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Entre orcos, hobbits y escolios: la crítica de Tolkien y Gómez Dávila al mundo moderno

Tomás Molina

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Nicolás Gómez Dávila y J.R.R Tolkien no son autores que se suelan estudiar en paralelo. Esto no debería ser así, aunque es verdad que tienen pequeñas diferencias.

El primero era un pensador fragmentario y escritor de una relativamente breve obra; el segundo, en cambio, escribió una inmensa obra en prosa continua. En lo esencial, sin embargo, coincidían: eran católicos de viejo cuño y tenían una pesimista visión del progreso, la industrialización, la historia y la naturaleza humana. Aquí pretendo mostrar en paralelo su crítica de nuestra época. Quiero que el lector comprenda en qué sentido sostenían que el progreso no existe, la industrialización es un error, la historia una constante decadencia y la naturaleza humana una repetición cada vez más trágica de lo mismo.

El tiempo en Tolkien no significa simplemente el paso del hecho ‘a’ al ‘b’. Poner ‘El señor de los anillos’ en la tercera era o época, por ejemplo, tiene unas implicaciones para su desarrollo dramático. Esto se debe a que el transcurrir del tiempo significa decadencia. La tercera época resulta así inferior a las que la precedieron. A diferencia de las filosofías de la historia que consideran que el momento ‘b’ es mejor que el ‘a’ por estar adelante en el tiempo, se trata aquí de todo lo contrario. Todo tiempo futuro es peor. El escritor británico pensaba, por ejemplo, que el progreso tecnológico de nuestra época arruina la naturaleza y los paisajes de manera irremediable. Esto queda claro en su obra literaria: los orcos industrializan la Tierra Media y convierten los apacibles y bellos paisajes medievales en oscuros hornos de producción en masa. En esto Tolkien coincidía claramente con Nicolás Gómez Dávila. El colombiano nos dice que en el progreso solo puede creer quien no ha visto un paisaje antes y después del progreso. La tecnología progresista suele arruinar lo que era perfectamente bello y equilibrado. El colombiano incluso nos llega a decir, como si fuera un hobbit aterrado frente al avance de la industria de los orcos:

 No añoro una naturaleza virgen, una naturaleza sin la huella campesina que la ennoblece y sin el palacio que corona la colina.
Sino una naturaleza a salvo de industrialismos plebeyos y de manipuleos irreverentes.
 
En el “Camino Perdido”, Tolkien asocia la industrialización de Númenor con su decaimiento cultural. Su idea es que con cada edificio nuevo y avance impresionante, se dejaba atrás la belleza y decencia de la vieja civilización. Progreso significa decadencia. Dicho de otro modo, el progreso no existe. De nuevo, aquí Gómez Dávila coincide plenamente con la idea de que la industria y el progreso son decadentes. En sus Escolios nos dice que:


La arquitectura moderna sabe levantar cobertizos industriales, pero no logra construir ni un palacio ni un templo.
Este siglo legará tan sólo las huellas de sus trajines al servicio de nuestras más sórdidas codicias.

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Ya no hay interés en crear cosas por su belleza o por su trascendencia. Edificios verdaderamente importantes que iluminan a la comunidad, como el palacio y el templo, son imposibles para nosotros. Lo único que importa  de lo que hacemos es su valor en el mercado. Para ambos pensadores, la consecuencia es clara: una civilización así tiene que decaer. El presente resulta entonces peor que el pasado. Nos volvemos como los orcos, es decir, obsesionados con el dinero, la técnica, la eficiencia. Y, por supuesto, la muerte. El propósito del trabajo del orco es siempre explotar algo, matar a alguien, destruir la paz. Nada está a salvo de su ambición. Seguramente Gómez Dávila se preguntaría si el orco no es más que una metáfora de las depredaciones del hombre moderno.

Gómez Dávila y Tolkien pensaban que, aunque el problema de la tecnología y la industria son particularmente graves en nuestra época, todos los seres humanos nos hemos visto enfrentados a las mismas cuestiones una y otra vez, debido a que nuestra naturaleza no cambia. El colombiano veía reflejado esto en los lugares comunes: allí están las perennes interrogaciones de todos, incluso si sus respuestas son tontas o insatisfactorias. En la Tierra Media los personajes se enfrentan a eventos que de algún modo son una repetición del pasado. Esto quiere decir que las mismas cuestiones se repiten, dado que la naturaleza humana siempre igual. Sin embargo, cada repetición es peor que la anterior. Primero es una tragedia y luego es una tragedia peor. Las épocas de la Tierra Media ilustran esta idea. Cada una es menos grandiosa y épica , menos divina y secular que la anterior. Los personajes de Tolkien siempre son menos que sus antepasados. Entre más atrás retrocedamos, las ciudades son más grandes, más magníficas, más bellas. Lo mejor está en el pasado. Gómez Dávila no estaría tan seguro de que el pasado haya sido un lugar tan inequívocamente ilustre, pero sin duda cree que fue mejor que nuestra época. Algo salió muy mal en la modernidad. Nuestras ciudades pueden ser más grandes, pero no son más bellas. Nuestras guerras son más feroces, pero no más épicas. Nuestra religión es más dogmática, pero menos divina. Solo en el pasado encontramos una guía para vivir auténticamente en esta época derrelicta. Pero incluso el pasado mismo está destruido: ya no podemos volver a él como si nada hubiese pasado. Solo nos quedan estelas, fragmentos, ruinas de lo que fue. Lo que construyamos para protegernos de la inclemencia de este tiempo tiene que basarse en las piedras de ese pasado, por dispersas y decaídas que estén.

El pesimismo de ambos autores está conectado con su visión de la naturaleza humana. Esta no solo era perenne, como ya lo hemos explicado, sino que también era caída. En todos los seres humanos hay una irresistible inclinación hacia el mal. Hasta los hobbits, seres inocentes y relativamente puros, existe la tentación del poder y de la soberbia. Solo hay que recordar el episodio en que Frodo se niega a destruir el anillo único. Después de las penurias que sufrió, de saber lo que el anillo hace al alma y al cuerpo, Frodo escoge mal. La soberbia y la ambición lo dominan de manera irresistible. El colombiano desconfiaba tanto de esa voluntad soberbia de los seres humanos, que llegaría a decir que “la buena voluntad es la panacea de los tontos”. Esto se debe, como ya lo hemos insinuado, a que aquí la voluntad humana no es confiable. Frodo no tiembla cuando tiene la oportunidad de condenar al mundo entero a ser gobernado por Sauron. Su soberbia no escucha a su razón. El mal permanece, por tanto, incluso aunque conozcamos el bien. Ninguno de los dos  escritores creía en el platonismo: el mal no es solamente ignorancia y, por tanto, ilusión, sino que tiene realidad. No es que vaya y venga según nuestro grado de conocimiento, sino que está incrustado en lo más profundo de nuestras almas. 

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¿Estamos condenados? La historia de ‘El señor de los anillos’ apunta en otra dirección: la eucatástrofe. Tolkien creía que algún elemento en la historia podía salir bien a pesar de nuestra corrupción. La historia podía tener un final feliz. Cuando Frodo decide no arrojar el anillo único al fuego que lo destruirá, un evento inesperado logra conseguir el objetivo que la corrupta voluntad del hobbit impedía lograr. Para Tolkien, la eucatástrofe más notable era la Encarnación de Cristo. Gómez Dávila estaría de acuerdo con lo anterior. A pesar de todo, lo inesperado puede salvar al hombre del desastre. Una improbable intervención divina puede redimir a una humanidad corrupta. Como dice en sus Escolios, nuestra última esperanza está en la injusticia de Dios. Del hombre, en cambio, el colombiano nada esperaba. Su confianza estaba depositada en lo divino. De tal manera, habría corregido —seguramente junto a Tolkien— el ‘dictum’ de Heidegger: no es que solo un dios pueda salvarnos. Eso habría que decirlo de un modo más exacto: solo Dios podrá salvarnos.