Dialéctica del resentimiento en el capitalismo
Tomás Molina
El resentido es una persona que sufre de una incapacidad para conseguir aquello que desea.
El esclavo, por ejemplo, desea el reconocimiento y las riquezas del amo. Al no poder alcanzarlas, surge una forma de odio impotente que llamamos resentimiento. En la ideología espontánea del amo, el resentimiento desaparecería si tan solo el esclavo asumiera su papel en la sociedad, si se conformara con lo que le tocó ser. El esclavo que no desea lo del amo no resiente su posición. Sin embargo, la dialéctica nos muestra otra cosa: es imposible evitar el resentimiento, debido a una contradicción esencial en la relación que hay entre el deseo del amo y el deseo del esclavo. Aquí quiero mostrar cuál es para explicar un hecho fundamental de nuestra época: en el capitalismo, tanto el amo como el esclavo terminan profundamente resentidos. El capitalismo, en otras palabras, es una máquina de resentimiento.
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El capitalismo moderno pretende ser meritocrático y armónico: quien está arriba supone que complace mejor los dictámenes del mercado y por eso merece su posición. Ser rico es merecer ser rico. El pobre, en cambio, es pobre porque no tiene nada que ofrecerle al mercado. En ese sentido, su posición también es merecida. Dado que no es digno de las riquezas y los reconocimientos, no debería desearlos (a pesar de que el rico necesariamente despierte ese deseo en el pobre, como bien lo notó Adam Smith en la parte I, sección III, de su Teoría de los sentimientos morales). Hacerlo es insistir en un orden no natural de las cosas, en uno que contradice la lógica del mercado. Quien aspira a subir socialmente sin merecerlo, seguramente terminará resintiendo a los ricos. Para vivir sin resentimiento, la mayoría debería conformarse con las consecuencias de aportar poco al mercado: desear lo que es propio del esclavo, es decir, servir. Con eso tendríamos una sociedad armónica y sin contradicciones. Cada uno hace lo que debe hacer.
El problema es que el reconocimiento y las riquezas del amo solo son deseables en tanto otros las desean. La deseabilidad de nuestros deseos depende de que otros los deseen. La imitación gobierna el deseo, como bien lo ponen Hegel en su Fenomenología del Espíritu y Girard en su clásico Mentira romántica y verdad novelesca. De tal manera, el deseo humano no está basado en la autonomía del sujeto sino en los deseos de los demás. Nosotros mismos no sabemos qué desear. Necesitamos del deseo de los otros para saberlo. El secreto del deseo del amo es que requiere del esclavo para ser deseable. En un mundo sin esclavos, el deseo del amo sería risiblemente vacío: perdería no solo su intensidad sino su realidad. El deseo del amo es solo atractivo en tanto es el deseo del esclavo. Por tanto, la fantasía que se ha descrito en el párrafo anterior es perfectamente imposible: el amo no podría gozar de su posición si los esclavos, merecedores o no, desean otra cosa.
En tiempos antiguos, el esclavo era obligado por la fuerza, la ideología y la costumbre a reprimir su deseo por el deseo del amo. Esto todavía puede verse en los países que conservan íntegra la antigua lógica del amo y el esclavo. Al esclavo no solo no se le permite sentarse en las sillas del amo, ni comer la comida del amo, ni dormir en una cama como el amo, sino que es asesinado, ridiculizado o torturado en caso de que llegue a mostrar un interés abierto en hacer realidad para sí el deseo propio del amo. Las comodidades, el reconocimiento y las riquezas son exclusivamente para el otro. El esclavo, por supuesto, no deja de sentirse agraviado. La consecuencia de lo anterior, como bien lo vio Nietzsche, fue su resentimiento. Al no poder gozar de lo mismo que el amo, los esclavos lo condenaron moralmente: el amo era malvado por el sufrimiento que causaba en ellos. El esclavo, en cambio, se asoció con lo bueno: quienes tienen un cuerpo débil y desgastado por el trabajo duro y opresivo pueden ser ricos y admirables en espíritu. Al mismo tiempo, el esclavo sublimó su deseo por lo propio del amo: en el otro mundo, los esclavos sí podrán gozar lo que se les niega en la Tierra.
En nuestra época nos encontramos con otra situación. Ahora se le permite al esclavo desear abiertamente para sí lo que antes deseaba para el amo. El capitalismo prospera precisamente en tanto el esclavo desea para sí todo lo del amo. ¿Qué sería de la publicidad si no hubiese una identificación abierta con el deseo de las estrellas de cine o del deporte? El capitalismo le vende al esclavo todo lo que el esclavo asocia con el goce del amo. La masificación capitalista de tantos goces es precisamente la democratización de lo que antes era patrimonio de una élite. El interés del amo, empero, no ha cambiado. Quiere seguir excluyendo al esclavo: de no hacerlo, se borraría su diferencia, no habría un pathos de la distancia. Amo y esclavo serían iguales. Eso es precisamente lo que el amo no puede permitir. Bien decía Kojève en su “Introducción a la lectura de Hegel” que el amo lo ha invertido todo en la Dominación. Por eso mismo, no puede y no quiere ser igual al esclavo. Añadamos nosotros: si algo detesta el amo es que el esclavo se le parezca. El amo busca constantemente medios para diferenciarse del otro. El resentimiento del esclavo es la consecuencia natural de esto. Pese a lo anterior, tenemos aquí un cambio. Dado que el capitalismo moderno promete lo mismo a todos, el deseo del amo se ha universalizado abiertamente (¡puedes ser rico mañana y gozar de todas estas mansiones!). Esto provoca que el amo también se resienta. El igualitarismo moderno produce en él un deseo frustrado de tomar venganza por la herida que se ha abierto en su autoestima: su deseo hoy es susceptible de ser usurpado legítimamente—si se me permite la contradicción—por el esclavo. El reaccionarismo es la expresión más pura de este resentimiento. Si algo desea el reaccionario es que el esclavo vuelva a reprimir su deseo de ser como el amo.
Y sin embargo, el amo tampoco puede crear una situación de exclusión perfecta, es decir, una donde el deseo del amo no sea deseado por el esclavo. Esto se debe a que el deseo del amo solo tiene valor si el esclavo lo desea para sí. El deseo multiplica su valor entre más personas lo deseen. El amo necesita que el esclavo desee su deseo para sí mismo. Aquí aparece una situación contradictoria. El esclavo debe y no debe desear lo propio del amo. Debe hacerlo, porque sin ese deseo el deseo del amo pierde valor; no debe hacerlo porque si lo hace su deseo entra en conflicto con el amo. El amo se equivoca, entonces, cuando cree que el resentimiento cesa si el esclavo simplemente deja de desear lo propio del amo. El esclavo debe resentir al amo, porque debe desear lo del amo para que el amo mismo tenga valor de amo, pero el amo le negará la satisfacción de ese deseo. El amo, al mismo tiempo, debe resentir al esclavo porque éste, pese a todo, ha logrado una revolución contradictoria: que el deseo del amo sea susceptible de ser deseado legítimamente por los esclavos (el capitalismo es todavía el orden del deseo del amo por otros medios, como sabe cualquiera que haya leído La constitución de la libertad de Hayek con un poco de sospecha). El capitalismo, en consecuencia, es un sistema que provoca el resentimiento en el amo y el esclavo. No puede funcionar como se describía al principio: es decir, como uno donde cada uno hace lo que debe en armonía. ¿Pero acaso existe una salida a esta dialéctica del deseo?