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¿Necesitamos de la mentira en política?

Tomás Molina

socrates

En nuestra época tendemos a creer automáticamente que la verdad es uno de los valores supremos en la política.

Creo que no estamos equivocados: los políticos no deberían mentirles a los ciudadanos. Las mentiras erosionan la confianza y por lo tanto la unidad de la comunidad política. Sin embargo, en la República de Platón se nos propone una idea muy traumática y dura que va en contravía de lo anterior: incluso en la ciudad ideal, en la ciudad justa y buena, es necesaria la mentira por parte de los gobernantes. No de cualquier tipo. Platón distingue dos tipos de mentiras: la del alma y la de palabra. La primera es aquella que nos engaña sobre las cosas más trascendentales. Nadie quiere ni debe estar engañado, por ejemplo, sobre el Bien. La segunda, en cambio, es útil en tanto nos ayuda a convencer a la gente de hacer el Bien cuando la argumentación convencional no es suficiente. Si un amigo quiere matar a alguien y no escucha razones verdaderas, seguramente es legítimo decirle mentiras que lo disuadan.

El punto de Platón es precisamente que para fundar la ciudad es preciso decir una mentira del segundo tipo. Aquí me propongo mostrar brevemente que no solo la ciudad justa sino toda comunidad política necesita de esa mentira. Sócrates introduce el problema de la mentira noble hacia el final del libro III de la República, para persuadir a los habitantes de la ciudad que está fundando de preocuparse por ella y de aceptar las divisiones sociales que allí se establecen.

El mito está dividido en dos y por eso es preciso que lo veamos en dos partes. La primera va así. Sócrates nos dice que a los ciudadanos hay que persuadirlos de que la educación que recibieron—y que se venía discutiendo en el libro—era algo que experimentaron en sueños. En realidad, se encontraban bajo tierra moldeándose y una vez fueron acabados por la tierra, su madre, fueron expulsados a la superficie. Por eso deben preocuparse por el territorio en el que habitan, de manera que defiendan a su madre, y por eso mismo deben considerar a los demás ciudadanos como sus hermanos.

Pero hay que prestar mucha atención a las palabras que Sócrates usa. Empieza hablándonos de la tierra en general y luego nos habla de un territorio específico. Esto quiere decir que los ciudadanos primero pertenecen a lo universal (la tierra) y luego a lo particular (el territorio en el que habitan). Por haber nacido de la tierra no quiere decir que deban defender toda la tierra sino solamente aquel territorio donde moran.

Para crear una comunidad política necesariamente debe haber un sentido de finitud, es decir, de límites: solo unos pertenecen a nuestra comunidad política: quienes habitan nuestro mismo territorio; todos los demás quedan excluidos. 

Esta distinción entre nacionales y extranjeros se basa en una mentira sin la cual no es posible establecer los límites propios de la polis. Y sin los límites los ciudadanos no se preocupan de su comunidad política. La finitud es la condición de posibilidad de la preocupación por nuestros asuntos.

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Para sintetizarlo, todos los seres humanos venimos de lo universal, es decir, de la tierra; pero inventamos la ficción del territorio para organizarnos políticamente y diferenciarnos de los demás. Las fronteras políticas son ficciones, mentiras, pero sin ellas no podemos definir nuestra comunidad política particular. Gracias a la mentira noble, los ciudadanos en todas partes y en todas las épocas, sin embargo, las asumen como naturales, como si lo acostumbrado fuera un mandato de los dioses. Por eso Sócrates dice que su mentira noble no es nada nuevo.

La segunda parte del mito es igualmente importante. Veamos lo que dice Sócrates: “Sois, pues, hermanos todos cuantos habitáis en la ciudad, pero, al formaros los dioses, hicieron entrar oro en la composición de cuantos de vosotros están capacitados para mandar, por lo cual valen más que ninguno: plata, en la de los
auxiliares, y bronce y hierro en la de los labradores y demás artesanos”. La mentira aquí está en que en una sociedad estratificada es absolutamente esencial creer que las clases altas merecen estar arriba: los dioses las han hecho mejores de manera que su posición está justificada. Sin esa mentira la sociedad simplemente no puede durar. No solamente la que Sócrates y sus acompañantes están fundando en casa de Polemarco, sino toda sociedad.

Nuestra sociedad también está basada en esa mentira, es decir, en creer que las clases altas merecen estar arriba y las bajas abajo. Seguramente hay individuos que lo merecen, incluso grupos de individuos, pero en general es falso que uno esté arriba por la naturaleza de las cosas. La estratificación social nunca coincide perfectamente con la natural. Esto no ha evitado la creación histórica de ideologías que pretendan que las clases altas y las bajas merecen su posición. En tiempos de las aristocracias guerreras, la justificación para estar arriba era precisamente que las aristocracias eran mejores por obra de los dioses y por ende merecedoras; en tiempos modernos, que los capitalistas producen un mayor beneficio a la sociedad y, por ende, deben estar arriba. Pero ambas son más o menos ficciones, mentiras, nunca son simplemente verdad. Cada clase alta justifica su posición apelando a su propia definición: la aristocracia es mejor por ser aristocrática; los capitalistas son mejores por poseer e invertir el capital.

Como bien explicaba Trasímaco antes, cada régimen define como justo lo que sirve a los poderosos. Ni siquiera en la sociedad justa que se pretende construir en la República hay una coincidencia perfecta entre la estratificación social y la natural: por eso es necesaria la mentira para mantener la sociedad. Si hubiese una coincidencia perfecta, Sócrates no hablaría de mentira noble sino simplemente de la organización de la sociedad de acuerdo al mérito. Hay apenas una aproximación. 

Tenemos entonces dos mentiras que conforman la mentira noble: que los límites de nuestra comunidad política son naturales; y en segundo lugar, que hay una coincidencia perfecta entre la estratificación social y la natural. Estas mentiras solo pueden hacerse explícitas en la fundación de una ciudad nueva, bajo el refugio de la noche en la casa de un extranjero. Quizá por eso Sócrates duda mucho antes de enunciarlas: no porque sean absurdas—finalmente ya creemos en ellas—sino porque al mostrar lo reprimido puede haber una reacción violenta.

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Aquí el proton-pseudos psicoanalítico nos puede ayudar a comprender el funcionamiento de la mentira noble. En “Un proyecto para la psicología científica”, Freud explica que la mentira puede resultar de una conexión equivocada en vez de una distorsión intencional. Pone el ejemplo de Emma: ella creía que su ataque de agorafobia se debía al matoneo que sufrió de un vendedor cuando tenía 13 años, pero el evento determinante fue realmente el ataque pedófilo por parte de un vendedor que ella sufrió cuando era pequeña. La conexión equivocada o mentira entre el trauma y el síntoma resultó de la represión de una memoria infantil que no estaba disponible cuando ella tenía 13 años.

La mentira noble de la política funciona de manera análoga en la práctica. A pesar de que las comunidades políticas constituyen sus límites por medio de la violencia, todas se cuentan una historia en la que sus límites se establecen de manera natural y legítima que se corresponde con la voluntad de los dioses, del capitalismo, del comunismo, etc. Se crea así una conexión equivocada: toda comunidad política existente es finita, pero el origen violento de sus límites queda reprimido y reemplazado por otra historia que suprima los elementos
traumáticos. Lo mismo sucede con la segunda parte del mito: a pesar de que las divisiones sociales son el producto de una larga historia de violencias, represiones y sangre, quedan transfiguradas por una construcción fantasmática, por una mentira noble, en la que se ajustan a la voluntad de los dioses, la estructura de los intercambios económicos voluntarios, etc.

Así pues, tenemos que la mentira noble no es un simple mito para construir la ciudad bella de la República, sino la condición de posibilidad de toda comunidad política.