La divinización humana y el origen de la Modernidad
Tomás Molina
Las aguas marinas bañaban las altas murallas que, como gigantes adormecidos, observaban los viajeros que llegaban. Las iglesias innumerables, repletas de reliquias y riquezas fabulosas, deslumbraban a los visitantes, así llegasen de Bagdad, Córdoba, París o Samarcanda. Las cúpulas de los monasterios embellecían el paisaje como las flores la llanura. Pero las columnas de mármol y los viejos palacios ya no gozaban de las sedas azules de antaño.
Las estatuas de los césares se habían vuelto irreconocibles por las marcas del agua y el tiempo. Burros operaban molinos en las oficinas imperiales; en los apartamentos cerdos y pollos corrían libremente. Las calles, otrora fabulosas, estaban llenas de barro y animales. En los siglos XIV y XV Constantinopla ya no es lo que era antes. El cuerno de oro pronto se llenaría de sangre coagulada.
Empero, el sentimiento de declive precedió mucho a los últimos días de Bizancio. Por lo menos desde 1204 los bizantinos sentían que la noche se acercaba. En ese año los cruzados saquearon la ciudad de forma salvaje mientras los eruditos observaban, impotentes, el bárbaro espectáculo. El pesimismo se manifestó, por ejemplo, en el lamento de Miguel Coniates por el estado tan triste del antiguo corazón del mundo helenístico: Atenas. La elegía se habría podido parafrasear solo dos siglos después, poco antes de la caída de Constantinopla[1]:
“Perdonadme, pues no encontré
la famosa ciudad de los atenienses.
Hice en cambio una estela de letras”.
La ciudad del Platón se encontraba en peor estado que la misma Bizancio en la víspera de su caída. Pero justo en ese momento los bizantinos habían decidido hacer más énfasis en su herencia helenística, como forma de combatir o de huir de la cruda realidad. Los hombres se refugian en el pasado cuando el presente se pone en contra de sus valores y anhelos. La nostalgia por Bizancio no es, por tanto, nada moderna. Del mismo modo que los romanos, al enfrentarse a una crisis, sentían nostalgia por los viejos y virtuosos tiempos de la era republicana, los bizantinos recurrieron a su pasado helenístico y le dieron aún otra resurrección.
Pero Atenas no era la única ciudad donde no se encontraba el brillo de los antiguos. Como cuenta el emperador Manuel II en el invierno de 1391: “Muchas de estas ciudades están en ruinas; es un espectáculo muy triste para la gente que desciende de sus antiguos posesores. Pero ni siquiera sus nombres sobreviven. ¿Cómo puede alguien hablar de sitios que ya no tienen nombre?”. El brillo de Atenas y de la civilización griega clásica, por tanto, era preciso encontrarlo en las estelas de letras que los antiguos nos legaron: la filosofía y las tragedias.
Y no es que el Imperio las hubiera olvidado. Siempre fue el conservador más celoso de su herencia grecolatina. Como dice Oskar Kristeller: “En el oriente griego había una tradición más o menos continua del saber clásico griego a través de toda la Edad Media. Mientras que la lengua hablada se separaba tanto del griego antiguo como las lenguas romances del latín, el griego clásico continuó siendo enseñado, leído y escrito”.
Pero las épocas nunca hacen el mismo énfasis en todos los aspectos de su herencia. Y en los últimos años de Bizancio el helenismo antiguo fue particularmente importante. Quizá el ejemplo más extremo arroje luz sobre esto. El filósofo Jorge Gémisto, más conocido como Pletón, derivó su sobrenombre de Platón. Pero además, queriendo revivir el culto politeísta de la antigua Atenas, empezó a rezarle a las estatuas de divinidades paganas.
Pletón también quiso reformar el Estado bizantino inspirándose en la Antigüedad. Como creía que los bizantinos descendían directamente de los antiguos griegos, quiso recrear la civilización helenística en el Peloponeso. Su plan consistía en una nueva forma de Estado: con influencias platónicas y espartanas, Bizancio renacería como una polis antigua con rasgos modernos. Y aunque el emperador Manuel y su hijo escucharon educadamente las propuestas de Pletón, ningún intento se hizo para ponerlas en práctica. No solo había impedimentos políticos, sino también religiosos: el neopaganismo de Pletón era inaceptable para casi todos los bizantinos. El amor por la Antigüedad no llegaba casi nunca a los extremos del ya mencionado filósofo. La Iglesia Ortodoxa seguiría siendo la iglesia de los griegos.
Pero ese énfasis maravilloso que Pletón y sus discípulos hicieron en la Antigüedad clásica no fue en vano. En Florencia, por invitación del emperador Juan VIII, Pletón terminó reintroduciendo buena parte de la obra de su maestro Platón. El gran Cósimo de Médici asistió a sus clases y quedó tan inspirado que fundó una nueva Academia Platónica en Florencia, donde los estudiantes italianos de Pletón continuaron con su legado. Por tanto, Pletón es una de las más importantes figuras que dan lugar al Renacimiento italiano.
Pero no solo Pletón: sus discípulos Besarión y Demetrio Calcóndilas, por ejemplo, tuvieron una influencia enorme en Ficino, Pico de la Mirandola y en la Italia renacentista en general. De hecho, fueron ellos los que presentaron al mismo Ficino la idea de la palingenesia, o resurrección de la Antigüedad. En efecto, además de los filósofos antiguos, los eruditos bizantinos introdujeron sus propias ideas. En particular, las ideas de Pletón, por medio de una alquímica deformación[2] italiana, se convertirían en la idea básica de la Modernidad: la divinización del hombre.
Sin duda, no es que el Renacimiento inaugurara un ingenuo antropocentrismo. Finalmente, el cristianismo mismo ya es antropocéntrico. Al sostener que el hombre es la criatura más importante de la Creación, el cristianismo es el verdadero inaugurador de la era antropocéntrica que nace con Cristo y muere con el Renacimiento. ¿Acaso Dios iba a morir por una criatura cualquiera? No, evidentemente el hombre no solo es una creación divina: para el cristianismo el hombre es el centro de las preocupaciones divinas.
Lo que inaugura el Renacimiento es más que el antropocentrismo: es una teología del hombre-dios. El Renacimiento inaugura la deificación del hombre. El ser humano deja de ser simplemente la criatura más importante para ser una criatura que puede llegar a ser divina. En la Oración sobre la dignidad del hombre, Pico de la Mirandola sostiene, por ejemplo, que el hombre no pertenece a la cadena del ser; el hombre no está limitado, como todos los demás seres, por una naturaleza:
“Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses”.
Y en consecuencia:
“Estará en tu poder degenerar en formas inferiores de vida; pero tendrás el poder, de acuerdo con el juicio de tu alma, de renacer en los órdenes más altos, que son divinos”.
Y ahí está el germen de la Modernidad: la idea de que el hombre es un ser sin naturaleza que por medio de su intelecto puede llegar a ser cualquier cosa que se proponga: incluso un igual a dios. De hecho, un ser con la capacidad de alterar su esencia según su voluntad es por definición un ser con poderes proteicos, i.e., con características divinas.
La divinización del hombre había nacido.
Como decía Heidegger, el objetivo del hombre moderno es el del “dominio total sobre lo que-es”. El hombre busca que la creación entera obedezca sus órdenes. Solo así los seres humanos podemos ser “la medida de todo lo que es”. Pero como dice Gómez Dávila, “sería irrisorio que el animal menesteroso, a quien todo oprime y amenaza, confiara en su sola inteligencia para sojuzgar la majestad del universo, si no se atribuyese una dignidad mayor y un origen más alto”. En efecto, no es que en la Modernidad Dios haya muerto, como pensaban Heidegger y Nietzsche, sino que el hombre se convirtió en dios: en el amo y señor del mundo. Esa es su dignidad. El proyecto de dominio sobre todos los entes solo puede ser el proyecto de un dios.
Incluso Maquiavelo, ese otro símbolo del Renacimiento, parte de supuestos similares. Aunque Maquiavelo tenga varios puntos en común con las tradiciones clásicas y medievales, rechaza, con los humanistas de su tiempo, buena parte de sus presupuestos epistemológicos y ontológicos. En efecto, “el humanismo rechazó la suposición principal de la filosofía occidental: que detrás de la realidad fenomenal hay una sustancia inmutable e inteligible. Específicamente rechazó la noción de que la inteligibilidad de la realidad política y social era inherente en un orden trascendente –divino y metafísico- del ser”. Por tanto, el hombre es libre de cambiar su realidad política, biológica, social e intelectual. Sin un orden trascendente al que imitar, el hombre puede perseguir los objetivos que simplemente desee. El dominio del mundo, e incluso de la Fortuna, está al alcance de sus manos.
La consecuencia de lo anterior es la reformulación de la ley natural. Como dice Strauss, la ley natural moderna no es en ningún caso equiparable a la antigua: “la ley tradicional es, primera y fundamentalmente, “regla y medida” objetiva, un orden vinculante anterior a la voluntad humana e independiente de ella; mientras que la ley natural moderna es, o tiende a ser, principalmente una serie de “derechos” o demandas subjetivas que se originan en la voluntad humana”. En efecto, si el hombre no está en la cadena del ser, es independiente de cualquier voluntad anterior a él. Por tanto, la ley natural sólo puede ser posterior a su voluntad. He ahí la consecuencia jurídica del presupuesto fundamental de la Modernidad: la divinidad del hombre.
En conclusión, el Renacimiento no fue, realmente, una resurrección de la Antigüedad, porque la filosofía clásica se basaba precisamente en la premisa contraria del humanismo: que existe un orden trascendente anterior al hombre. El Renacimiento fue más bien la creación de una nueva época, aunque sin duda con influencias antiguas. Pero dichas influencias también estaban transformadas. Un hombre antiguo se consideraba sometido a mil voluntades divinas; el hombre medieval, a una voluntad divina. El hombre moderno, que nace en el Renacimiento, sólo se considera esclavo de su propia voluntad.
Heidegger decía que solo un dios podrá salvarnos. Pero ese dios no somos nosotros. Jamás olvidemos que “el único dios completamente falso es el hombre”.
[1] Es decir:
“Perdonadme, pues no encontré
la famosa ciudad de los bizantinos.
Hice en cambio una estela de letras”.
[2] Como dice AUR: “El humanismo pletoniano se basa en la tesis de que en la naturaleza humana coexisten dos elementos: uno espiritual, semejante en todo a la naturaleza divina, y el otro, material y corruptible. El alma (que es preexistente al cuerpo) da al hombre el poder de ser similar a Dios.”