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Palabras de Juan Luis Mejía Arango, rector de la Universidad EAFIT, en el acto de lanzamiento de la colección Humboldtiana Neogranadina. Museo Nacional de Colombia. Bogotá, 30 de agosto de 2018.

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Señoras y señores:
 
El azar, que otros llaman el sino, el hado o la ventura no permitió que un joven alemán, ansioso de mundo, pudiese cumplir con sus deseos de convertirse en explorador del enigmático Egipto.

En efecto, los convulsionados tiempos de la era napoleónica alteraron los cimientos sobre los cuales se había construido la Europa monárquica, y condujeron al joven Alexander von Humboldt y a su amigo Aimé Bonpland a las antípodas de su viaje africano.
 
Fue pues por azar que estos dos aprendices de sabio, portadores de un pasaporte firmado por su propia majestad Carlos IV, un día, en las agonías del siglo XVIII, se embarcaron desde el puerto de La Coruña con destino a América. Cuando vislumbraron la Cruz del Sur en el horizonte entendieron que sus vidas serían distintas para siempre. Al desembarcar en Cumaná, y realizar las primeras salidas de campo, los jóvenes no salían de su asombro. El exuberante trópico virgen se presentaba majestuoso ante los ojos atónitos de los dos naturalistas que no alcanzaban a describir lo que estaban presenciando. No era el Nuevo Mundo, era un mundo nuevo para la ciencia. Durante los tres siglos anteriores los ojos europeos no habían tenido vision sino para los esquivos minerales yacentes en el subsuelo o depositados en las arenas de los ríos en el reposo veraniego.
 
Pero ahora venían otros ojos, no ávidos de riqueza, sino de conocimiento. Era el tránsito de la codicia a la curiosidad científica. Y, cual José Arcadio Buendía cuando se adentró en la intacta e innombrada selva de la Ciénaga Grande, estos dos jóvenes remontaron el Orinoco y sus afluentes para nombrar en lenguas occidentales lo que hasta entonces solo se decía en las primigenias e ignoradas lenguas amerindias. Encontraron incluso un loro que era el último parlante de una lengua ya desaparecida. Y lograron demostrar que el brazo Casiquiare era el eslabón que unía el sistema hídrico del Orinoco con el del Amazonas, como lo había intuido La Condamine más de medio siglo antes. Y concluyeron que el lago de Manoa o Parimá no era más que el último estertor del mito de El Dorado y, a partir de entonces, hubo de corregirse la cartografía americana y refutar también y para siempre las alucinadas crónicas de Sir Walter Raleigh. El mito cedía el paso a la razón.  
 
Y fue otro azar el que trajo al joven barón y a su amigo buena planta hasta las costas del virreinato de la Nueva Granada. A pesar de que oficialmente todavía hacían parte de la expedición que al mando de Nicolás Boudin pretendía hacer la circunnavegación del globo, los vientos contrarios del Caribe les impidieron llegar a tiempo a Panamá para unirse a la expedición que, desde algún puerto del Pacífico americano, partiría hacia los mares del sur. Esos vientos contrarios, que cambiaron sus planes, les llevaron a Cartagena y luego a remontar el Magdalena, visitar a José Celestino Mutis y a contemplar la imponencia de la cordillera. Esa feliz contrariedad permitiría marcar la diferencia de los Alpes a los Andes, contrastar las infinitas praderas del Orinoco con el majestuoso espectáculo de las cumbres nevadas y, ante todo, a la evidencia de que en el trópico andino los cambios de la naturaleza no obedecen a las estaciones, sino a los pisos térmicos. Una nueva concepción de la geografía balbuceaba sus primeras hipótesis.
 

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Era también el fin de una época imperial y el inicio de un nuevo orden. Mientras el pintor Joaquín Gutiérrez representaba a la autoridad virreinal de peluca y casaca, los artistas de la expedición botánica se esforzaban en plasmar fidedignamente la flora neogranadina. Y, a partir de Humboldt, los grabadores ilustraran los textos científicos con imágenes del nevado del Tolima o del puente de Icononzo en los que el minúsculo ser humano es tan solo una anécdota ante la majestuosidad del paisaje andino. De aquel arrogante primer plano virreinal pasamos a la naturaleza como protagonista.
 
Gracias a esos vientos contrarios del Caribe de 1801 nos  reunimos esta tarde para rendir homenaje a Alexander von Humboldt, a su amigo Aimé Bonpland, y ante todo al fructífero legado que dejaron en esos nueve meses en los que transcurrió su estancia neogranadina.
 
Agradezco a mis colegas rectores de las otras cinco universidades el haberme delegado para, en nombre de todos, llevar la palabra en este acto pleno de significados. Al unirnos como un solo cuerpo para editar la monumental Humboldtiana neogranadina queremos también recordar a ese otro Humboldt, a Guillermo, padre de la universidad moderna de la cual somos todos tributarios. Con este proyecto conjunto damos testimonio de la voluntad de emprender trabajos colectivos de alto calado e impacto social. Estamos en el tránsito de una red de universidades a una idea de universidad en red. Con la presentación que hoy hacemos al público, la universidad colombiana se une de manera temprana a los actos conmemorativos de los 250 años del natalicio del sabio de Tegel.
 
Detrás de toda obra institucional hay personas de carne y hueso que las hacen posible. En este caso el mérito lo tiene ante todo Alberto Gómez Gutiérrez, quien fue el inspirador y promotor mayor de este logro. Alberto tiene la doble cualidad de aplicar la rigurosidad metodológica del investigador de las ciencias naturales con la intuición y el olfato del buen historiador. He aquí el ejemplo. Además, su entusiasmo logró contagiar a todos los que de una u otra manera contribuyeron a este gran logro colectivo.
 
El poeta mexicano Gabriel Zaid sostiene que un autor no escribe libros, escribe manuscritos que un editor convierte en libros. Por eso estas palabras son un reconocimiento para Nicolás Morales y todo el grupo de la editorial Javeriana que supieron convertir en libro el conjunto de manuscritos dispersos y dispares en esta bella y coherente colección.
 
Al final de sus días Humboldt recopiló todas aquellas experiencias americanas y pudo corroborar la intuición que lo acompañó desde sus primeros días en el Orinoco: todo estaba interrelacionado, todo obedecía a un orden cuyas leyes la ciencia debería desentrañar a cuentagotas. No era el caos, era el cosmos. El azar solo rige el destino de los hombres.
 
Muchas gracias.