Transiciones: humanas demasiado humanas
Manuel Guzmán Hennessey
En el mundo de la economía y de las finanzas, por nombrar tan sólo los dos mundos más directamente relacionados con la riqueza y el crecimiento de las sociedades, una cosa está clara: es preciso modificar la manera en que las sociedades alcanzan su progreso. Para hacer los cambios que ello requiere, quizás sea necesario repensar lo que tradicionalmente hemos entendido como progreso y preguntarnos si esto entraña necesariamente crecimiento de las economías, las ciudades o la producción de basura. Repensar, como pidió Augusto Ángel Maya, “la totalidad de la cultura”. Pero mientras damos esta discusión monumental, lo que está claro es que el mundo económico y financiero puede aportar mucho para acelerar la transición hacia un mundo con menos carbono.
Esta transición involucra a otros sectores de la sociedad, especialmente a aquellos relacionados con el modo de pensar y de actuar de los individuos. Esto es, aquellos sectores que también pertenecen al ámbito de las ciencias sociales y humanas, pero que son distintos de la economía. Me refiero a la educación y a la cultura. A los basamentos éticos, morales y políticos que conforman los valores de las personas según las cuales entienden el devenir de la historia y actúan en el mundo conforme a tales ideales.
El compromiso que compete a este sector, en la construcción de una sociedad sin carbono, quizás no esté tan claro aún.
Para intentar poner un grano de arena en esta asignatura pendiente, traigo a colación lo que dijo Martin Luther King Jr en la Universidad de Stanford: “Debemos iniciar un cambio para dejar de ser una sociedad orientada a las cosas y convertirnos en una sociedad orientada a las personas” (Luther King Jr, 1967). Lo anterior sugiere lo que un día dijo Antonio Elizalde en un foro de la Universidad del Rosario: “el cambio a realizar no está en la economía ni en las finanzas, tampoco en las esferas de la política internacional, sino en la cultura”.
Y al lado de estos pensamientos, permítanme citar al Papa Francisco en su encíclica Laudato Si´. Esto escribe:
Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida… un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración. (Papa Francisco, 2015, §202)
Ahora bien, el cambio en la cultura dominante, el cambio en el modo como las personas entienden el desarrollo del mundo, no será posible sin recuperar, como escribe Ernesto Sábato, “aquello que de humanos hemos perdido”. Y para volver a lo humano es preciso educar para lo humano y no simplemente para lo funcional económico, como lo viene pidiendo la filósofa norteamericana Martha Nussbaum.
¿Qué hay que hacer para ello?
El propio Ernesto Sábato nos entrega una pista. Nos confiesa en su libro La Resistencia, que conserva una esperanza “demencial” en que podamos lograr una vida más humanitaria en esta sociedad dominada por el individualismo y la competencia. Apela para ello al rescate de lo que él llama “los valores del espíritu”, los únicos remedios que pueden curar a la humanidad de la soledad y la deshumanización: la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad, la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los demás.
Este sería el catálogo “humano demasiado humano”, como anticipó Nietzsche, que nos podría guiar, durante el poco tiempo que aún tenemos para enfrentar la crisis del cambio global.
Pasar del antropocentrismo de tipo utilitarista que se impuso como paradigma desde el siglo XIX, y que halló su apogeo en la sociedad tecnológica avanzada del siglo XX, a un nuevo tipo de antropocentrismo de tipo sistémico, que nos devuelva la conciencia biosférica global y nos haga sentir parte de un gran sistema. Este antropocentrismo sistémico debería ser impulsado por el proyecto educativo global que aquí invoco, y que de alguna manera, tendría la pretensión de propiciar un nuevo renacimiento de la humanidad.
Este nuevo paradigma debe actuar sobre el punto de inflexión histórico de la actual crisis global: 2020-2050. De manera que la gran transición hacia un mundo sin carbono supone el diseño de un programa global de acción sobre este periodo histórico, que partirá, necesariamente, de los acuerdos de París 2015 (COP 21), y de los objetivos de desarrollo sostenible, esfuerzos globales en marcha para detener el avance de los ‘derivados sistémicos’ de la crisis.
¿Y a qué debe apuntar esta gran transición? A lo siguiente:
El concepto de la gran transición ha sido explorado ya por algunos autores, y hoy parece haber consenso entre los científicos sociales sobre la necesidad de profundizar en los ejes conceptuales y técnicos que deberían guiar esta transición entre el periodo 2020-2050.
El abordaje más conocido es el del Grupo de Escenarios Globales (gsg)[1], convocado en 1995 por el Stockholm Environment Institute con el objetivo de examinar los requisitos necesarios para lograr una transición de gran escala hacia la sostenibilidad del mundo. Este grupo tuvo en cuenta trabajos como Branch Points y Bending the Curve, que analizaron los riesgos y las perspectivas de la sostenibilidad dentro de futuros de desarrollo convencional.
El concepto del desarrollo sostenible que guió los intentos de la sociedad para superar la crisis ambiental de los años sesentas, hoy nos resulta insuficiente para enfrentar la crisis climática. Quizá podríamos incorporar un mejor sentido humano de la sostenibilidad, y encontraríamos que al despojar a esta palabra del constructo ideológico economicista del desarrollo sostenible, nos descubre perspectivas más viables y sencillas, como la del bienestar humano, el cuidado social o la felicidad colectiva.
¿Qué grupo social debería liderar esta gran transición? Sin duda “La generación del cambio climático”, los jóvenes de los días que vendrán, quienes se verán empujados —compelidos— a la necesidad de adaptarse a una problemática irreversible y por ende difícil, que compromete el futuro de sus descendientes y escatima sus sueños y sus esperanzas.
Para que esta generación, heredera del problema, pueda actuar con celeridad y eficacia, y no repita las equivocaciones cometidas por las generaciones que les precedieron en el diseño de las sociedades del mundo, se necesita un esfuerzo educativo global, también de extraordinarias proporciones. Arturo Sosa, el nuevo jefe de los jesuitas en el mundo, ha pedido una gran red de universidades por la salvación del mundo. Este es el tamaño del desafío que nos espera. Cuestionar la lógica actual de la economía y de los mercados, pues no será repitiendo los errores del pasado como podemos construir un futuro verdaderamente sostenible.
Si así lo hacemos así fracasaremos, como sostiene E. Hobsbawn:
Sabemos que más allá de la opaca nube de nuestra ignorancia y de la incertidumbre de los resultados las fuerzas históricas que han configurado el siglo siguen actuando. Vivimos en un mundo cautivo, desarraigado y transformado por el colosal proceso económico y tecno-científico del desarrollo del capitalismo que ha dominado los dos o tres siglos precedentes. Sabemos, o cuando menos resulta razonable suponer, que este proceso no se prolongará ad infinitum. El futuro no sólo no puede ser una prolongación del pasado sino que hay síntomas externos e internos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórica. (Hobsbawn, 1995, p. 576)
[1] Participaron en este grupo los siguientes autores, entre otros: Michael Chadwick, Khaled Mohammed Fahmy, Tibor Farago, Nadezhda Gaponenko, Gordon Goodman, Lailai Li, Roger Kasperson, Sam Moyo, Madiodio Niasse, H. W. O. Okoth-Ogendo, Atiq Rahman, Setijati Sastrapradja, Katsuo Seiki, Nicholas Sonntag y Veerle Vandeweerd.