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El sesgo urbano del Estado moderno de derecho en Colombia De cómo se imaginó el país de las ciudades, pero no se ha imaginado el del campo

Camilo Vargas Betancourt

Bogotá - Foto fde Url.desastre

Un mecanismo geopolítico clave y con frecuencia subestimado para crear el Estado en América fue la ciudad hispanoamericana.

Ya reflexionaba José María Samper, al completarse medio siglo de vida política independiente y constitucional en Colombia, que “la República sólo existe, y eso a medias, en las ciudades. A mucho andar llega hasta las villas y allí se tranca.” Pues una de las grandiosas, pero también onerosas, herencias de la Latinoamérica colonial es que la modernidad llegó en forma de pequeños puntos geográficos ultra organizados, generadores y concentradores de riqueza, llamados ciudades. Pero no llega más allá.

Eso de que “la ausencia del Estado en las regiones” es la causa de nuestros problemas de desigualdad, violencia y conflicto, lo que nos impide ser un país en paz, porque hay zonas “abandonadas por el Estado” y “cooptadas por la ilegalidad”, es muy cierto y no es un problema de la Colombia contemporánea, la del Conflicto Armado (con mayúscula, el periodo histórico de nuestras últimas siete décadas). Eso es un “problema estructural” (como también se dice) que se remonta a cómo empezamos a formar Estado en América. En tiempos que ya están olvidados.

La insistencia en creer que nacimos como nación mágicamente un 20 de julio solo ayuda a negar uno de los muchos, grandes y profundos problemas que encierran a Colombia en interminables ciclos de violencia e injusticia. Esta reflexión busca reivindicar el peso que tiene nuestra historia urbana y su contracara: nuestra negación de lo rural. No durante el Conflicto, ni durante Colombia, sino durante un medio milenio.

La territorialidad urbana hispanoamericana
La forma cultural de concebir y vivir el espacio por parte de quienes han configurado nuestro ordenamiento estatal se inscribe en el nivel más amplio de la formación histórica de la “territorialidad” de la clase política colombiana, tanto liberal como conservadora, que tomó hace siglos el manejo de las instituciones estatales de dominación del sistema político colombiano.

La “territorialidad” es una representación cultural sobre el espacio, son las concepciones que tienen las personas sobre el espacio en el que se encuentran y la forma en la que viven en él. Eso de la territorialidad es importante porque la gente suele vivir en lugares imaginados. Todos en Colombia hemos visto un mapa de Colombia y sabemos que “vivimos ahí”. Pero pocos se han dado a la tarea de recorrerla y entender lo que contiene. A mucha gente las referencias geográficas del “Chiribiquete”, el “Catatumbo”, el “Bajo Cauca” (que no queda en Cauca ni en el Valle del Cauca, sino en Antioquia) solo le traen a la cabeza fantasías. Son países mágicos, en general terribles, que están más allá de la experiencia. Se ven por Caracol y RCN, pero no hay que vivir allí. Todo eso está en Colombia, donde “vivimos”. Pero no conocemos bien el lugar en el que vivimos. En su mayor parte nos limitamos a imaginárnoslo. Eso es la territorialidad.

Ni qué decir de la indignación colombiana cuando una corte desde Holanda mandó quitar un “pedazo de mar” (esos extensos cuadrados de océano que veíamos en nuestros mapas alrededor de los punticos de San Andrés y Providencia) para entregárselo a Nicaragua. La abrumadora mayoría de colombianas y colombianos no nadaban en dicho mar, ni lo navegaban ni pescaban. Aún así lo sentían propio. Se lo imaginaban suyo (dejando de lado las antiquísimas quejas sanandresanas de, también, abandono estatal).

Pues bien, ese “Estado” que en Colombia se reclama que llegue a las regiones abandonadas, esa esperanza de paz en donde reina la guerra, se circunscribe a un modo histórico en particular de territorialidad con la cual se formó América Latina: la ciudad hispanoamericana.

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Mapa geográfico de Colombia - de Milienioscuro, CC.4.0

Los delirios de la colonia: el Estado para dominar al Mundo
Este tipo de ciudad se inventó en el apogeo del imperio español del siglo XVI, al final de la Edad Media, en pleno Renacimiento, y cuando una familia austriaco-española (llamados así, “los Austrias”) se apoderó desde el continente europeo de un montón de tierras en el africano, el asiático y el americano. Por lo menos se apoderó jurídicamente, en tiempos en que se consolidaba la propiedad a través del derecho. Pero que los austriaco-españoles del siglo XVI controlaran de verdad lo que ocurría en sus colonias era otra cosa. El intento desquiciado de poner orden al otro lado del Mundo derivó en la invención de la ciudad hispanoamericana: un modelo muy propio de nosotros de donde vienen nuestras monstruosas ciudades actuales y nuestros pintorescos pueblitos.

La reflexión sobre el momento en que inició Latinoamérica es importante. Hablamos de la América “latina”, la que habla en general lenguas provenientes del Mediterráneo (donde se hablaba latín)[1]. Claro está que Latinoamérica es el resultado de la mezcla de todo lo que había en América antes del “descubrimiento” de unos pocos europeos de muchos americanos, más toda una migración humana y cultural desde Europa, Asia y África hasta dar con eso que somos hoy.

El momento es importante porque sobre este tipo de regiones calificadas (territorializadas) como “Tercer Mundo” o como “subdesarrolladas”, se tiende a creer que lo son y que siempre lo han sido. Se las imagina desde afuera y desde adentro como “atrasadas”. Eso es totalmente arbitrario, pero así se lo creen muchos. Por eso es importante pensar en que el momento en que América Latina se empezó a hacer a través de ciudades fue un momento de apogeo político.

La época (por los años 1500) en que los nietos de los Reyes Católicos españoles se lograron emparentar con reyes y nobles italianos, franceses, neerlandeses y alemanes y se lanzaron a la empresa megalomaníaca de dominar el Mundo, es la época en que empezamos (nos guste o no) a hacer Estado y a hacer nación. Arrancar de sopetón nuestra historia un 20 de julio de 1810 o un 7 de agosto de 1819 es empezar a vivir con amnesia sobre la mitad de la vida.

En este punto vale hacer una aclaración importante sobre la particularidad de Colombia en América Latina. Porque esto de las ciudades latinoamericanas es común a toda la macrorregión. Pero que la ruralidad quede tan lejos y tan abandonada es lo particular. Colombia empezó a hacer Estado desde hace siglos trepada en sus cordilleras, y por mucho en las playas del Mar Caribe.

A diferencia de otros países latinoamericanos que tienen su ruralidad al alcance de sus ciudades, Colombia es un país de países, mucho de los cuales están aislados, a los cuales el Estado colombiano siempre les ha pasado por el lado sin tocarlos y que por eso viven generando para-estados: conservadores, liberales, guerrilleros, paramilitares, disidentes, criminales, pero al fin y al cabo los próceres de otros Estados que no son exactamente Colombia. De nuevo, estamos hablando de esos países de fantasía del conflicto colombiano como los “Montes de María”, las “Sabanas del Yarí”, el “desierto Guajiro”, el “triángulo de Telembí”, e innumerables lugares macondianos donde, por alguna razón aparentemente inexplicable, Colombia no llega a Colombia.

España tampoco nunca llegó a su imperio, pero lo pretendió. En los años 1500, decíamos, esa confusa mezcla de españoles a la vez europeos, árabes y berberiscos, musulmanes judíos y cristianos, que se negaban a sí mismos a pesar de ser todo eso, llegó a América a negar y al tiempo integrar a su empresa megalómana (al imperio mundial) a indígenas americanos y negros africanos.

El lugar común de la conquista española en América es que fue un genocidio y sometimiento racista, lo cual tiene parte de verdad, pero también es cierto que humanistas de la época como Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas formularon influyentes defensas jurídicas y teológicas de los derechos de los pueblos indígenas y afro-descendientes, determinantes para la historia de América. Aplicando esas ideas es que el catalán Pedro Claver se hizo santo en Cartagena (y allí se le tiene una estatua de la que se debería hablar más sin tener que esperar a que alguien llegue a tumbarla para ahí sí poder hablar de ella).

La temprana defensa de los derechos humanos (de sus antecedentes) en Colombia (y en América) se enfrenta, pues, a ese drama que significa que el Estado (la institución más capaz de hacer respetar los derechos) solo emana de las ciudades, y entonces los derechos y la justicia (y hoy la democracia y la igualdad) se quedan inalcanzables para las partes alejadas de las ciudades.
 
Para dominar el planeta, los enviados de la Corona Española empezaron a llevar por el mundo en los años 1500 y 1600 la antigua tradición municipal castellana. En ella se mezclaba la herencia física de ciudades romanas y luego musulmanas, con categorías de filósofos griegos como Aristóteles, urbanistas romanos como Vitrubio, fuentes teológicas patrísticas como San Agustín y escolásticas como Santo Tomás, y proyecciones medievales del orden social, jurídicas como las Siete Partidas del rey castellano Alfonso X y filosóficas como la Utopía de Tomás Moro. Toda esta recopilación de ideas y prácticas, tan propia del Renacimiento, llegó a modelar políticamente a América en el siglo XVI y se materializó en las ciudades latinoamericanas.

Vale añadir que todas estas concepciones se reproducían en el contexto de la Contrarreforma, del barroco. El refinamiento de los dogmas y ritos católicos para hacer frente al avance del protestantismo. En este contexto se generaron costumbres de pompa y esplendor a través del arte, los ritos religiosos y las ceremonias sociales, para promover los símbolos de la Iglesia y el rey austriaco-español (los reyes Habsburgo) como referentes de identificación y liderazgo para el conjunto de pueblos cobijados bajo su proyecto de imperio global.

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Parque Nacional Natural Chiribiquete - Foto de CArlos Castaño Uribe, CC. 4.0

Así se llenó América de Baricharas, Villas de Leyva y Popayanes, ciudades de pinta mediterránea en medio de los Andes con enormes iglesias hechas al estilo de los templos y palacios greco-romanos, que reunían a la población masivamente en torno a instituciones (la Corona y la Iglesia) que sobrepasaban el alcance político de la ciudad, pero que eran esencialmente urbanas. Este modelo de ciudad barroca es lo que tenemos en el fondo. Y en particular en Colombia, no hemos sabido inventar otro modelo para llevar Estado a donde no hicimos ciudades de este tipo desde un principio.

La ciudad barroca hispanoamericana
La Corona Española buscó asegurar el ejercicio de su dominación en América gracias al desarrollo de una versión original de la ciudad barroca: la ciudad hispanoamericana. Ésta surgió de numerosas ordenanzas reales que adaptaron las intenciones de los administradores públicos castellanos a las condiciones y los intereses locales.

La arqueología del Estado en Colombia nos lleva a consultar las “Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias dadas por Felipe II el 13 de julio de 1573 en el Bosque de Segovia”, para darnos cuenta de que desde 1573 los gobernantes ya estaban metidos en el problema de hacer Estado para construir la paz. Más allá del debate de cuándo empezó la guerra en Colombia, si con el “descubrimiento”, si mucho antes y sin necesidad de europeos, si la guerra llegó al campo con el intento de imponer la paz y el orden de las ciudades; el hecho es que hoy seguimos atrapados en el dilema de organizar un territorio en guerra.

Las mencionadas ordenanzas son una recopilación de normas que está en la base de que nuestros pueblos sean en general enormes cuadrículas, con un gran mercado central rodeado de una iglesia, un cabildo (o concejo) y un juzgado con una cárcel.

La presencia física de una Iglesia a la que había que estar yendo siempre emplazaba en el corazón de las ciudades (tanto de indios como de españoles) la función eclesial de instaurar una cosmovisión y una moral comunes. La presencia allí mismo de las instituciones judiciales centralizaba geográficamente la función civil de impartir justicia, lo cual era la base de la legitimidad del monarca de la época (los reyes austriaco-españoles de los que se habló antes). Estas mismas instituciones eran las autorizadas para recolectar tributos.

Con esos impuestos se financiaban los funcionarios especializados (y en principio enajenados de la propiedad de sus cargos) con los que funcionaban las instituciones estatales coloniales. Por ello se puede hablar del Estado colonial como un Estado de tipo moderno. Muchos de los funcionarios estatales eran originarios de las mismas ciudades hispanoamericanas que administraban, y para su formación prontamente se erigieron universidades, manejadas por órdenes religiosas.

Mucha gente no sabe qué imaginar cuando ve que la Universidad Santo Tomás existe en Bogotá desde 1580, o cuando en la Plaza de Bolívar ve la inscripción de “1604” en las paredes del Colegio San Bartolomé (la otrora sede de la Universidad Javeriana), o cuando ve que el Rosario anuncia en sus pendones que existe desde 1653. Nadie sabe qué pasaba en esa época por la amnesia colectiva que implica ser colombianos.
Pero estos hechos son importantes para entender los contrastes y la desigualdad que hay en nuestras nociones de “ciudad” y “campo”. Desde tiempo colonial había una élite imaginando y gobernando al país, por lo general desde las quimeras de sus lecturas y escrituras. Pintando mapas para imaginar qué era el país, sin tener que recorrerlo. Ese grupo, al que Ángel Rama llama la “Ciudad Letrada”, sigue gobernando muchas de nuestras sociedades. En un país tan necesitado de entender la complejidad de su ruralidad como Colombia (nada menos que para acabar con su interminable guerra), eso es bastante inconveniente.

Ángel Rama decía que los letrados urbanos que vivían en estas ciudades barrocas hispanoamericanas del megalómano imperio español bajo el que empezamos a construir nuestro Estado terminaban “escribiendo” la realidad de su sociedad, más que implementándola. Lo que Rama llamaba la “ciudad escriturada” es esta tendencia muy latinoamericana, y muy colombiana, de resolver los problemas de la vida real escribiendo extensas leyes imaginarias, constituciones de 400 artículos y Acuerdos de Paz de 300 páginas, que luego no se sabe cómo implantar muy lejos de las ciudades.

Esto es una práctica nacional. La gente que promovió las independencias y se inventó que éramos Colombia era este tipo de Ciudad Letrada que poco entendía (o entiende) del campo no letrado, pero sí muy real; de la ruralidad que compone la mayoría del territorio colombiano, que produce todos sus recursos y en la que se enquistan sus mayores problemas.

La ciudad letrada y escriturada colombiana
Una muestra de la magnitud de este fenómeno de la ciudad letrada es el uso que indígenas letrados (por consiguiente, élites locales) hacían del sistema judicial emanado del Rey para defender sus intereses, tanto frente a españoles como a otros indígenas. Jorge Gamboa, desde el ICANH, describe el tránsito de los “psihipquas” muiscas a los “caciques” coloniales señalando el “problema de los caciques letrados”, que se volvían abogados y, por esa vía, un dolor de cabeza para españoles y demás coterráneos con intereses encontrados. Porque aprendían a usar el Estado para defender sus derechos, o bien, para imponer sus privilegios.

Para los hispanoamericanos, integrar la Ciudad Letrada se convirtió en un medio para convertirse en clase política (por allí va la noción actual del “cacique político”). Para convertirse en la “gente muy decente” de la que hablaba Juana Marín Leoz, refiriéndose a las redes de familias y amigos de la Nueva Granada del siglo XVIII.

Esta fue una tendencia que cubrió por igual a la clase política liberal y conservadora de la temprana Colombia. Por ejemplo, miembros de la familia Mosquera, hacendados del Cauca, llegaron a ocupar cargos tan diversos como la presidencia del Consejo de Regencia en Cádiz, que gobernaba en la imaginación la España de los 1810s y se imaginó nada menos que toda una constitución (la de Cadiz de 1812) para reformular y modernizar el mencionado imperio megalómano cuando ya había sido totalmente invadido por Napoleón . La Familia Mosquera, decíamos, pasó por presidir el Consejo de Regencia (fue el caso del payanés Joaquín de Mosquera y Figueroa), controlar la sede arzobispal de Santa Fe tras la Independencia (con el sobrino de Joaquín, Manuel José Mosquera y Arboleda), hasta tener la presidencia de la república cuatros veces, y a nombre de ambos partidos (con el hermano de Manuel, Tomás Cipriano de Mosquera).

Otro ejemplo de letras, constituciones y guerras es el del letrado colombiano que fundó la primera academia de la lengua de América, escribió la Constitución de 1886 y embarcó a Colombia en la sangrienta Guerra de los Mil Días, Miguel Antonio Caro. Él  era hijo de José Eusebio, un escritor y político, fundador del Partido Conservador a mediados del siglo XIX en Colombia. Miguel Antonio también era bisnieto de Francisco Javier Caro, quien llegó de Cadiz a la Nueva Granada por 1770 a trabajar en el virreinato, e incluso fungió (para su aburrimiento) como virrey encargado.

Todo esto para decir que las historias de familias ancladas a los puestos públicos en Colombia con el riesgo de gobernar más para el papel y la imaginación que para la gente, es un asunto de larga data.

Una historia política a la medida de la ciudad
En resumen, ese periodo olvidado que denominamos “la Colonia” consistió en un proyecto de dominación a distancia impuesto jurídicamente por la Corona de Castilla para posibilitar el dominio del espacio americano, mediante instituciones que permitieron cooptar a las élites locales bajo la forma de burócratas en instituciones jurídico-políticas (el Estado y la Iglesia) que hacían funcionar una sociedad modelada bajo los parámetros culturales castellanos (de lengua castellana y religión católica). Todo lo que escapaba a la influencia de las instituciones y la cultura de las ciudades hispanoamericanas se consideró en su momento incivilizado, menos digno de importancia e interés. Hoy se considera violento, subversivo, paraco, ilegal, narcotraficante.

Con la Independencia, las élites burocráticas urbanas se convirtieron en clase política de un Estado jurídicamente instituido y basado en las ciudades y las letras, lo cual heredó para la vida republicana un sistema político donde el concepto de nación fue históricamente equiparado con el de civilización, dejando por fuera de las instituciones estatales (y de su definición cultural de la nación) a una gran parte de territorios y poblaciones allende las ciudades. Como consecuencia, Colombia tiene un oneroso Estado en las ciudades y una ausencia del mismo en las zonas rurales más alejadas, donde los grandes vacíos de poder han sentado una de las mayores bases para el desarrollo de una violencia crónica en la vida política del país.

El interés actual por la multiculturalidad y la garantía de derechos de comunidades campesinas, indígenas y afro-descendientes (las que viven en zonas rurales y son más impactadas por la violencia) pasa por alto que el reconocimiento jurídico de los derechos no es nada sin instituciones básicas que los garanticen y los hagan cumplir. O sea, sin un Estado funcional y presente. En su momento, las ciudades (renacentistas y barrocas, llenas de iglesias y universidades) fueron el medio de materializar estos derechos, pero solo para los letrados que las hacían funcionar. Hoy, que llevamos las letras con escuelas a todos los rincones de Colombia, seguimos sin imaginar cómo materializar ese Estado y esos derechos en los países macondianos donde sigue mandando la guerra.

Los latinoamericanos y particularmente los colombianos, estamos llamados a inventarnos nuevamente una innovación (valga la redundancia) como esas ciudades barrocas hispanoamericanas que solo había por acá, si queremos acabar con el horror de los países macondianos de la guerra, que desde un televisor nos narran masacres y desplazamientos día a día.


[1] No me canso de insistir en que tan indignante debería ser el que los estadounidenses se abroguen abusivamente el topónimo de “americanos”, como que los latinoamericanos hayamos hurtado el endónimo de “latinos” a los romanos.