El fracaso de la Primavera Chapina en Guatemala
Mauricio Jaramillo Jassir
Mauricio Jaramillo Jassir
En 1954 el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz, abrió uno de los capítulos más sangrientos en la historia guatemalteca marcado por la represión en contra de la población, la exclusión sistemática de la mayoritaria población indígena y el cierre de cualquier espacio de discusión a partir del cual se pudiera siquiera pensar en una democratización.
Se vivió un patrón de violencia muy similar al de otros casos del Cono Sur y de América Central. Para rematar al igual que en los otros casos de la zona, la conflictividad que padecieron los guatemaltecos estuvo atravesada por las arbitrarias lógicas de la Guerra Fría que retrasaron la posibilidad de una pacificación. Solamente a partir del reconocimiento de que debía cesar toda injerencia exterior, fue posible concertar un marco de diálogo que puso fin a décadas de violencia.
A partir de los Acuerdos de Esquipulas de comienzos y mediados de los ochenta se logró el establecimiento de una paz duradera en América Central, un esfuerzo impulsado por el Grupo de Contadora compuesto por Colombia, México, Panamá y Venezuela al que luego se sumaron otros de la región. En la mayoría de escenarios de confrontación, la causa de la violencia radicó en la imposibilidad para la participación política, tesis del célebre sociólogo guatemalteco Edelberto Torres Rivas. De esta forma y tal como lo planteó el académico, la democracia fue el punto de llegada de las negociaciones y el antídoto por excelencia para evitar el resurgimiento de la violencia sistemática. La apuesta era clara: si la ausencia de espacios de participación había disparado la violencia, solamente una democracia robusta suficientemente institucionalizada con canales efectivos de participación podía garantizar una paz sostenible en el tiempo.
A pesar de que durante algunos años el sistema político guatemalteco parecía funcionar, otro tipo de violencia se iba gestando en toda la zona a partir del fenómeno del pandillaje transnacional, reflejo del estrepitoso fracaso de la integración de migrantes centroamericanos en los Estados Unidos. El retorno de cientos de jóvenes sin futuro al país, derivó en el surgimiento de estas bandas que causaron estragos en El Salvador, Guatemala y Honduras. Los países que habían superado con éxito las primeras fases del postconflicto y la democratización, fueron testigos de la forma como algunas de sus ciudades pasaban a tener algunas las tasas de homicidios por cada cien mil habitantes más altas del mundo. La crisis migratoria centroamericana fue un vaticinio de la que golpearía al Oriente Medio y a Europa a mediados de la presente década. Esta coyuntura dejó en evidencia la ausencia de un marco legal, institucional y político para abordar el tema, no solo en los Estados centroamericanos, sino en México y Estados Unidos. El resultado de que cada uno por su cuenta hubiese gestionado o ignorado el tema, solo ha hecho desde ese entonces, menos probable cualquier manejo efectivo en el largo plazo.
A las condiciones precarias que llevan a cientos de guatemaltecos a migrar buscando mejores condiciones de vida, se sumó recientemente, el flagelo de la corrupción, presente a lo largo de toda la democratización, pero con una visibilidad marcada en épocas más recientes. En 2015, cuando aún se sentían en el mundo los ecos de la Primavera Árabe, se produjo un enérgico levantamiento ciudadano en Guatemala. Aquello ocurrió por el hallazgo de una enorme red de corrupción en los que estaría envuelto el presidente de la época, Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti. Esto se logró por una investigación llevada a cabo por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) -creada en 2006 por un acuerdo entre el gobierno y las Naciones Unidas- y el Ministerio Público. Aquello derivó en la renuncia de ambos funcionarios (y la captura de Baldetti) y como era de esperarse condicionó el proceso electoral posterior.
En semejante ambiente el discurso anti-político resultó el más atractivo para millones que eligieron al humorista Jimmy Morales, quien accedió con una plataforma en contra del establecimiento y de la política tradicional, con lo cual la Primavera Chapina parecía ser un éxito. Sin embargo, Morales no cumplió con las expectativas y la tan anunciada lucha contra la corrupción no tuvo los efectos esperados y, por el contrario, en una polémica decisión no se renovó el mandato de la Cicig lo que dio pie a múltiples dudas sobre el temor de altos funcionarios por la acción de dicha comisión, que desempeñó un papel clave en la generación de una cultura de transparencia y contra la corrupción.
Las elecciones recientes llevarán a Alejandro Giammattei a la presidencia, un político que en el pasado fue acusado de abusos cuando fue cabeza del sistema carcelario y quien ha prometido mano dura contra la criminalidad rampante y una reducción drástica de los preocupantes niveles de desnutrición en la niñez guatemalteca. El país hoy observa con escepticismo el proceso, lo cual se evidenció en una abstención evidente en las elecciones, el tercer registro más alto desde la era democrática. La estadística demuestra el hartazgo respecto de la política y la poca confianza en que se puedan lograr cambios reales. A esto se suma un ambiente regional mucho más complejo que en años anteriores, por la dureza con la que Estados Unidos ha decidido encarar el tema migratorio y la opción de que Guatemala se convierta en “tercer país seguro” con lo cual debería estar en disposición de acoger a migrantes de El Salvador y Honduras, una posibilidad que la mayoría de guatemaltecos ve con preocupación por la precariedad actual de las condiciones del país. Mientras Guatemala vive la decepción por la Primavera efímera de años atrás, el margen de maniobra para fórmulas mágicas demagógicas se cierra y deja solo opciones para la concertación regional en aras de superar no solo la corrupción tan nociva en uno de los países más empobrecidos, sino para gestionar en concordancia con los derechos humanos, los flujos migratorios en la región.