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Sufrir la historia

Paulo Córdoba

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Pensar la relación entre guerra e historia (Geschichte) es una labor compleja y controversial. Y lo es precisamente porque reflexionar sobre un tema tan delicado exige expresar una serie de cosas crudas, violentas, poco amables con el lector. Por tal razón, cuando me motivaron para escribir un artículo enmarcado en teoría de la historia que intentase dar cuenta de la relación existente entre los choques humanos violentos y la historia, pensé en argumentar no a partir de lo que se me pudiera venir a la mente; sino a través de lo que han elaborado algunos de los más versados pensadores, sin dejar de lado – claramente – algunas de las apreciaciones que tengo sobre tales postulados.
 
Inicialmente, es necesario aclarar que existen posturas ingenuas sobre la historia que – en mi concepto – condicionan las reflexiones de los seres humanos acerca del mundo, acerca de los diferentes mundos posibles. Esta ingenuidad ha llevado a un gran número de personas a consolidar un horizonte de pre-comprensión o un conjunto de creencias según las cuales es posible llegar a vivir en un mundo sin sufrimiento.
 
Sin duda alguna, esta concepción del mundo contradice un sinnúmero de realidades en las cuales el vivir consiste en estar en una constante relación con la muerte. Una de ellas, por ejemplo, es la realidad budista según la cual la primera gran verdad que debemos aceptar para encarar  la vida es aceptar el hecho de que no hay vida sin sufrimiento.
 
En efecto, Siddharta Gautama Buda formuló su primera verdad a partir de la siguiente reflexión:
 
(i) El nacimiento es dukkha, el envejecimiento es dukkha, la enfermedad es dukkha, la muerte es dukkha; (ii) la tristeza, el lamento, el dolor, la aflicción y la desesperanza son dukkha; (iii) relacionarse con lo que a uno le disgusta es dukkha, separarse de lo que a uno le gusta es dukkha, no conseguir lo que uno desea es dukkha; (iv) los cinco grupos de apego (que constituyen a una persona) son dukkha [enumeración es de Peter Harvey] (Harvey, 1998, pág. 72).
 
Por dukkha, Buda entendía todo aquello que nos desagrada, aquello que resulta imperfecto desde nuestra perspectiva, que desearíamos cambiar con la finalidad de hacerlo más tolerable para nosotros. Sin embargo, el problema que Buda quería que la humanidad entendiese es que la realidad se nos impone, nos limita y nos obliga a interactuar con ella desde lo que ella misma es y no desde lo que desearíamos que fuera. Convivir con el sufrimiento es algo a lo que estamos condenados como especie; comprender el sufrimiento es una herramienta importante para enfrentarlo como condena.
 
En este punto, debo decir que considero que una de las formas más básicas de sufrimiento es aquel que emana de la muerte. Luego vienen todas las demás formas de dukkha propuestas por Buda. Pero ¿qué hace que una muerte sea mejor o peor? Mejor dicho, ¿cómo hacemos los seres humanos para que morir pueda ser un acontecimiento digno?

Ciertamente, existe una capacidad tan humana como el vivir que ha permitido a lo largo del tiempo que, primero, hayan tenido lugar las historias tal y como las conocemos; y, segundo, que también ha permitido el hecho de que nosotros – como especie – hayamos establecido la creencia de que existen dos formas de morir: una digna y otra indigna. Esta distinción ha hecho posible la creencia de que la muerte puede ser repudiable en algunas ocasiones.
 
Para explicar esta capacidad originaria del ser humano, considero necesario remitirme al año de 1985. En esa fecha, el historiador alemán Reinhart Koselleck presentaba ante Hans-Georg Gadamer, su antiguo maestro, una ponencia titulada Historia y hermenéutica. En ella, el autor pretendía esbozar varios puntos relevantes al momento de pensar la historia, puntos que muchas veces – considero yo – pasan desapercibidos o por descuido o por simple negación de lo real por parte de quienes intentan pensar el pasado.
 
Desde su postura personal, Koselleck considera que existen por lo menos cinco aspectos de la condición humana que hacen posible el proceso histórico, el desarrollo de la historia en cuanto tal. Tales aspectos son: la capacidad humana de poder matar, la posibilidad de reproducirnos (generatividad), y las distinciones amigo/enemigo, interior/exterior y amo/esclavo. Todo esto determina nuestras relaciones interpersonales generando choques entre nuestra propia individualidad y la de los demás.

Por supuesto, deben existir muchos otros aspectos de la humanidad que pueden permitir que las historias tengan lugar; pero me centraré únicamente en el primer punto del listado de Koselleck dado el tema que me preocupa, es decir que me concentraré únicamente en la capacidad humana de poder matar (Totschlangenkönnen).
 
Mi objetivo es simple: mostrar que el poder-matar es una capacidad propia de los seres humanos que ha hecho posible, a lo largo de la historia, que se transformen las condiciones materiales e inmateriales para que nosotros, como especie, pudiésemos llegar hasta donde hemos llegado.  Y, sobre todo, mostrar que dicha capacidad no puede ser eliminada a pesar de que la califiquemos como repudiable y como un atentado contra la posibilidad de que un ser humano pueda morir dignamente. Así, la historia aparece como una realidad incontrolable que emana de cosas como el poder matar y se impone ante nosotros para limitar todos nuestros anhelos y todas nuestras obsesiones.
 
Antes de proseguir, me es preciso señalar que el listado de los cinco aspectos constantes en la historia – que son, a la vez, condicionantes de ella – que elabora Koselleck, parte de una reflexión que este historiador hace de la teoría ontológica del filósofo alemán Martin Heidegger, según la cual solo la certeza de la muerte nos permite comprender el sentido del acto de vivir, el sentido de la vida.
 
A juicio de Koselleck, Heidegger desarrolla de forma muy precisa la fórmula precursar-la-muerte (Vorlaufen zum Tode) como una conjetura sobre el hecho de que el proceso de vida humano es siempre un camino hacia el perecimiento, hacia la muerte. Es este precursar hacia el fin de la vida lo que nos condiciona como especie, nos mueve hacia el constante cambio a lo largo de nuestra existencia.

No obstante, lo que esta fórmula no desarrolla es la posibilidad de que los seres humanos puedan acortar sus propias vidas y las vidas de otros a través de actos que atentan contra la existencia. La posibilidad de que podamos, en tanto seres humanos, dar fin a una vida acortando su historia por medio del suicidio o el homicidio, es algo tan humano como el hecho mismo de vivir. Koselleck descubre esto y lo sustenta formidablemente.
 
En términos más extensos, se podría decir que aquello que Koselleck muestra es que Heidegger no tuvo en cuenta en su teoría que los seres humanos tenemos la capacidad de matarnos para transformar nuestras condiciones históricas, razón por la cual resulta necesario desarrollar una categoría como la de poder matar para complementar aquello que Heidegger denomina como una estructura fundamental del Dasein, esto es, para complementar el análisis de la vida humana y, por tanto, el análisis de la historia misma.
 
En ese análisis se resume brevemente que “[s]in la capacidad [que tienen los seres humanos] de poder matar a sus semejantes, sin la capacidad de poder abreviar violentamente el lapso posible de vida de cada uno de los otros, no existirían las historias que todos conocemos” (Koselleck 1997, 74-75).

Continuamente, puede inferirse que la capacidad de poder matar propia de los seres humanos es y ha sido el factor fundamental de la guerra. La guerra, por su parte es y ha sido el motor de la historia hasta nuestros días. No obstante, la búsqueda por alcanzar mejores condiciones de vida para la humanidad que subyacen en una idea de paz duradera y prolífica, le ha costado a la guerra su carácter más propio: el hecho de que solo ella es capaz de transformar radicalmente las condiciones históricas de la humanidad, la vida de los seres humanos en todas sus dimensiones; a pesar de todo el sufrimiento que genera.
 
Si entendemos la guerra en un sentido lato, siguiendo por ejemplo la definición que postula el mariscal prusiano Karl Von Clausewitz (1832/2005, Libro I, Cap. I, 2. Definición), como “un duelo en una escala más amplia”, entonces es posible observar que su naturaleza gravita sobre la idea de que en ella se intenta sobreponer una potencia sobre otra, un interés sobre otro, y esto se presenta de manera violenta en tanto que ninguna de las partes está dispuesta a ceder.
 
Toda la historia de la humanidad se reduce a eso: vidas intentado sobreponerse unas sobre otras, parafraseando al historiador griego Tucídides, quien – con su obra Historia de la guerra del Peloponeso (Siglo V/2008) – ejemplifica de forma contundente que sin la guerra nunca hubiese sido imposible el oficio del historiador, puesto que de los acontecimientos trágicos que permiten los relatos de la historia surge la necesidad de recordar el pasado, un pasado marcado por nuestra capacidad de poder matarnos entre nosotros mismos para cambiar el rumbo de nuestras vidas, un pasado marcado por el sufrimiento más que por la paz y la tranquilidad.
 
Ahora bien, es muy cierto que las guerras no son garante de mejora alguna apriorísticamente. Inclusive, muchas veces una guerra puede derivar tan solo en una destrucción masiva de las condiciones plenas del buen vivir humano. Otras veces la guerra puede ser positiva para uno de los bandos enfrentados; pero negativa para el otro o los otros. De esto debe responsabilizarse únicamente al proceso histórico en cuanto tal, para luego pasar a entender que tanto la guerra como la paz –su par antitético– son procesos históricos.
 
De una manera abstracta, es posible afirmar que el proceso histórico al que me refiero es el constante movimiento de la historia que se impone ante nosotros a pesar de que emana de nuestras propias acciones.

Sin embargo, ese proceso tiene el problema de no pasar de ser eso: un proceso. Esto quiere decir que el proceso histórico –a pesar de depender de nosotros para ser posible – posee una naturaleza indeterminada, es decir que nunca podemos saber con precisión cuáles pueden ser los aspectos positivos o negativos de aquello que lo mueve, de nuestras acciones. En este sentido, cada vez que actuamos a favor o de la guerra o de la paz, lo hacemos con cálculos imprecisos hacia el futuro que nos llevan a arriesgar la precisión de nuestro pensamiento y de nuestras creencias.
 
En efecto, muchas veces es preferible apostarle a la paz y no a la guerra, puesto que los procesos de paz parecen más deseables que los de guerra; sin contar con que aparecen como los más lógicos y factibles; el problema es que ese “fin [por el] que siempre se tiene que estar luchando por realizar” (Chica García 2016), como definen algunos estudiosos de la filosofía la paz, corre el riesgo de quedar relegado para abrir paso a más procesos de duelo, de enfrentamientos humanos, por la simple razón de que no se puede eliminar una capacidad única de los seres humanos que nos condiciona y guía constantemente hacia la guerra: el poder matar. Y peor aún: por el hecho de que no se puede eliminar el sufrimiento del mundo, como sostenía el Buda Siddharta Gautama.
 
Reiterativamente se ha tendido a creer que, en tanto seres humanos, tenemos la capacidad de contener nuestros propios intereses para abrirle paso al otro como un igual. Ello ameritaría una reflexión profunda sobre la moral humana y el respeto por la alteridad que no alcanzo a desarrollar aquí. Sin embargo, puedo decir con cierto grado de certeza que, cuando la supervivencia nos obliga, somos capaces de cosas que resultan indeseables para una postura esperanzadora de la humanidad.
 
Podemos pensar desde cualquier ámbito de comodidad que siempre será plausible sobreponernos a cualquier tipo de presión que nos incite a cometer actos inhumanos, como proponen las posturas de pensamiento más esperanzadoras de la actualidad. Pero debemos comprender que existen condiciones históricas que nos impiden hacer lo más deseable para un ser humano corriente, y nos mueven a actuar de forma repudiable.
 
Ciertamente, esas posturas esperanzadoras que tienen lugar actualmente deben enfrentar la triste verdad de que los seres humanos nos encontramos –desde nuestros primeros pasos en el planeta– en una constante lucha con el mundo y aquello que lo compone, como sostenía Karl Jaspers (1995, 23), y que esa lucha ineludible puede llevarnos hacia las situaciones más extremas que ponen a prueba nuestra humanidad y arriesgan incluso nuestra existencia. Pero, por supuesto, “la crueldad y la guerra no son nada si no se perciben en carne propia” (Serrano 1998, 64), por eso solemos creer que son eludibles, que son opcionales.

En consecuencia, cada vez que se habla sobre temas tan delicados como la guerra y la paz, en términos de que es preferible la segunda a la primera, se suele caer en la ingenuidad de creer que la historia puede determinarse por una o por otra; cuando en realidad la historia se determina por una especie de fluctuación entre ambas. Francisco de Quevedo, por ejemplo, mostró al mundo el círculo vicioso entre guerra-paz-guerra – que es el círculo vicioso de la historia misma – en su concatenación de palabras titulada Abundancia, guerra, ocio, paz, vicio (Citado en: Moral 2014, 84), así:
 
Sale de la guerra paz, de la paz abundancia, de la abundancia ocio, del ocio vicio, del vicio guerra.
 
Esta idea de Quevedo resalta la falta de permanencia de la tranqulidad y la constancia del sufrimiento en la vida. Nos hace recordar la inestabilidad de nuestra historia que siempre es movida por la lucha, lucha contra el mundo, contra nosotros mismos, contra los otros que distan de nosotros, contra la idea de que sea posible un no movimiento.
 
Todo lo que nos ha caracterizado como especie ha sido el movimiento mismo, pues nos condena a ser parte activa de la historia que no tendría lugar sin nosotros, los que la narramos, los que actuamos en ella, los que peleamos entre nosotros para que ella se pueda constituirse como el proceso con sentido que deseamos que sea.
 
Como escribió Enrique Serrano (1998, 88-89):
 
¡Cuántas conquistas y derrotas se deben a un sueño, a una vacilación, a un pérfido consejo furtivo, a algún comentario imprevisto o a la traducción de algún resentimiento!
 
Ahora, imaginen ¡cuántas historias hubieran pasado inadvertidas de no ser por los violentos choques humanos en sí mismos! Permanecer tranquilos, soñar, vacilar, enojarse, resentirse, todo eso concatenado como un proceso nos lleva a llevar a cabo actos entre los que destacan los más dignos, sí; pero también los más indignos. El día en que nos quiten el derecho a equivocarnos, a actuar erróneamente, indignamente, habremos perdido el derecho a ser humanos, a deberle al mundo y a pagar nuestras deudas con nuestros semejantes.
 
Este texto nunca pretendió ser un llamado a apreciar la guerra por sobre la paz, el poder matar por sobre el poder contenternos de matar; tan solo pretende ser un llamado a pensar que la realidad no es lo que queremos que sea, sino lo que es. En este sentido, es necesario comprender que la historia – y, por tanto tanto, la realidad misma – se nos impone escapando a nuestros deseos.
 
Esto último es, tal vez, una de las razones actuales más básicas por las cuales solemos sufrir como seres humanos: sufrimos hoy en día – o quizá seguimos sufriendo – al saber que no podemos controlar la historia, la realidad; al saber que debemos sufrir la historia como algo que nos derrota al imponernos límites, al imponernos condiciones que nos cuestan los anhelos más valiosos que tenemos. Nadie quiere sufrir por algo tan banal como la historia.
 
Bibliografía

Chica García, Adriana. «“Las generaciones futuras son la que deben decidir lo que quieren ser como sociedad”: Wilson Herrera.» El Heraldo, 12 de Agosto de 2016.
Clausewitz, Karl Von. De la guerra. Madrid: La esfera de los libros, 2005.
Harvey, Peter. El Budismo. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.
Jaspers, Karl. Origen y meta de la historia. Barcelona: Altaya, 1995.
Koselleck, Reinhart. «Histórica y hermenéutica.» En Historia y hermenéutica, de Reinhart Koselleck y Hans-Georg Gadamer, 65-95. Barcelona: Paidós, 1997.
Serrano, Enrique. La Marca de España. Bogotá: Seix Barral, 1998.
Tucídides. Historia de la guerra del Peloponeso. Madrid: Alianza, 2008.