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Editorial: Treinta años de la Constitución multiculturalista en Colombia: tensiones históricas y reconocimiento asimétrico de la diferencia étnica

Hernando Andrés Pulido Londoño

Editorial

Constitución de 1991 y nación multicultural

 

La Constitución colombiana de 1991 constituye un verdadero hito jurídico-político. En las postrimerías del siglo XX, mediante una nueva carta constitucional, los colombianos quisieron conjurar una serie de tensiones y desigualdades de diverso alcance histórico mediante una el artilugio de una innovación racional-normativa.

Lo anterior, implica un logro trascendental de la Constitución de 1991: el reconocimiento del cariz multicultural y pluriétnico de la nación. La urgencia por superar el modelo monocultural hispanista y el racismo soterrado, tras el ideal del mestizaje, tuvo que ver con demandas urgentes de fines de la década de 1980. Los pueblos étnicos padecían exclusiones y violencias específicas, las cuales se recrudecieron por la acción de los actores armados, el narcotráfico, la ineficiencia del aparato de justicia, así como la corrupción y excesiva centralización de las instituciones del Estado (Arocha, 1989 y 1991; Lemaitre en Salazar Ugarte, 2013: 43).

Por otra parte, el derrotero social que impulsó el reconocimiento constitucional de una diferencia étnica para las principales minorías colombianas, indígenas y afrocolombianos, también estuvo enmarcada en procesos sociales con una profundidad temporal más larga. Estos correspondieron a la conformación diferenciada de los regímenes de “indianidad” y “negridad”, centrales para gestionar el lugar histórico de los grupos que han encarnado la alteridad cultural en Colombia, cuyos antecedentes se remontan a la sociedad neogranadina y se consolidaron en las distintas etapas de la vida republicana (Ulloa en Cadena, 2007: 285; “negridad” en América Latina, Cárdenas, 2010).

Historia de rupturas y continuidades, el resultado de la renovación constitucional de 1991 fue “asimétrico” para los pueblos étnicos: los indígenas, considerados como el “Otro” en relación con la sociedad mayoritaria mestizo-blanca, fueron el modelo de la diferencia étnica en términos territoriales y políticos. Para los afrocolombianos, en una posición más ambigua—discriminados racialmente, pero menos distantes en términos culturales—, fueron reconocidos sólo posteriormente, marcando un referente indígena que no siempre ha coincidido con la enorme diversidad de la gente negra en Colombia. Este asunto también ha sido particularmente importante para un pueblo étnico de reconocimiento aún más tardío, los Rrom, el cual se adapta mucho menos a los límites territoriales y culturales estables que pretenden las normas legales.

Vale la pena, entonces, ampliar esas distintas capas históricas tras el reconocimiento diferenciado la etnicidad indígena y afrocolombiana en la Constitución multiculturalista.

Regímenes históricos de “indianidad” y “negridad”

¿Por qué las comunidades indígenas y afrocolombianas ocuparon posiciones diferentes en el proceso de reconocimiento de su diferencia étnica con la Constitución de 1991? Una parte importante de la respuesta se encuentra en los regímenes históricos de alteridad, por los cuales se definieron la “indianidad” y “negridad” para la nación colombiana, cuyos antecedentes más significativos se encuentran en la sociedad neogranadina. Por “régimen histórico de la alteridad” me refiero al cambiante aparato institucional, político-jurídico, discursivo y de práctica social que ha pretendido regular las relaciones con los pueblos étnicos, en medio de la exclusión efectiva a la que han estado sometidos. (Wade, 1998)

De manera muy temprana, los pueblos indígenas, diezmados por el proceso de conquista, recibieron importante protección jurídica de la Monarquía Hispánica. Por ejemplo, las Leyes de Burgos de 1512, buscaron regular el aprovechamiento de su trabajo y garantizar su catequización. Incumplidas en la práctica, motivaron reclamaciones que llevaron a la promulgación en 1542 de las Leyes Nuevas, las cuales determinaron la extinción de la encomienda, institución que fue responsable del agravamiento en su descenso demográfico. La constante producción casuística de las Leyes de Indias y en la Nueva Granada el reconocimiento de los resguardos coloniales, así como el desarrollo entre los mismos pueblos indígenas de dinámicas de negociación con las autoridades coloniales, consolidaron esa tendencia a su protección legal (pese a los incumplimientos en la práctica) (Rappaport, 2000: 57-89).

Dicha legislación motivó importantes debates teológico-filosóficos en torno a la alteridad de los indígenas como súbditos y tributarios de la Corona, poniéndolos en el centro de las preocupaciones del primer imperio global moderno. Esto quedó ejemplificado en los debates de la célebre Controversia de Valladolid (1550-1551), en cuyo seno se discutieron dos posiciones antagónicas sobre la legitimidad de la conquista y gobierno de América, la de San Bartolomé de las Casas (1484-1566), protector de los indígenas y Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), quien justificó su dominación.

En contraste, pese a su importancia en la emergencia del mundo moderno, los esclavizados africanos no recibieron una atención semejante y su deshumanización fue severa. Provenientes de sociedades complejas y muy diversas, los esclavizados motivaron potentes discursos para justificar su servidumbre. Considerados infieles o paganos, pues muchos provenían de regiones musulmanas o con ricas religiones animistas, la esclavitud supuestamente los redimiría, como lo argumentó el jesuita Alonso de Sandoval, compañero de Pedro Claver, en su célebre guía de catequesis para los africanos recién llegados al puerto de Cartagena en el siglo XVII (Rivas Gamboa, 1998: 53-77). Para la Nueva Granada los esclavizados provinieron en su mayor parte del África occidental. Su variedad, representada en individuos de pueblos como los biáfaras, biojoes, iolofos, mandingas, fulos, fulupos, carabalíes, lucumíes, popoes, angolas, congos y cafres, quedó reducida a la noción de “negro” esclavizado (Maya, 1998: 9-52).

Sometidos a severa vigilancia y restricciones en la sociedad neogranadina (fueron, por ejemplo, los principales objetivos del Tribunal de la Inquisición de Cartagena), los afrodescendientes fueron claves en el desarrollo de la vida social colonial. Hicieron presencia en plantaciones, minas de aluvión y socavón y en todos los oficios imaginables de las ciudades y villas. Su destino de sometimiento no fue aceptado sin luchar. Crearon distintas formas de resistencia simbólica y material, cuyo máximo logro fue la organización de comunidades rebeldes, los palenques, las cuales lograron con distinto grado de éxito evadir el control español.

Otros, conformaron hacia finales del período colonial un grupo creciente de negros libres, manumitidos por sus amos o por la compra de su libertad. A diferencia de los pueblos indígenas, los afrodescendientes no contaron con una clara legislación protectora y los Códigos Negros del siglo XVIII apenas funcionaron en la América Hispánica (Friedemann, 1993: 57-62). Aplastados por el sistema esclavista, su pervivencia fue una verdadera proeza y esas condiciones históricas adversas afectarían a largo plazo su capacidad de organización política.

Esta posición diferenciada entre indígenas y afrodescendientes, con sus respectivas variaciones, se mantuvo en las primeras etapas de la vida republicana. Los indígenas, reconocidos como ciudadanos, vieron el desmantelamiento de sus resguardos a mediados del siglo XIX, con importantes resistencias en el suroccidente del país. Mientras los observadores de la época mostraron un desdén paternalista por el indígena contemporáneo, imaginaron en cambio los primeros relatos de nación y región asociados a civilizaciones prehispánicas monumentales: chibchas, quimbayas, calimas, etc. (Guarín, 2010). Entretanto, los afrocolombianos, liberados parcialmente por la Ley de Partos de 1821 y luego en forma completa por la Abolición de la Esclavitud de 1821, tomaron diversos caminos: buscaron integrarse con precariedad al proyecto nacional o perseguir horizontes de vida propios, colonizando regiones periféricas como el Pacífico colombiano. El “negro” no formó parte central del relato nacional, como sí lo fue el indígena, el “Otro” por excelencia. Incluso, el régimen autoritario conservador de fines del siglo XIX llegó a recuperar la institución del resguardo mediante una nueva y contradictoria legislación: la Ley 89 de 1890. Esta medida protegía a los pueblos indígenas, pero los seguía considerando “salvajes” en proceso de civilizarse. Nada parecido fue instituido para la gente negra colombiana.

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Movimientos sociales, planes de desarrollo y violencia contra los pueblos étnicos.

Las trayectorias históricas diferenciadas de pueblos indígenas y afrocolombianos incidieron en las distintas formas de organización política y movilización de cara a la coyuntura multiculturalista de la década de 1980.
Trascendental para visibilizar de las demandas de los pueblos indígenas fue la experiencia organizativa de las comunidades del suroccidente de Colombia, especialmente de los Nasa y Misak. En la década de 1970, sus miembros recogieron la experiencia reivindicativa del líder indígena Manuel Quintín Lame (1880-1967), quien entre las décadas de 1910 y 1930 desafió el orden señorial caucano, organizó a sus coterráneos para negarse a pagar el terraje y reclamó la recuperación de los límites históricos de los resguardos sobre la base de las antiguas cédulas coloniales (Espinel, 2008: 91-124). Estos objetivos fueron adaptados por las comunidades del Cauca en el contexto de fortalecimiento de las luchas por la tierra de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), creada en 1967 por el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) para incluir al campesinado en la Reforma Agraria frentenacionalista. El aprendizaje reivindicativo junto a organizaciones campesinas, pero con una clara diferenciación sobre objetivos propios (el territorio concebido como base de la pervivencia cultural y no como mercancía), incentivó a  varios cabildos y resguardos caucanos a crear en 1971 la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), cuyas luchas por la recuperación de la tierra, amparadas en la Ley 89 de 1890, colocaron a los pueblos indígenas del suroccidente y a otros movimientos de los pueblos originarios en el centro del debate público.

Por su parte, el pueblo afrocolombiano también generó experiencias organizativas, pero estas no lograron la misma visibilidad que las indígenas. En la década de 1940 políticos e intelectuales afrocolombianos como Diego Luis Córdoba y Manuel Zapata Olivella crearon el Club Negro y el Centro de Estudios Afrocolombianos, asociaciones que permitieron a sus miembros ser elegidos en el Congreso para representar al Chocó y el norte del Cauca, denunciar el racismo y adelantar reivindicaciones culturales desde la perspectiva folclorista y antropológica (Pisano, 2012). En la década de 1970, hubo dos experiencias organizativas pioneras, nutridas por el legado del movimiento por los derechos civiles en EE.UU y contra el apartheid en Sudáfrica. El Centro para la Investigación de la Cultura Negra (CIDCUN) creado en 1975 por Amir Smith Córdoba y el Movimiento Nacional Cimarrón (1982), gestado a partir del Círculo de Estudios Afrocolombianos SOWETO (Pereira, 1976), bajo el liderazgo de Juan de Dios Mosquera (Múnar, 2019). Por otra parte, en la década de 1980, el Estado colombiano, junto a la cooperación internacional, adelantó planes de desarrollo para proyectar a la región del Pacífico en la economía globalizada. Por ejemplo, los proyectos DIAR-Codechocó o Biopacífico, pese a no cumplir a largo plazo con sus promesas de desarrollo sostenible, impulsaron liderazgos locales entre los afrocolombianos, así como entre comunidades indígenas, especialmente los Emberá y pusieron en la palestra pública el asunto clave del potencial ecológico de los territorios ancestrales de esa franja del país. Empero, pese a la importancia de estas iniciativas, ninguna logró agrupar, representar y distinguir los intereses específicos de los afrocolombianos como una comunidad diferenciada en términos étnicos.

De manera sorprendente, la atención que recibieron los pueblos indígenas y afrocolombianos por parte de los académicos también tuvo que ver en su visibilidad desigual. El interés en el siglo XX por los pueblos indígenas puede remontarse a la reivindicación de un arte vernáculo por parte del grupo Bachué en la década de 1930, la adopción de la corriente indigenista en el ámbito nacional en ese mismo decenio y, de manera definitiva, a la fundación en 1941 del Instituto Etnológico Nacional, entidad oficial en la cual se gestó una antropología que se identificaría al lado de la causa indígena. Más tardío y marginal fue el interés por los afrocolombianos, estudiados hasta la década de 1940 por un programa investigativo afroamericanista que no cristalizó sus objetivos, posteriormente por los estudios folclóricos sobre campesinos negros y desde la década de 1970 por la disciplina histórica, la cual entró en diálogo fructífero con la antropología en los dos últimos decenios del siglo XX, justamente por el incremento del activismo relacionado con los debates sobre la nación multicultural.
Ahora bien, pese a estos desequilibrios académicos, es necesario indicar dos aportes fundamentales de investigadores e intelectuales para el reconocimiento de los pueblos étnicos por la Constitución de 1991.

De una parte, la conceptualización de una violencia específica dirigida a indígenas, afrocolombianos y otras minorías. Esta debía ser mitigada mediante una transformación institucional y normativa que corrigiera la exclusión histórica de dichas colectividades. Este punto quedó consignado en el informe Colombia: violencia y democracia (1987), producto de las actividades de la Comisión de Estudios Sobre la Violencia convocada por la administración de Virgilio Barco (Sánchez, 1987). De otra, fue clave el acompañamiento ofrecido por profesionales de las ciencias sociales a los movimientos sociales y a los constituyentes e instituciones para que reconocieran: primero, la etnicidad indígena y, luego, de manera diferida, la de los afrocolombianos. 

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Reconocimientos diferidos, tensiones políticas y críticas

En las sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente únicamente fueron elegidos constituyentes indígenas, respuesta positiva de la sociedad colombiana a una organización política y una movilización social cuya visibilidad, como se ha visto, tenía profundas raíces históricas. Lorenzo Muelas, del pueblo Misak; Alfonso Peña, Nasa y exmilitante del movimiento guerrillero Quintín Lame; y Francisco Rojas Birry, por los Emberá, fueron los encargados de realizar propuestas dirigidas al reconocimiento de la diferencia cultural y el carácter diverso de la nación, así como adelantar críticas al modelo monocultural imperante y la histórica exclusión de los grupos étnicos. El vínculo entre territorio, etnicidad y pervivencia colectiva fue un argumento fundamental. Este debía expresarse en la posibilidad de autogobierno y apropiación colectiva de territorios protegidos. Cabe enfatizar que las propuestas específicas referidas a los afrocolombianos fueron presentadas, especialmente, por Rojas Birry e intelectuales como Orlando Fals Borda (1925-2008) y no de manera directa por delegados de sus organizaciones (Pulido, 2010: 259-282).

De esta manera, una vez terminada su discusión, la Constitución de 1991 proclamó de manera general el carácter diverso de la nación y disposiciones generales para realizar los reconocimientos territoriales a los pueblos indígenas. Entretanto, el asunto de la etnicidad afrocolombiana fue diferido mediante el Artículo Transitorio 55, el cual fue aceptado por los demás delegatarios bajo presión de Muelas y Rojas Birry, instrumento que determinó un plazo de dos años para redactar reglamentar una ley específica. Fue hasta 1992 que la administración de César Gaviria autorizó el establecimiento de una Comisión Nacional Especial para las Comunidades Negras la cual realizaría las discusiones pertinentes. En esta etapa, ocurrida mucho después del debate mismo de reforma constitucional, fue cuando la movilización social afrocolombiana alcanzó mayores grados de cohesión y el aporte de académicos, intelectuales y activistas fue decisivo para argumentar una etnicidad afrocolombiana propia, cuyo modelo fueron las comunidades negras del andén Pacífico. Resultado de este proceso fue la Ley 70 de 1993 o de Comunidades Negras, un resultado histórico y jurídico de enorme trascendencia, si se tiene en cuenta la trayectoria de invisibilidad y discriminación que han vivido las comunidades afrocolombianas.

Para finalizar, sin dejar de insistir en el enorme significado del componente multiculturalista de la Constitución de 1991, es necesario sintetizar, por lo menos, tres críticas a sus efectos político-culturales:

 

  1. Desde la etapa misma de debate de las propuestas de los delegatarios indígenas, se registraron una serie de contradicciones jurídico-políticas que han tenido que resolverse posteriormente mediante legislación más precisa. Me refiero a la tensión entre la unidad política de la nación y el autogobierno de los pueblos étnicos en sus propios territorios, así como a las fricciones entre diferencia cultural y reconocimiento igualitario de derechos individuales. En ambos casos, la autonomía étnica ha puesto retos al marco liberal multiculturalista de la Constitución de 1991 (Bonilla, 2006: 111-113)
  2. Los reconocimientos territoriales y de autonomía política a los pueblos étnicos han resultado en aplicaciones rígidas que han compartimentado de la noción misma de “diferencia étnica”. Los grupos indígenas y afrocolombianos desarrollaron formas ancestrales y fluidas de poblamiento, movilidad geográfica, producción material y simbólica, aspectos que la legislación multicultural ha buscado estabilizar de manera artificial mediante límites estrictos. Esto ha incidido, por ejemplo, en el surgimiento de conflictos entre campesinos y grupos étnicos por asuntos de jurisdicción territorial que, anteriormente, se manejaban de manera más informal. El caso de la comunidad Rrom ha sido clave en este sentido al ser un grupo con movilidades nómadas y territorialidades no necesariamente fijas (Bocarejo, 2015).
  3. Por último, y aquí intervienen los debates académicos, ¿qué significa en últimas la etnicidad reconocida por el Estado? ¿Son entidades, bien delimitadas en términos culturales y territoriales, que representan un saber apegado más bien a un pasado ancestral profundo y cuya transformación puede alterar sus identidades? Los científicos sociales han registrado fenómenos de “etnización” favorecida por la política multiculturalista, es decir de construcción y reconstrucción contemporánea de grupos étnicos, lo que indica su dinamismo y capacidad transformadora. Una visión estática y normativa de la etnicidad tiene el riesgo de recaer en exotismos, presentar a las comunidades como actores ahistóricos o no dar cuenta de la importante variedad implícita al interior de los pueblos étnicos. Las perspectivas interculturales pueden plantear opciones a estas situaciones.

 

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Por supuesto, los balances conmemorativos sobre la Constitución multicultural pueden ampliar estos puntos críticos o incluir aspectos insospechados que se benefician de las tres décadas de perspectiva histórica con las que contamos. Con esta síntesis apretada, he querido señalar que los logros y objetivos pendientes de esa transformación normativa crucial pueden entenderse y cuestionarse de manera más provechosa con una visión histórica con distintos alcances. Sin duda, eliminar la discriminación y la exclusión históricas que han padecido los pueblos étnicos en Colombia sigue siendo una deuda pendiente y una tarea urgente. Más aún en la Colombia actual marcada por un estallido social que se ha nutrido de los reclamos renovados de indígenas, afrocolombianos y otras minorías socioculturales.
 
Referencias citadas
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