Mercantilización de las relaciones humanas. BASTONES CONFUNDIDOS: SIMBOLISMO DE LA ACTUAL ÉPOCA
Hernán Urbina Joiro
Hernán Urbina Joiro
En un extraño momento, el bastón de Asclepio, antiguo dios de la medicina, fue cambiado por el caduceo de Mercurio, dios del comercio y también de los ladrones.
Distintas tradiciones griegas dicen que Asclepio se servía de un bastón y de la serpiente para sanar enfermos, enseñar y resucitar difuntos, y que cuando volvió a la vida a Hipólito, hijo de Teseo, le había restado tantos muertos a Hades, rey de los infiernos, que el propio Hades fue a querellarse ante Zeus, quien, convencido de la amenaza que representaría Asclepio para mantener el orden establecido, lo hirió con un rayo. La vara de Asclepio —Esculapio para los romanos— con una serpiente enrollada simbolizó la sanación mediada por el médico.
De Hermes —Mercurio para los romanos—, dios griego del comercio, las comunicaciones, la astucia y los ladrones, la tradición afirma que su caduceo consistía en un bastón de oro con alas y dos serpientes enrolladas, y que le fue regalado por Apolo a cambio de la flauta del dios Pan. Una práctica anglosajona del siglo XVI, iniciada por el doctor William Butts, médico del rey Enrique VIII, introdujo el caduceo de Mercurio —en lugar de la vara de Asclepio— como símbolo entre los médicos británicos y de allí pasó a los galenos del cuerpo médico del ejército de los Estados Unidos y de otras comunidades médicas. Por cierto, Mrs. Butts aparece en Enrique VIII, de William Shakespeare, como «El doctor Butts, médico del Rey».
Sin embargo, de acuerdo con Michel Foucault, en el siglo XVIII se expresaría en pleno lo que llamó la «economía política» como el eje del arte de gobernar, en donde la medicina jugaría un papel central para vigilar a los pueblos, perseguir amenazas como la locura, los descarríos sexuales e incluso a la propia delincuencia. En La vida de los hombres infames, Foucault sostiene que en la Alemania de finales del siglo XVIII surgió esta «Ciencia del Estado» con «Policía Médica» que operaba como administradora de la salud.
Lo que Foucault pone de presente es el temible poder que asume la comunidad médica, como sector, en el siglo XVIII, asunto distinto al privilegio que podría tener algún médico cercano a un monarca —como podría tenerlo también el adivinador o el bufón de la corte. Se trataba de la convocatoria a los médicos para ayudar a regir los Estados o las Repúblicas y ejercer la «economía política»: toda una aspiración Mercurial. Un análisis semejante, acerca de la medicina como instrumento de legitimación de lo utilitario ha sido desarrollado por Fernando Savater en el ensayo «El Estado Clínico».
Estas nuevas atribuciones a la comunidad médica europea en el siglo XVIII eran impensables en tiempos en que entre los médicos primaba el alivio de los enfermos y no tanto de las economías. Entre los romanos los médicos eran casi siempre griegos y esclavos. Sólo hasta el año 46 a.C., por voluntad de Julio Cesar, adquirieron ciudadanía romana los extranjeros que hacían de sanadores. En Roma, por lo general, el mismo pater familiae era un autodidacta que igual se informaba de cómo sembrar cereales y bajarle la fiebre a sus hijos. Hubo excepciones, como Galeno, el más célebre de los médicos latinos, que, de todas maneras, se educó en el Asclepeion griego de Pérgamo.
Pero sería otra práctica anglosajona la que establecería los monstruosos y hoy vigentes lazos entre médicos y el dios del comercio. La creación de los Managed Care —Servicios de Atención Médica Dirigida— en los años treinta en EE.UU. modificó radical y desfavorablemente la relación médico-paciente en el mundo occidental, particularmente desde los años ochenta. El enfoque del Managed Care determina la medicina de estos días y ha llevado a que los intermediarios de la salud constriñan una deplorable atención del sufrimiento humano. La burocratización de unos servicios mal retribuidos y recargados ha desnaturalizado, en la mayoría de casos, la empatía, la confianza e incluso la dignidad de los propios médicos, que después de culminar dos o tres especializaciones, resignan recibir hasta menos de siete dólares por atender a sus enfermos en países como Colombia. Así, irónicamente, resultaron «medicalizados» los propios médicos que ayudaron a «medicalizar» las economías y los pueblos desde el siglo XVIII, según Foucault.
De las empresas comercializadoras de la salud se sabe que, muy acordes con su naturaleza Mercurial, prefieren reinvertir sus utilidades en cuestiones más lucrativas, como los bienes inmuebles, y no en los propios enfermos, hecho muy recriminado en Colombia. El sistema medicofinanciero no se anda con lágrimas a la hora de utilizar sus dineros y ya la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en 2006 sobre la inconveniencia de dejar en manos del sector privado la sanidad pública, a partir de experiencias en Australia, España y el Reino Unido:
La colaboración público-privada complica aún más la ya de por sí difícil tarea de construir y dirigir un hospital.
Ningún país tiene una sanidad ideal porque no tiene un manejo ideal del enorme poder económico y político del que hoy depende la salud. Las cosas se complejizan si se considera que la carencia y el sufrimiento, aunque universales, son diversas, y que habrá que conversar ante distintos rostros para fortalecer soluciones realistas y perdurables. Para esto se requieren seres humanos que sepan hablar con suficiente tranquilidad las palabras que alivian e incluso pueden sanar el sufrimiento. Es inveterada la queja de escasez de médicos a causa de los estándares de mayor poder adquisitivo que ofrecen otros oficios. Otra fuente señalada de carencia de médicos ha sido la tendencia a la subespecialización, pero en el fondo radicaría lo mismo: la concentración en pocos sitios por conveniencia en lo lucrativo. Este apogeo de las especialidades médicas ya era objeto de la ironía de Heródoto en los años cuatrocientos antes de Cristo:
Reparten en tantos ramos la medicina, que cada enfermedad tiene su médico aparte y nunca basta uno sólo para diversas molestias.
Hablar de sufrimiento en la era Mercurial puede equivaler a hablar sólo de ciencia farmacológica o quirúrgica, cuando en realidad el sufrimiento humano es un asunto perceptivo, no lógico, sensorial: duele la esperanza, duele la memoria. El paciente deposita en el médico su sufrimiento, lo que significa entregarle su yo que sufre, su conciencia que es lo único que puede decirle que hay sufrir, pero el médico de hoy no parece estar ni en manos de él mismo, sino en las de los intermediarios de las empresas comercializadoras de la salud. El agravante es que el dios Mercurio es todo racional y el sufrimiento humano es no lógico.
Esta es la era de recetar, muy racionalmente, fármacos para escapar por ratos del yo que sufre, de la conciencia que sufre, sin mirar bien el rostro del sufriente, quizás porque el médico también está abrumado por su propio sufrir, dispuesto, a lo sumo, a aliviar cuanto pueda a sus semejantes, pero incapaz de sanarse en una época donde perdió casi toda independencia e incluso se estimula el comercio de demandas en su contra, lo que dinamiza las ventas de seguros, de servicios de abogados, ventas de exámenes de diagnósticos inútiles para sanar, pero acaso útiles para defenderse ante los jueces. Duelen los médicos como duelen los pacientes.
La ciencia siempre ha buscado reducir en un sólo concepto muchos fenómenos, pero Mercurio, al fin y al cabo un dios, ha sido mucho más eficaz, por lo que ha convertido a todos los seres humanos sufrientes en un solo tema de compra-venta: los analgésicos, los antinflamatorios, los antidepresivos, los ansiolíticos, los hipnóticos, los antiespasmódicos, los antireflujo, el alcohol y otras sustancias usadas contra el sufrir son, de lejos, los objetos más comercializados en el mundo, sin mencionar el mercado de fantasías para asustar a la vejez o a la muerte. La era del caduceo de Mercurio es la era del sufrir que reaviva al comercio.
En estos instantes hay mucho más dinero que antes en la historia, pero también más pobres como nunca jamás. La ciencia sigue avanzando y ese superdesarrollo —aunque se quisiera— no se podría transferir de inmediato a quienes apenas saben lidiar la única letrina con que cuenta toda su familia. Con el avance de la ciencia avanza trágicamente la desigualdad y, se quiera o no, es una forma de eugenesia, pues se elimina del panorama a los que no pueden ir al ritmo del adelanto cada vez más veloz. No deberíamos subestimar que a todos nos impacta más el aumento de la pobreza y el atraso que el aumento de la riqueza en el mundo, y que nos impactará mucho más a medida que se consolide una población humana más vieja y más pobre.
Por supuesto, la salud no se reduce a las estadísticas, que tanto fascinan al dios Mercurio. Implica muchas otras variables, como oportunidades, medio ambiente, política y sobre todo: educación, que sigue siendo la mejor esperanza para toda la humanidad que sufre. Por ello, entre otras salidas, sería deseable una Cátedra del sufrimiento humano que perfile un Nuevo partidario de lo humano para una época inversa a la de la Edad Media, ya no oscurantista, sino más bien, inapropiadamente iluminista —Mercurial—, en donde no bastará con recitar a Cicerón en las esquinas a personas conectadas a su iPod o a su sufrir. Es necesario enseñar a ver con otra mirada el sufrimiento y el límite, y redefinir que hoy:
Humanista ya no es aquel que sólo cultiva los studia humanitatis, sino el que siempre se restaura como Nuevo partidario de lo humano que vivifica frente al sufrimiento y la indolencia de la técnica y el comercio.
El Nuevo partidario de lo humano deberá conocer esa otra mitad, no racional, no lógica, que prefieren callar dolorosamente los enfermos, pero que está escrita en las artes, la música y la literatura del mundo. Una Cátedra del sufrimiento humano lo llevará a ese conocimiento que ocupa nada menos que la otra mitad de la realidad humana, al tiempo que le evitará caer bajo la sentencia del médico y poeta español José de Letamendi:
El médico que sólo sabe de medicina, ni medicina sabe.
En la era de caduceo de Mercurio la medicina se tornó una profesión de alto riesgo con escandalosas tasas de infartos, suicidios y enfermedades propias de un estilo de vida desajustado. Esto debería recordarnos que el dios Mercurio no es tan confiable, como Asclepio, al ocuparse del sufrir. Mercurio es el ámbito de lo racional, de lo lucrativo, no le incumbe las emociones o los sentimientos, y su imperativo categórico es: sólo consumir.
El extraño cambio del bastón de Asclepio por el caduceo de Mercurio, como símbolo de la medicina, revive los fastos del trágico Quirón, el centauro médico, músico y maestro del propio Asclepio y otros grandes griegos, que encarna el ideal de superación de la naturaleza animal: mitad hombre y mitad no racional.
Afirma la tradición que Hércules hirió inadvertidamente a Quirón con una flecha untada de sangre de La Hiedra, un monstruo que se regeneraba constantemente, causándole una herida muy dolorosa que nadie, ni el mismo Quirón, pudo curar. Finalmente el centauro renunció ante Zeus a su investidura de inmortal para aliviarse, tras lo cual fue convertido en la constelación de Sagitario. Asclepio, ya se dijo, cayó en desgracia ante Zeus, quien le dio muerte con un rayo. Luego lo convirtió en la constelación de Serpentario desde donde mira a los fulminados médicos de hoy, sanadores heridos por una comercialización cruel, médicos gobernados por el caduceo de Mercurio, el mismo bastón que publican cada día en casi todas las secciones de salud de los noticieros televisivos.
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