¿Es posible un gobierno tecnocrático que carezca de ideología?
Tomás Felipe Molina
Tomás Felipe Molina
“Ideología” se ha vuelto una mala palabra en Colombia. Por eso mismo, los políticos nos prometen que gobernarán sin ella.
Los ciudadanos, entusiasmados, piden también eso: que se gobierne sin ideología. ¿Pero a qué se refieren ambos con aquella palabra?
Básicamente utilizan la palabra en el sentido de Engels: un discurso o doctrina que produce una distorsión de la realidad. Por lo tanto, gobernar sin ideología implica ver las cosas tal y como son, sin distorsión alguna. Con este propósito, los gobernantes utilizan tecnócratas que se encargarán de llevar a cabo las políticas públicas a partir de una racionalidad eficiente, científica y exacta. Por eso los gobiernos supuestamente “sin ideología” se llaman a sí mismos “tecnocráticos”. Cabe preguntarse entonces, dada la popularidad de esta forma de pensar, si en realidad es posible el gobierno sin ideología.
Ya Max Weber había visto en “La política como vocación” que los Estados modernos necesitan de lo que él llamaba “trabajadores intelectuales altamente especializados”. Se refería tanto a los burócratas convencionales como a los que hoy llamamos tecnócratas. Estos son necesarios porque toda administración necesita de labores puramente técnicas de las que el diletante no es capaz o no quiere hacer. Por lo demás, el tecnócrata está mucho más informado de los problemas del ramo en el que se desempeña que el político profesional, de manera que no es posible gobernar sin él.
¿Pero es posible que los tecnócratas gobiernen sin ideología? El sociólogo alemán Max Weber sostenía que la técnica científica puede comprobar objetivamente la adecuación de unos medios a ciertos fines. En otras palabras, puede mostrarnos objetivamente la manera más eficiente y correcta de construir o hacer algo. No obstante, Weber también vio que los medios siempre tienen unos fines: y sobre esos fines la ciencia no nos puede decir nada. Nuestros fines están fundados valores y preferencias que están más allá de la ciencia.
La tecnocracia, por lo tanto, podría tener una técnica más objetivamente eficiente para hacer algo, pero eso no quiere decir que sus fines carezcan de una posición valorativa y política. Ni el tecnócrata más rigurosamente entrenado podría escapar, por lo tanto, de fines subjetivos. La objetividad rigurosa del tecnócrata se ve empeñada, entonces, por la subjetividad de sus fines.
Hay tres problemas aquí. El primero es que los gobiernos tecnocráticos no reconocen que sus fines no pertenecen al dominio de la técnica y la ciencia. Sus fines son políticos y por lo tanto dependientes de visiones de mundo, de ideologías. En el gobierno tecnocrático, como en los demás, hay toda clase de presupuestos ideológicos que guían la acción. Por lo tanto, son los tecnocráticos, paradójicamente, quienes distorsionan la realidad por medio de la ideología: se quieren mostrar como gobiernos objetivos, aunque se basan finalmente en posiciones ideológicas subjetivas.
El segundo problema es que la técnica no es buena si no se pone al servicio de lo bueno. Eso es algo que Platón ya había visto: toda técnica que no esté al servicio de fines buenos es falsa. Puede llegar incluso a ser nefasta, puede llegar a destruir mucho más de lo que construye. Una técnica refinada al servicio de fines mezquinos produce más inepcia y horror que una más modesta al servicio de fines nobles. Por lo tanto, alabar a un gobierno por tecnocrático, sin evaluar qué fines políticos sirve, es impropio de personas inteligentes y críticas.
El tercer problema es que buena parte de la técnica que se utiliza en el gobierno no es propiamente científica en el sentido de la física o la química. Es ciencia social basada en evidencias extremadamente discutibles, como la economía y la administración de empresas. Aquí no hay objetividad pura como en las ciencias duras: la interpretación pesa tanto como los hechos. Es más: lo que se consideran hechos depende de una posición interpretativa particular. Justamente por eso, la subjetividad y la ideología son inseparables del quéhacer del tecnócrata.
Tanto los políticos como los tecnócratas, empero, pretenden que su visión es objetiva y clara. Evidentemente suponen, como también lo había visto Weber, que las visiones de mundo de sus contrincantes son irracionales y subjetivas. Pero toda visión de mundo implica ya un punto ciego, una distorsión. Toda posición política es ideológica, aunque resuelva sus problemas mediante la racionalidad formal del tecnócrata.
¿Y qué decir del carácter supuestamente apolítico de los tecnócratas? El mismo Weber decía que una decisión está políticamente condicionada si depende directamente de los intereses en torno a la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Esto quiere decir que si un tecnócrata decide bajar o subir impuestos, si decide subsidiar a ricos o a pobres, etc., está tomando decisiones políticas: todo lo anterior depende directamente la distribución de poder en una sociedad. El tecnócrata, por tanto, aunque solo intenta resolver un problema por medio de la racionalidad formal, está sirviendo intereses políticos claros.
Un gobierno tecnocrático solo es bueno si sirve una visión de mundo ética y responsable. La tecnocracia puede resolver muy bien cómo crear un sistema de bienestar para todos. O puede, como en el caso del nazismo, organizar la matanza de millones. En sí misma no es buena ni mala: necesita de un político que la guíe hacia el bien.
Los políticos siguen haciendo llamados a que nos unamos para trabajar donde “no hace falta ideología, ni política”, donde todo lo podemos resolver mediante la racionalidad formal. Pero esa no es otra cosa que pedirnos que abdiquemos de nuestra racionalidad substantiva, de nuestro sistema de valores, para que, como tecnócratas, obedezcamos e intentemos resolver ciertos problemas bajo el mandato ideológico y político de quienes tienen el poder. Todo gobierno necesita de técnicos entrenados que se encarguen de llevar a cabo las políticas públicas. Pero es justamente la ideología o visión de mundo detrás de dichas políticas públicas la que determina la bondad de la técnica que las aplica. Hasta los Nazis, no lo olvidemos, contaron con ejércitos de tecnócratas y científicos que coadyuvaron a los horrores del fascismo.