La Séptima
Sofía Bautista
Llamé a mi mamá, pues al ocaso se preocupa, “me quedaré un rato en la Biblioteca para estudiar” – mentí - cuando en realidad no quise que me escuchara llorar.
Dejé mis cosas en un locker y salí a caminar. La Séptima con su ruido, su arte, su ruta pequeña repleta de personas, callaba cualquier pensamiento interno. De pronto, dejé de pensar en las palabras de mi asesor “este trabajo no sirve para nada” y en cambio, me concentré en Don Jacinto, un artista que pintaba todo el cuerpo de oro dorado y se quedaba en la misma posición durante largas horas. Le brindé unas monedas y me alejé pensando “cuánto daño le hará esa pintura a su cuerpo, pero qué capacidad de no inquietarse por nada”.
Seguí caminando mientras retumbaba el “no sé lo que quiero” que respondió cínicamente mi pareja, después de preguntarle por qué no se decidía entre mí y otra mujer. Una lágrima deslizó mi mejilla cuando la interrumpió el espectáculo de los dos esposos que bailaban tango. “Se ven con tanto amor, no creo que sea parte de la función, ¡esas miradas no se pueden actuar!” – pensé, mientras volvía a mis gritos internos.
Llegué hasta la Plaza de Bolívar y recordé que meses atrás hubo manifestaciones y conciertos en la zona, pero cuando empieza a lloviznar, desde los vendedores hasta las palomas emblemáticas se esfuman. Ver la Plaza, tan solitaria y obscura, espanta como una película dirigida por James Wan. Además, solo tenía 6 mil pesos en mi bolsillo, por lo recurrir al café de La Escuela de Baristas estaba descartado.
Me devolví por la misma ruta y le pedí al vecino -el único vendedor que adornaba la acera- que me vendiera un Marlboro. Al ver que no podía encenderlo, pues las manos me seguían temblando, me ayudó y me regaló un chocolate. Este pequeño acto reanimó la tarde. Miré mi reloj, cuarenta minutos, qué rápido se pasa el tiempo cuando nos aislamos de la gente.
Caminé más rápido, sin percatarme mucho de fumarme el cigarrillo, hasta que llegué a la Iglesia de San Francisco. No soy una persona religiosa, pero me dio paz ver una multitud emanando tranquilidad. Solo me asomé y sentí un jalón en la bufanda, provenía de un señor que gemía “por favor, no he comido nada en dos días, regáleme algo de comer”. Me sentí culpable por gastar mi dinero en el cigarrillo y le ofrecí el chocolate, aunque esto no cura un estómago con hambre y unos brazos con frío.
Carrera Séptima y Avenida Jimenez - Felipe Restrepo Acosta - Trabajo propio CC. 4.0
Me alejé con remordimiento y mis pensamientos pasaron a sentirse egoístas: “me preocupo por sentimientos, cuando hay personas pasándola muchísimo peor”. Como la autocompasión también hastía, giré mi atención hacia unos libros, apenas cubiertos con plástico, en suelo. “¿Cuál me recomienda, vecina? solo me quedan 5.000” –pregunté, a lo que respondió tajante - “Lleve el de La Peste, de Camus”. Lo compré, sin saber que La Peste sería una premonición de todo lo que vendría después. Recobré la satisfacción, ya que, por más económicos que sean los libros frente al Teatro Jorge Eliécer, las recomendaciones son siempre acertadas.
Tras percatar el anochecer grisáceo y la lluvia que combinaba con mi ánimo, volví a la Universidad. No sabía que ese sería mi último día en los pasillos del Claustro, porque mi segundo hogar cerraría sus puertas. No sabía que ese sería el último día que tendría la oportunidad de elegir si ir o no a la Cinemateca. Nadie tenía idea que ese 13 de marzo, donde unos lo aprovecharon bebiendo, besando, llorando, sería el último día en que veríamos a nuestros seres queridos.
Desde el 14 de marzo de 2020, los titulares de grandes periódicos anunciaron “más de 300 salas de cine fueron cerradas”; “los museos cultura anunciaron su cierre al público”; “Ideartes cerrará los grandes teatros”. Pensar que por última vez recorrimos esos lugares, sin percatarnos de los detalles que hoy extrañaríamos.
¿Cuál fue el precio? Cunas de arte quebradas, espectáculos sin espectadores, con ayudas que aparecieron, como todo, ¡demasiado tarde! Se impuso la odiosa palabra “reinventarse”, que en mi opinión, es forzar a cambiar la esencia del arte. La nueva normalidad cambia visitas por turnos, aforos por limitaciones de 3 o 4 personas, un guía que interrumpía tus pensamientos, por un agente que te mide la temperatura. Tendremos límite de tiempo para apreciar el arte, porque debe haber un flujo constante de personas. Tampoco podremos recorrer libremente, ya que debemos evitar las concentraciones en los vestíbulos.
¡Aún más trágico! Los eventos artísticos y culturales, los conciertos, las exposiciones, las obras, siguen suspendidas, al menos hasta nueva orden. Lo irónico es que los pocos sobrevivientes, es decir, los Museos, se plantearían ser gratuitos, a pesar de las pérdidas económicas que sufrieron en estos meses.
Cuando leí esto, pensé: ¿y los actores de los teatros? Sus ingresos provienen de una parte de la taquilla, a algunos ni se les ha pagado la seguridad social, pues cómo garantizarla si ni siquiera se pueden pagar los servicios públicos del mismo. Además, no olvidemos a Don Joaquín, a los bailarines de tango, al vendedor de Marlboro y chocolates, a la conocedora de libros ni al habitante de calle de la Iglesia. No olvidemos a las personas que se ganan la vida con la preservación de la cultura.
El corazón se te parte en dos cuando vez a tus centros de paz, de alivio, de escape, desplomarse; cuando vez la muerte lenta de la cultura, en un país que se ha enriquecido en ella; cuando a los artistas de instituto o de calle se les cierran sus puertas. Sé que miles de latidos sentimos el dolor, pues ese 13 de marzo en La Séptima, mis ojos no eran los únicos que buscaban ese escape constante de la realidad.