La Edad Media: un puente iluminado
Tomás Molina
La Edad Media tiene una fama inmerecida. Todo el tiempo se escuchan expresiones como “ya no estamos en la Edad Media”, o “aquello es una vuelta a la Edad Media”, como si dicha época hubiese sido la peor en la historia. Por supuesto, la Edad Media no fue ningún paraíso, pero sus defectos, reales o imaginados, se han exagerado hasta tal punto que de ella hoy solo queda una caricatura que no coincide con la realidad. Realmente, la Edad Media fue una época tan brillante y vital como cualquier otra, que, además, cumplió con un papel fundamental para nosotros: sirvió de mediadora entre la Antigüedad y la Modernidad. Aquí quiero explicarle al lector por qué la Edad Media, lejos de ser un abismo de ignorancia, fue un puente de luz entre los antiguos y nosotros.
¿Un abismo de ignorancia? El origen de la mala reputación
Periodistas, políticos y académicos usualmente utilizan el adjetivo ‘medieval’ cuando quieren desprestigiar a alguien. Por ejemplo, es común encontrar en las columnas de opinión que “el otro candidato tiene políticas medievales” o “nos quiere devolver al medioevo”. Desafortunadamente, los que así escriben han sido víctimas de un largo proyecto de desinformación y difamación. La Edad Media es muy diferente de lo que la mayoría imagina.
En el siglo XVI se empezó a usar el término ‘Renacimiento’. La idea detrás de la palabra era que la Edad Media había sido un periodo en el que las letras, las ciencias y las artes habían perecido, pero por fin estaban resurgiendo tras diez siglos en tinieblas. La época intermedia había olvidado, supuestamente, a Cicerón, a Aristóteles, a Praxíteles y a Vitruvio. Los siglos medievales, por tanto, eran toscos, feos, estúpidos. Ser moderno era oponerse a ellos. Nada de valor había en el último milenio, con raras excepciones como Petrarca. Por tanto, la Edad Media era apenas un triste interludio entre la luz de la Antigüedad y la renovada luz de la Modernidad.
Las catedrales góticas, por ejemplo, supuestamente tan opuestas a la estética clásica, debían ser abandonadas. El futuro estaba en imitar el Partenón y el Panteón. Los antiguos habían descubierto la Belleza, así con mayúscula, y si nosotros queríamos alcanzarla debíamos copiarlos. En las villas de Palladio no solo revivía Roma, sino que revivía la Belleza y moría la ignorancia. Por el contrario, en los edificios góticos construidos por pueblos bárbaros como los germanos y los francos, nos hundíamos en el más feo salvajismo.
Luego, en el siglo XVIII se trató a la Edad Media como una absurda época de fe, superstición y oscurantismo, que se oponía, por supuesto, al racionalismo antiguo y moderno. Mientras los medievales perdían el tiempo rezando y preguntándose cuántos ángeles cabían en un alfiler, los antiguos y los modernos descubrían la realidad por medio de la razón. Sócrates y Voltaire, según esa lectura, tenían más en común que Aristóteles y Tomás de Aquino.
Pero todo eso es disparatado. Los hombres medievales no olvidaron la Antigüedad. Y, por otra parte, su ardor religioso los animaba a descubrir los secretos del mundo. En otras palabras, los medievales estaban animados a conocer la Creación científicamente, porque, ¿para qué había dotado Dios al hombre de razón entonces? Contrario a lo que muchos creen, la Iglesia estimuló las explicaciones racionales del mundo, porque las mágicas le parecían producto del paganismo y la superstición popular. Y finalmente no hay que olvidar que los hombres de la Antigüedad fueron tan o más religiosos que los medievales. Pero veamos cada argumento con calma.
¿El olvido de la Antigüedad?
Si bien es cierto que después de la caída del Imperio Romano muchos textos importantes se perdieron, eso no quiere decir que los medievales se olvidasen de la Antigüedad. Al contrario: tanto en Bizancio como en París, tanto en Boloña como en Toledo, los medievales trabajaron arduamente para conservar y construir sobre el conocimiento clásico. Traducir, comentar y pensar sobre los textos antiguos fue la ocupación de miles universitarios medievales.
Es más, a la Edad Media, exceptuando algunos raros fragmentos, le debemos las copias más antiguas que tenemos de los textos clásicos. Sin las copias bizantinas es posible que hubiésemos perdido a Platón. Sin las traducciones árabes es posible que Aristóteles no fuese más que un recuerdo. Pero además fueron los eruditos bizantinos y carolingios, tan difamados como sus homólogos parisinos e ingleses, los que se inventaron las normas ortográficas que nos permiten a todos leer cómodamente: la separación de las palabras, las comas, las minúsculas y los acentos. Aunque demos por hecho esos inventos y creamos que han existido siempre, son una herencia medieval. Como también lo es, dicho sea de paso, la universidad (yerran los libros de texto de colegio cuando dicen que la primera universidad fue la Academia de Platón).
Acontece, pues, que en la Edad Media se conservaron y estudiaron con celo los textos antiguos. De tal modo, dicha época sirvió de mediadora entre nosotros y los antiguos. Es decir, los medievales nos transmitieron el conocimiento antiguo. Pero dirá alguien: sí, eso es cierto; no obstante, sigue siendo una época oscura porque no innovó en nada. Y yo le respondo: esa es una ilusión óptica que los mismos medievales se encargaron de crear. En efecto, como consideraban que ser demasiado atrevidos en lo intelectual era un pecado de orgullo, se encargaban de mostrar lo nuevo siempre a la luz de lo antiguo. Como dice Umberto Eco, “la cultura medieval tiene el sentido de la innovación, pero se las ingenia para esconderlo bajo el disfraz de la repetición (al contrario de la cultura moderna, que finge innovar incluso cuando repite)”.
¿Qué son acaso el gótico, la universidad, el molino, la brújula, las gafas para leer, el contrapunto, el reloj mecánico y la imprenta sino inventos medievales?
¿Oscurantismo religioso?
Decía Nicolás Gómez Dávila: “Ojalá resucitaran los “filósofos” del XVIII, con su ingenio, su sarcasmo, su osadía, para que minaran, desmantelaran, demolieran, los “prejuicios” de este siglo. Los prejuicios que nos legaron ellos”. Y uno de los prejuicios más insidiosos y lamentables que nos dejaron los hombres del XVIII fue que la religión necesariamente impide el progreso científico y filosófico.
Pero basta revisar la historia de la ciencia para ver que la religión estuvo íntimamente ligada a la búsqueda de la verdad. Como bien dice James Hannam[1], los medievales “creían que Dios había creado el universo y las leyes de la Naturaleza. Estudiar el mundo natural era admirar la obra de Dios. Y dicha admiración podía inspirar la ciencia en una época en la que había pocas razones para molestarse con ella”.
Es decir, lejos de desestimular la búsqueda de la verdad, la religión la animó y la sostuvo. Eso sí, en la Edad Media debíamos estudiar el mundo con humildad cristiana y con el debido respeto a la autoridad. Y, no obstante, dicha época presenció toda clase de investigaciones e inventos con los que probablemente nunca la asociaríamos. Por ejemplo, Elimer de Malmesbury inventó una máquina para volar (aunque no funcionó bien). Y la verdadera destilación del alcohol es un invento de los italianos del siglo XII.
Pero la religión también le hizo bien a la ciencia de un modo más terrenal. Como dice Hannam, “hasta la Revolución francesa la Iglesia Católica fue la patrocinadora principal de la investigación científica. Empezando en la Edad Media, pagó a los sacerdotes, monjes y frailes para que estudiaran en las universidades. La Iglesia incluso insistió en que la ciencia y las matemáticas debían ser una parte obligatoria del syllabus. (…) Para el siglo XVII los jesuitas se habían convertido en la organización científica líder de Europa, publicando miles de artículos y llevando nuevos descubrimientos por el mundo”. Nada mal para una religión supuestamente contraria a la ciencia.
Finalmente es preciso añadir, como dice Hannam, que: “la Iglesia medieval nunca sostuvo que la Tierra era plana, y en la Edad Media nadie lo creyó. Los papas nunca trataron de censurar el cero, la disección humana o los pararrayos, ni mucho menos intentaron excomulgar al cometa Halley”. En suma, esos son mitos oscurantistas sobre una época iluminada.
La Edad Media: un puente de luz
Por supuesto, lo anterior no quiere decir que la Edad Media fuese una época paradisiaca sin hambruna, fanatismo, peste y desolación. ¿Pero acaso nuestra Modernidad no tiene también excesos y fanatismos? Las matanzas de las guerras medievales palidecen ante el Holocausto y las guerras mundiales. La Inquisición parece un juego de niños al lado de la KGB. En efecto, ¿cómo podemos criticar con suficiencia a la Edad Media después de Auschwitz?
Por otra parte, ¿acaso la Antigüedad no tuvo también su lado oscuro? Las pestes y hambrunas también la azotaron. Hasta Pericles murió debido a una plaga. Además, comparado con el cruel sistema esclavista de los antiguos, hasta el feudalismo parece progresista. Y los poderes despóticos de un rey medieval cualquiera se ven ridículos ante el inmenso despotismo de un emperador romano.
Lo que quiero decir es que todas las épocas tienen su lado oscuro, porque todas son el producto de seres humanos falibles e imperfectos. Realmente, como decía Gómez Dávila, “la historia es una sucesión de noches y de días. De días breves y de noches largas”. Lo que aquí quise mostrar es que, contrario al común prejuicio, la Edad Media también gozó de bellos días bajo el claror de soles matutinos.
En suma, la Edad Media sirvió como un puente iluminado entre la Antigüedad y la Modernidad, pues nos legó el conocimiento antiguo, lo aumentó y renovó, e impulsó el espíritu científico de entender el mundo. En efecto, es en la Edad Media donde se encuentran los orígenes de nuestra época. A partir de raíces medievales el mundo moderno pudo desarrollar la burguesía, la banca, el capitalismo, el parlamentarismo e incluso, por raro que parezca, el laicismo[2].
Como decía el historiador francés Jacques le Goff[3]: “Estamos en la Edad Media porque de ella heredamos la ciudad, las universidades, nuestros sistemas de pensamiento, el amor por el conocimiento y la cortesía. Aunque, pensándolo bien, esto último bien podría estar en vías de extinción”.
Ojalá no terminemos de olvidar la cortesía. Continuémosla para ser dignos herederos de una época brillante. Es lo mínimo. Quizá si lo logramos podremos darle a nuestros tristes edificios modernos la luz y belleza de las catedrales góticas.
[1] Hannam es Ph.D en historia y filosofía de la ciencia de la Universidad de Cambridge. Si el lector está interesado, puede leer su artículo (en inglés) aquí
[2] Como explica el historiador francés Remi Brague: “Por paradójico que sea (…) es la acción de los papas, empezando en el siglo XI, la que tendió a “laicizar” el poder político al quitarle su iniciativa en asuntos espirituales”. Para más información léase aquí