Constructores de sociedad (o la boba honestidad)
Rodrigo Pinilla de Brigard
Rodrigo Pinilla de Brigard
Hace unos días, en medio de una dura semana de parciales, me encontré con un dilema moral de esos que se le presentan a uno en clases de teorías del derecho, o de la justicia. Si bien no fue nada tan dramático como decidir si un tren se cobraba cinco vidas o sólo una, lo acontecido me pareció digno de reflexión.
Corría la fría mañana de un lunes cualquiera, donde se sentía el ambiente pesado de estudiantes somnolientos y exhaustos. Yo no era la excepción, y después de un domingo intenso de estudio, la ilusión del cinco en el parcial que se avecinaba me hacía caminar con decisión. Tanto esfuerzo no podía ser en vano, y tenía la certeza de conseguir ese esquivo cinco. Pronto se esfumaría.
Nos entregaron las treinta preguntas de selección múltiple y de verdadero o falso, mientras todos luchaban por guardar silencio entre esa ola de nerviosismo. Aunque todo esto se sintiera en el aire, hasta el momento no se trataba de nada más que un parcial. Una prueba para salir airoso o preocupado, pero no mucho más.
Sin embargo, después de repasar y contestar 29 de las 30 preguntas me encontré con algo inusual. Tal vez suceda todos los semestres, o fue algo nuevo que se le ocurrió al profesor. Y es que en lugar de preguntar sobre lecturas o conceptos, este punto (de verdadero o falso) enunciaba algo parecido a lo siguiente:
“He leído todas las lecturas para cada clase. Tenga en cuenta que de responder falso, tendrá 0.0 puntos y de responder correcto se le asignarán los puntos correspondientes. Si responde correcto, sin que esto sea cierto, estará incurriendo en la peor violación ética que un estudiante de derecho puede cometer.
Verdadero Falso” *
Frente a una cuestión de este calibre, que parece tan simple de responder, me asaltaron las dudas. ¿Había leído todo? ¿Se trataba de leer para cada clase lo pertinente, o de haber llegado al parcial con estas adelantadas? Si no había leído, ¿sacrificaría una nota por ser honesto, o no? Y ¿era esta honestidad una prueba real de valores, o carecía de trascendencia si decidía interpretar la verdad?
Decidí en el momento que le daría mucha importancia a la pregunta. Que la iba a considerar como una prueba real a mis valores y que la nota perfecta podía esperar. Igual, ni sabía o sé en este momento con certeza si mis otras respuestas eran correctas. Rápidamente concluí que me había faltado una lectura y las otras, en cualquier caso, no las había leído siempre para la clase en las que serían tratadas. Taché falso con dolor, pero con cierto alivio de conciencia.
Y no me crean un santo, durante el colegio fui un ávido emprendedor en desarrollo de técnicas para copiar. Con papelitos en la etiqueta de las botellas de agua, con imágenes descargadas en la calculadora o simplemente chateando por Whats App. Pero la universidad es distinta, pensé y pienso, y sobre todo cuando he decidido estudiar para buscar la realización de un deber ser expresado en las normas. Cuando los temas que repaso, los repaso por una elección propia y libre.
Con mi falta de autoridad moral para decirle a alguien como debe actuar ya esclarecida, me parece en todo caso muy interesante la cuestión de cómo debería actuarse frente a la situación presentada. Examinar si el profesor debería o no preguntar, cuáles son las implicaciones de tal pregunta y, finalmente, si contestar faltando a la verdad constituye o no una falta al deber ético.
Inicialmente, y lo digo desde la experiencia directa, se siente (más que pensar) que es una pregunta injusta. ¿Qué importa cuándo estudié o leí, mientras llegado a este punto sepa lo que hay que saber? ¿Por qué se inmiscuye de una manera tan certera, juzgando ex ante al que responda “mal”? Pero tras ese ataque de la emoción y el nerviosismo, afortunadamente llegó la razón. Porque siguiendo los argumentos que atacan la pregunta número 30, se estaría afirmando que preguntar por las lecturas o tareas debidamente cumplidas no le corresponde al profesor, lo que conllevaría a que no esté legitimado para realizar evaluaciones que incluyan preguntas sobre lo leído. Entonces concluí que sí, claro que sí tenía todo el derecho a preguntarnos si habíamos leído, y si además lo habíamos hecho de manera pertinente en el tiempo. Porque lo anterior constituye un deber ante el que nadie protestó, que además se ubica dentro de los requerimientos comunes a cualquier institución educativa seria.
Ahora, ya resuelta esa cuestión medianamente obvia, cabe preguntarse por lo que significa. Preguntarlo no es contrario a la regla, ni constituye un a falta del profesor. Pero dentro de esta legitimación, ¿vale la pena incluirlo? ¿es útil, aporta algo, o simplemente constituye una molestia nimia para el estudiante?
Las dos posiciones doctrinales del caso las expondré de manera ajena a teorías o tesis filosóficas, pues me remitiré más bien a las frases sueltas y a las opiniones de pasillos como fuentes principales de mi opinión.
Identifiqué cuatro posiciones distintas, enunciadas a continuación: (i) “Sí me las leí todas, y puse verdadero”, (ii) “Me faltaron lecturas, o me faltó una sola, o las leí todas para el parcial pero no para la clase, y no iba a poner verdadero”, (iii) “Me las leí todas justo antes del parcial, no iba a poner falso” y (iv) “Me faltó poquitico por leer y no iba a poner falso, vale huevo. Es sujeto a interpretación”.
Así, se evidenciaron de manera clara las visiones de los estudiantes sobre la pregunta. Unos no tenían mayor problema al haber cumplido su deber a cabalidad. Otros se resignaron a la sinceridad en su sentido más puro, y marcaron sin muchas ganas la casilla de falso. Los demás (posiciones iii y iv) se sentían casi ofendidos ante la insinuación de su deshonestidad, a pesar de marcar verdadero sin haber leído cuando debían. El esfuerzo había sido demasiado y no iban a desperdiciarlo por honestos o, en otra manera de entendimiento, por bobos. Ante mi pulla y chiste por sus respuestas, no fue sorprendente cuando recibí respuestas de “no joda”, “ni que usted nunca se hubiera copiado”, etc. Y estas no fueron especialmente amigables.
Qué curioso, pensé yo, que los únicos atribulados con el tema fuesen quienes no respondieron con honestidad. En lugar de aceptar su falta, así esto no significara consecuencias académicas, acudieron al importaculismo o al ataque personal. Como culpando a otros de su decisión.
Fue impactante el apoyo a la posición de los que optaron por cualquiera de las dos opciones aquí criticadas. Me demostró el valor que le damos a aspectos que no nos determinan como personas, que no dicen nada de nuestra esencia (las notas), para sacrificar aquellos que sí lo hacen (los valores). Dejar de lado la propia integridad, para la ganancia de un premio no merecido. Y, aunque pareciera que un comportamiento de estos es excepcional, es mi creencia (sin cifras estudiadas u oficiales) que en realidad constituye un comportamiento común y corriente. Cabe preguntarse si esta conducta es un reflejo de una mentalidad ya generalizada. Si en la comunidad jurídica se ha llegado a un implícito consenso de que la deshonestidad conveniente es aceptable, o si no.
Porque lo preguntado por el profesor puede significar poco académicamente, pero en mi opinión muestra ese principio general de los abogados que muchos ya han interiorizado: aprovechar las oportunidades facilistas, e ignorar deberes éticos (si no la norma) cuando esto represente una ventaja. Si atenerse a los deberes mencionados les reporta una desventaja, pues por supuesto que también valdrá la deshonestidad. Por lo menos en eso son coherentes.
Y claro, para la gran mayoría no se trataba de algo trascendente. Significaba menos de 0.2 en el parcial, y a la vez podía representar la suma final en el camino hacia el cinco. Pero significó mucho más que eso: representaba la confianza institucional que se le da a los estudiantes, la responsabilidad de estos, y una prueba ética a los estudiantes de tan reconocida universidad. También comprendía un intento muy valioso de inculcar valores ignorados por muchos.
No les puedo decir si nos encontramos en una crisis de valores, o si es el punto más alto en la historia en cuanto a ideales y su defensa. Pero sí puedo afirmar, a gritos y sin vergüenza alguna, que el único deber ético inherente y común a cualquier abogado es el de la verdad. Porque eso es lo que estudia, lo que defiende. Porque sus argumentos más fuertes son aquellos que señalan incoherencias, y sus más débiles son aquellos que las contienen.
También pienso que es muy notable, digno de admiración, que un docente vaya más allá de normas, códigos o teorías. Que en su ejercicio, sin que se le requiera en el syllabus, incluya una enseñanza de tanto impacto. Ojalá pudiésemos entender que el trabajo honesto es, en cuanto a ganancia, de doble valor: ayuda a quien lo hace y a los que lo rodean.
Necesitamos abogados así, necesitamos estudiantes así, necesitamos bobos idealistas que crean en la verdad, que no le huyan. Juristas respetuosos a las normas, honestos y dedicados. Constructores de sociedad.