La armonía que perdimos
Manuel Guzmán Hennessey
Empezaré recordando a Ernesto Sábato. Bien sé que frecuentemente lo cito, pero no es menos cierto que cada vez me resultan de mayor pertinencia sus admoniciones.
Especialmente aquella que formuló en sus memorias: “Solo el arte nos devolverá lo que de humanos hemos perdido en nuestra feroz competencia e inhumana codicia”. ¿Y qué es, en el fondo, aquello que, de humanos, hemos perdido? La capacidad de relacionarmos de manera armoniosa con la vida. Somos la única especie consciente de su finitud, la única que puede producir arte y ciencia, la única que sabe que recorre un destino compartido con muchas formas de vida, pero que nutre su experiencia vital, solo con las experiencias que, desde hace millones de años, viene acumulando una sola de las especies vivas: la suya.
Hay un lugar perfecto más allá de este mar
donde existe la vida de manera armoniosa,
donde hay pájaros
y los hombres caminan desnudos y confiados,
y a veces toman frutos de algún árbol.
Hay un lugar perfecto más allá de este mar
donde es posible la paz de los espíritus,
la dulce serenidad de una mirada
que mira fijo la bondad del mundo,
la antigua majestad del universo
no posible de mí tanta hermosura
Creo probable que la mente lúcida (e irrepetible de Ernesto Sábato, haya avizorado que esto que se ha llamado ‘la evolución de la cultura’ debería llamarse, en adelante, ‘la involución de la cultura’.
La nuestra es la única especie que ha modificado la estructura geológica del planeta Tierra. Hemos devenido del holoceno al antropoceno y aún nos regocijamos con nuestra infinita capacidad para hacer ciencia, para seguir haciendo arte, pero todo esto lo seguiremos haciendo, entre 2020 y 2050, sin perder de vista una creciente conciencia colectiva: la de que todas las formas de vida han sido amenazadas de muerte por la especie humana. Quiero invitarlos a pensar, por un momento, en ese sencillo acto de tomar un fruto de algún árbol y de preguntarse si acaso esto no representa una armonía entre los seres humanos y la vida, que hoy estamos a punto de perder. Margarita Yourcenar escribió esto en sus ‘Memorias de Adriano’: “Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas”.
Quiero invitarlos a que se pregunten por qué rompimos la armonía entre nosotros y la naturaleza. Y, para seguirle haciendo caso a Sábato, quiero decirles que si buscamos ese momento en la historia del arte y en la filosofía, nos resultará más fácil encontrarlo que si lo buscamos en la historia de la ciencia. En las pinturas románticas del siglo XIX (recordaba hace unos días Jorge Wagensberg) podemos ver especies que ya no existen. El león del Atlas es uno de esas especies, pintado por Delacroix en el siglo XIX. El último ejemplar fue visto en 1925.
Otro pintor del siglo XIX, Francisco de Goya y Lucientes, quizá explica mejor la razón por la cual rompimos la armonía entre nuestra especia y la naturaleza. Su aguafuerte de la serie de los caprichos, conocido como “El sueño de la razón produce monstruos, tenía, inicialmente un título más largo y más explicativo del sentido que el aritista le quiso dar a su obra: «La fantasía abandonada de la razón produce monstruos imposibles: unida con ella es madre de las artes y origen de las maravillas». He aquí la ruptura. La escición mente espíritu, ciencia y arte, razón e intuición. Sobre esa visión excluyente de Occidente, que rompió los hilos entre la naturaleza y la cultura, naturaleza y sociedad, alma y cuerpo, cielo y tierra, escribió Patricia Noguera de Echeverri su libro ‘El reencantamiento del mundo’.
Señala la coincidencia entre Aristóteles y el cristianismo: agustinianos y tomistas, y como germinó luego la ‘involución de la cultura’ desde el llamado pensamiento moderno hasta esto que ahora hemos llamado la posmodernidad; desde el pensamiento cartesiano y galileano hasta la fenomenología y la hermenéutica que luego expresaron las distintas posiciones de la visión escindida que nos domina.
¿Adónde quiero llegar? A que el Tribunal Superior de Medellín reconoció al río Cauca como un sujeto de derechos y ordenó la creación de una comisión de “guardianes” encargado de protegerlo. Por las vías del derecho se busca que nos devuelvan lo que de humanos hemos perdido en nuestra feroz competencia e inhumana codicia. El fallo también reconoce a las generaciones futuras como sujetos de derechos de especial protección. Y les conceden “los amparos de sus derechos fundamentales a la dignidad, al agua, a la seguridad alimentaria y al medio ambiente sano”.
La idea no es original del tribunal de Medellín. La tendencia nació en el Ecuador cuando modificó su Constitución (artículo 71) e incluyó el concepto de ‘derechos de la naturaleza’. Su antecedente más elaborado es, quizá, la ética de la Tierra (Aldo Leopold) según la cual “una cosa es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es icorrecta cuando hace lo contrario”.
La ética de la Tierra da origen a la democracia de la Tierra, una forma novedosa de gobernanza global que, tal vez, apunte a rersolver la armonía que perdimos. Los derechos humanos individuales y colectivos deben estar en armonía con los derechos de las otras comunidades naturales de la Tierra. Los seres vivos tienen derecho a seguir sus propios procesos vitales. La diversidad de la vida expresada en la naturaleza es un valor en sí mismo. Los ecosistemas tienen valores propios que son independientes de la utilidad que le prestan a los seres humanos.
Por último, quiero traer una explicación de Belkis Cartay a la armonía que perdimos. La cita Antonio Elizalde en su artículo ‘Derechos de la Naturaleza’: “Nuestra época ha perdido el sentido del vñínculo y del límite en sus relaciones con la naturaleza. Vínculo como líneas, alianzas, ligazones, anclajes y enraizamientos. Límite como lindero, umbral que no se cruza, valor límite, signo de una diferencia. La modernidad transformó la naturaleza en medio ambiente, una supernaturaleza haciendo al hombre el centro de la misma. Y en este dualismo, este modelo de ética, defícilmente encajan los planteamientos y soluciones que la actual crisis ecológica requieren”.