México y su política exterior, mirando a sus semejantes
Mauricio Jaramillo Jassir
Mauricio Jaramillo Jassir
La llegada de Andrés Manuel López Obrador a la política mexicana podía causar sorpresa por el desprestigio de la izquierda en el plano regional.
El desastre de Venezuela, el debilitamiento inocultable de Daniel Ortega en Nicaragua y el cambio de rumbo en Ecuador con un presidente de la misma plataforma progresista de Rafael Correa, parecían indicar el cierre definitivo de un ciclo de izquierda(s) en América latina. En casi todos los países donde se dieron procesos electorales recientes, los candidatos conservadores apelaron a la figura de Nicolás Maduro para desacreditar a sus rivales progresistas.
En la otra orilla, se debe pensar que el triunfo de AMLO no es una sorpresa, por los fracasos estrepitosos de los gobiernos anteriores en las últimas décadas, tanto del Partido de Acción Nacional (PAN), que no resultó ser una alternativa viable al establecimiento, como del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El partido, casi que equiparable al Estado en algún momento, ha sufrido un descrédito que lo ha ahogado en escándalos de corrupción y en la incapacidad para hacer frente a las amenazas ligadas al problema de la droga. Así pues, la llegada de una tercera fuerza progresista -incluso si dicho carácter es objeto de controversia- y diversa es la consecuencia natural de la alternación política, en uno de los Estados latinoamericanos más sensibles a las presiones externas por su importancia geopolítica, económica y diplomática.
Por ende, cuando se dio el triunfo de AMLO no se esperaba que fuese un mandatario de postura radical, amigo y promotor de la Revolución Bolivariana, sino un moderado pragmático, pero eso sí, consciente del legado nacionalista de casi todos los gobiernos, vocación presente en el ADN del PRI, partido que formó a casi todos los dirigentes mexicanos hasta generaciones recientes. Hasta ahora, eso ha hecho que el jefe de Estado maneje un discurso de política exterior en el que siempre a sale a relucir la célebre Doctrina Estrada, de respeto por los asuntos internos de otros Estados y confirmando el apego irrestricto al derecho internacional, característica muy presente en la diplomacia mexicana como latinoamericana. Vale recordar hace unos años, a Vicente Fox de que, a pesar de no estar en la línea ideológica del PRI, tomó franca distancia con Estados Unidos cuando se decidió lanzar el ataque contra Irak. El gobierno de Fox cambió varios aspectos de la proyección regional mexicana, pero su posición frente a esa guerra fue testimonio de consensos mínimos entre administraciones de distintos colores políticos.
En su política exterior, AMLO ha dado muestras de coherencia con los valores del Movimiento Regeneración Nacional (MORENA) que lo llevó a la presidencia, sin abandonar la razón de Estado mexicana, mostrando con ello, que se puede mantener una buena relación con Washington sin la necesidad de alinearse en todos los temas. En cuanto a Venezuela, las migraciones y el comercio se ha podido ver un equilibrio entre el vínculo necesario e ineluctable con Washington y la región natural de México, América Latina.
En el tema venezolano, se insistió siempre que México no daría lecciones sobre derechos humanos o democracia, pues no sólo se pensaba genuinamente que, ningún país está en capacidad de hacerlo, sino porque aquello suponía abandonar una práctica latinoamericana, que ha mantenido con éxito las buenas relaciones entre Estados. Reducir eso a la hipocresía diplomática, constituye un simplismo que, además desconoce los riesgos mayores de que algunas naciones amparadas en la superioridad moral, decidan romper la soberanía de otras. La voluminosa historia de intervenciones en Asia Central y Oriente Medio por parte de Estados Unidos lo ilustra de forma contundente. En virtud de esta moderación mexicana, junto con Uruguay y Bolivia son los únicos Estados que conservan oportunidades reales de incidir en una transición en Venezuela y aportar a una solución definitiva, para una de las peores tragedias en la historia del continente. La mayoría de países (especialmente los del Grupo de Lima) quedó atrapado en la lógica de confrontación que hace impensable cualquier contribución a la democratización venezolana.
En cuanto al espinoso tema comercial, México ha sido uno de los más vulnerables al nacionalismo económico de Donald Trump, pues desde que era candidato, denunciaba los efectos devastadores sobre el empleo estadounidense de la deslocalización de empresas, que preferían contratar en el vecino sur. A esto se sumaban las condiciones de intercambio desfavorables en el entender de Trump. Todo en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) firmado por ambos y Canadá en 1994. Con el anuncio del cobro de un arancel del 5% a las importaciones provenientes de México, se notó la estrategia estadounidense de presionar por conseguir mejores resultados en cuanto al control migratorio y tráfico de drogas ilícitas. El compromiso al que llegó el gobierno de López Obrador con su homólogo estadounidense es una muestra que de poco sirve en estos tiempos el alineamiento absoluto, pues siempre es posible negociar directamente cada tema. En nada afectó a México, por ejemplo, haberse apartado del consenso del Grupo de Lima e insistir con vehemencia en la Doctrina Estrada para distanciarse de Estaos Unidos sobre el tema venezolano. A pesar de todo, llegó a un acuerdo con Estados Unidos que abre un nuevo capítulo en esa relación bilateral en la que no se percibe un sometimiento.
A AMLO le queda enfrente una compleja tarea por el compromiso contraído, que le debe significar un avance en el plano interno (pues las migraciones de centroamericanos comienzan a inquietar a las autoridades mexicanas) y respecto de su vecino norte. Este nuevo episodio mexicano-estadounidense deja una lección sobre un nuevo papel para el gigante mesoamericano en el escenario regional, menos ideológico más pragmático, pero inspirador para Estados como Colombia que desde hace varias décadas, interpretan que una buena relación con Washington equivale a un sometimiento total.