luces, los pájaros perdidos?
¿Quién ha dado a su mujer un puñado de aire
y la luna temblorosa bañada entre los árboles?
Pero estos son los que han sido perseguidos.
Los que han visto más lejos aún de los venenos del progreso.
La sabiduría es la vida misma.
Es un río que corre manoseando a las raíces.
Es el lucero a quien tantas veces le has pedido tres deseos.
Habrá quien desmienta con una sonrisa mis palabras.
Pero sus ojos no alcanzarán para su miedo nunca.
Ni para mirarme entero.
Si estas palabras te confunden, no me preguntes nada.
¿Dónde has estado? ¿Por qué patios cerrados anduviste?
El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988), citado por Ernesto Sábato en su libro Antes del fin, nos propone un camino inédito para recuperar la esperanza: Sobre los bancos de arena del racionalismo —escribe—, demos un paso atrás y atrevámonos a tocar la roca abrupta del misterio[3].
Nos invita a explorar un camino, quizás simbólico, pero posible, que supera los supuestos racionalistas de la ciencia y la técnica. Y también de la política internacional: considerar la estrategia del “misterio” para salvar la vida.
¿A qué tipo de roca abrupta e inexplorada se refiere?
A todo aquello (es mi juicio) que fue relegado a la categoría de “misterioso” (y acaso desdeñable) por el positivismo lógico: la intuición, el arte, la poesía, su carácter profético y su palabra indemne; pero especialmente a la enseñanza prioritaria de las humanidades como pasaporte de salvamento de una sociedad asediada por los mercados. En últimas, cierta forma de retorno necesario al ideal griego del kalòs kagathós o kalokagathía, la virtuosa unión de “lo bello y el bien”, entendiendo por “bien” también “la verdad, la libertad y la justicia”, según escribe en su blog María Dolores de Asís Garrote, catedrática de la Universidad Complutense de Madrid.
Dar un paso atrás (ya lo escribí en esta revista): ¿Cuál paso? ¿El del racionalismo categórico? ¿El del individualismo? ¿El del positivismo lógico? ¿El de la lógica formal y aristotélica como única forma de análisis? ¿El de la dictadura de los mercados como instrumento regulador de la felicidad colectiva? ¿El del pobre liderazgo de los políticos? ¿El de la diplomacia internacional como método único para atender y “negociar” la crisis global del clima y del ambiente, que no es distinta de la crisis de la economía y de la cultura, de la crisis del hombre y de la vida misma?
Pude ver que, al finalizar la Cumbre mundial del Clima en Lima, Perú (COP 20, 2014) algunos (y entre ellos me cuento) reflejaban en sus ojos una tristeza nítida y repetida. Un compromiso más: saco de palabras almibaradas por la suntuosa diplomacia. Nos han dicho que ahora sí hemos construido los cimientos de la acción climática posterior a 2020. El nuevo instrumento del mundo para salvarnos de la catástrofe.
Pero ¿sirve este mecanismo para frenar la crisis? ¿Reflejará el nuevo Protocolo de París la urgencia demandada por la ciencia?
La palabra de Balthasar representa un estímulo para los educadores que no se resignan a seguir enseñando una ciencia y una tecnología aislada de las humanidades, como lo ha reseñado Ruth O’Brien en el prólogo del libro de Martha Nussbaum: “una educación principalmente concebida como instrumento para el crecimiento económico, lo cual no supone necesariamente una mejora en la calidad de la vida, pues el descuido y el desprecio por las artes y las humanidades genera un peligro para nuestra calidad de vida y para la salud de nuestras democracias”[4].
Volver a mirar el mundo sugiere la posibilidad de diseñar una nueva mirada restitutiva de la complejidad que perdimos. En palabras de F. Nietzsche: “que piensa de otro modo de lo que pudiera esperarse de su origen, de sus relaciones, de su situación y de su empleo o de las opiniones reinantes en su tiempo” (Humano demasiado humano, fragmento 225). “Lo ilógico puede ser tan necesario y útil como lo lógico” (Ibid, 31). Y como consecuencia de lo anterior: “Todos los juicios respecto al valor de la vida se desarrollaron ilógicamente y por tanto son injustos”[5].
Adelantado un siglo a la crisis que hoy vivimos, pudo advertir su dimensión estructural: “Tal vez toda la humanidad no sea más que una fase de la evolución de una especie determinada de animales de duración limitada; de suerte que el hombre haya provenido del mono y vuelva otra vez al mono, aunque no haya nadie que tenga interés en este maravilloso desenlace de comedia [...]. Precisamente porque podemos abarcar con la mirada esta perspectiva, estamos quizás en situación de prevenir semejante desenlace” (Ibid, 247). Pero, sin perder la esperanza: “Vacilamos, pero es necesario que no nos asustemos ni soltemos, por así decir, el nuevo saber. Además, ya no podemos volver a lo antiguo, pues hemos quemado las naves y no nos queda más remedio que hacer de tripas corazón, suceda lo que suceda. Marchamos sencillamente, cambiamos de sitio. Tal vez un día nuestra marcha tome el aire mismo de un progreso”.
¿Qué quiero decir con todo esto?
Que la educación sigue siendo la principal herramienta con que cuenta la humanidad para acelerar los cambios que necesita para avanzar. Hoy es preciso movernos con mucha habilidad entre un estado de caos y un nuevo orden, aún por construir. Ello solo será posible si somos capaces de diseñar y poner en marcha un proyecto educativo global de alcances hasta hoy desconocidos, que parta de la certeza que subraya Antonio Elizalde: “El cambio a realizar no está en el plano de la economía, ni en la tecnología, ni en la política, sino en el plano de nuestras creencias, por lo tanto es un asunto cultural”[6].
Y vuelvo al pensamiento de Martha Nussbaum: atrevernos a cambiar el foco de nuestras prioridades para formar profesionales que deberán enfrentarse y actuar en el periodo más agudo de la crisis. ¿2020 2050?. “Dar el paso esencial entre una educación para la obtención de la renta a una educación para una ciudadanía más integradora”. Si recuperamos el ideal griego de los grammatistas y aplicamos una forma actualizada del kalòs kagathós, devolviendo a las artes y las humanidades el sitial que ocuparon en la educación originaria de nuestro modo de civilización, aún no contaminado por el positivismo, podremos lograr lo que ya había señalado Nussbaum en su libro Citizens of the World: A Classical Defense of reform in liberal education[7]: una mayor capacidad para desarrollar un pensamiento crítico, una mejor aptitud para entender los problemas internacionales como ciudadanos del mundo y con ello trascender las lealtades nacionales; y una capacidad de la imaginación, ensanchada por el arte, que nos permita asumir con compasión las dificultades de nuestro prójimo.
Dije antes “atrevernos”. Pues bien, he ahí buena parte del desafío. Señala Nussbaum, trayendo a colación el pensamiento de Tagore, que quienes alientan la educación sin artes y sin humanidades no solo se limitan a proclamar las “virtudes excluyentes” de la educación para el crecimiento económico, sino que lo hacen debido a que le temen a la enseñanza de las artes y las humanidades, pues su cultivo masivo resultaría peligroso para esa “moral obtusa y organización sin alma”, señalada por Tagore en el epígrafe que da inicio a este artículo. Resulta más fácil —escribe Nussbaum — manipular a las personas como objetos si nunca aprendimos a verlos de otra manera.
Aún estamos a tiempo para frenar, pero no nos queda mucho tiempo.
Solo este esfuerzo educativo, basado en una nueva manera de mirar el mundo, será capaz de salvarnos. Atrevernos a “tocar la roca abrupta del misterio” es, a mi juicio, la única posibilidad de largo plazo que hoy tiene la especie humana para organizar su salvamento colectivo.
[1] Edición citada: Tagore, R. (2012). Nacionalismo. Bogotá: Taurus, traducción de Federico Corriente Basús y Sandra Chaparro Martínez, edición original en hindi, año más probable: 1920.
[2] Consultado aquí el 15/03/15, sitio:
[3] Consultado aquí el 15/03/15
[4] O’Brien, R., en Nussbaum, M. (2006). Sin fines de Lucro. Katz, , 13.
[5] Consultado aquí el 15/03/15
[6] Elizalde, A. Conferencia Universidad del Rosario, 2009.
[7] Nussbaum, M., (1997). Citizens of the World: A Classical Defense of reform in liberal education. Cambridge: Harvard University Press.