El voto, un derecho que se viste de deber
Por:Amira Abultaf Kadamani
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Economía y política
Por:Amira Abultaf Kadamani
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Pese a todas sus imperfecciones, la democracia es la doctrina política más arraigada en el mundo por cuanto le permite a una comunidad al menos conceptualmente levantar su voz y garantizar la práctica de derechos individuales y colectivos, sin distingo de condiciones. Pero para que funcione requiere de voluntades hechas acción, y eso parece tener nombre y apellido en la palestra electoral: voto obligatorio.
Las razones subyacen al civismo. “Uno de los argumentos más poderosos a favor de la obligatoriedad de la participación electoral en la literatura académica parte no tanto de consideraciones cívicas sobre lo deseable que es la participación electoral in abstracto, sino sobre constataciones empíricas acerca de las disparidades de participación entre grupos y de los efectos distorsionadores sobre la representación política y, por ende, sobre el actuar de los gobiernos”, señalan Yann Basset, investigador de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario, y Lina Guavita, politóloga egresada de la misma institución, en su libro Radiografía del desencanto: La participación electoral en Colombia, publicado en 2019.
Uno de los abanderados de esa postura es el holandés Arend Lijphart, quien en 1997 publicó un artículo académico que generó mucho barullo en su momento y terminó siendo un texto clásico en la literatura sobre el tema. “Él compara el panorama en varios países, pero aborda principalmente a Estados Unidos, que dentro de las democracias occidentales más grandes es el país con más abstención, con respecto, por ejemplo, a Europa”, asegura Basset, profesor y director del Grupo de Estudio de la Democracia de la Universidad del Rosario.
Conforme explica este doctor en ciencia política de la Universidad de Paris III – Sorbona Nueva, Lijphart postuló que “una baja participación electoral tiende a reproducir e, incluso, a amplificar las desigualdades sociales en todos los ámbitos”, lo cual disminuye la posibilidad de tener políticas progresistas porque los políticos tienden a sintonizarse más con sus votantes directos, generalmente las personas mejor ubicadas en la sociedad, quienes son los que más acuden a las urnas. Eso anima la idea de implementar el voto obligatorio, una disposición que solo acoge el 10 por ciento de los países en el mundo, entre ellos, Bélgica, Chipre, Luxemburgo, Australia, Holanda, Argentina, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Perú. Colombia no ha estado exenta de esa intención. La más reciente propuesta en ese sentido fue en 2014, mediante un proyecto de ley que llegó hasta segundo debate en el Congreso.
Tras su diagnóstico, logran matizar algunas ideas que han terminado convertidas en populares prejuicios. Entre ellas, se destacan dos.
Para Yann Basset, investigador de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario, votar no es una cuestión de conocimientos, preparación o habilidades previas, basta que la gente sea consciente de lo que quiere, necesite o piense necesitar.
Con el objetivo de aportar análisis técnico basado en la evidencia a esta discusión, Basset y su colega Guavita evalúan el nivel de participación electoral colombiano en función de distintas variables (edad, zona geográfica, estrato socioeconómico, ámbito rural o urbano y tipo de elección) y hacen una valoración histórica al respecto, además de comparar lo que ocurre en nuestro territorio con la realidad de otras latitudes.
La primera es que Colombia es un país anormalmente abstencionista, pero eso merece asterisco, particularmente si la comparación se hace con sus vecinos regionales muchos con voto obligatorio y métodos de inscripción diversos y sin barajar las idiosincrasias nacionales ni diferenciar entre comicios presidenciales, legislativos y locales, cuyas dinámicas son muy distintas.
En Colombia, el promedio de participación electoral oscila entre el 40 por ciento y 50 por ciento (ver gráfico de tasas de participación nacional y mapa de análisis sintético), no muy distante de una tasa participativa que ronda el 50 por ciento en países europeos desarrollados con voto voluntario. Adicionalmente, para Basset y Guavita la población está sobrerregistrada en las estadísticas oficiales que se toman en cuenta para hacer cálculos electorales. “Es un registro que empezó a funcionar en la década de 1980 y se supone que automáticamente depura a los fallecidos, pero en todos estos años ha habido diversos errores de depuración. Al compararlo con el censo, tenemos serias sospechas de que el padrón electoral está inflado”, asevera Basset.
La segunda idea es que los jóvenes son muy reacios a ir a las urnas, lo cual no solo es una realidad colombiana sino mundial; no obstante, aquí, esta concepción general tiene sus excepciones, pues en las elecciones locales este grupo votó más que los adultos (ver gráfico de participación por edades en las últimas tres elecciones). Este y otros matices se desglosan en la siguiente entrevista.
Yann Basset (YB): Es las dos cosas con distinto nivel de carácter prioritario: es ante todo un derecho porque así se ha pensado en la modernidad, pero para que la democracia signifique algo en la práctica se necesita de una participación fuerte, y por eso también se debe pensar como un deber.
YB: No creo que los deberes sean un asunto solamente moral, sino que tienen que ver con la interdependencia en la cual estamos sumergidos en la sociedad moderna, a pesar de las apariencias. Si hay algo que la pandemia de la COVID-19 nos recordó a las patadas es que somos absolutamente interdependientes y, por lo tanto, es un deber, no solo moral, que el bienestar de cada uno dependa también del bienestar de la sociedad como un todo.
YB: En el hecho de que las elecciones tienen que ver con las inequidades colectivas que se fundan en la interdependencia. Muchas veces participamos no necesariamente porque pensemos que el candidato sea la maravilla o porque estemos completamente de acuerdo con sus propuestas, sino por sentirnos parte de un proyecto colectivo o para resistir otro con el cual no estamos de acuerdo.
YB:No, porque hace que la política se focalice sobre los electores, por lo tanto, deja por fuera a muchos ciudadanos.
YB: Eso es confundir la política con algo que no es. No es el arte de encontrar las soluciones maravillosas a nivel científico, sino de hallar soluciones convenientes para todo el mundo, y ante eso no hay respuestas únicas. Votar no es una cuestión de conocimientos, preparación o habilidades previas, basta que la gente sea consciente de lo que quiere, necesite o piense necesitar.
YB: Sí, y no solamente la del gobernante de turno sino de las instituciones, lo cual afecta terriblemente la legitimidad del sistema político como tal.
YB: Ese es un peligro. Ocurrió en Chile, que se presentaba como modelo de participación electoral. Allí el voto era obligatorio y tenía un sistema de inscripción facultativo, es decir, solamente se inscribían los que efectivamente iban a votar. Pero en 2012 el voto se volvió voluntario y el modelo anterior hizo agua de una forma muy sorpresiva porque los índices de participación bajaron mucho y casi nadie lo vio venir. Todos pensábamos que Chile estaba muy bien y que no había problema alguno de legitimidad, pero nos dimos cuenta de que había muchos problemas detrás.
YB:De ninguna manera. Puede ser muchas cosas, como apatía, problemas prácticos y técnicos. Esa ha sido, tradicionalmente, la interpretación de las voces más críticas del sistema, por ejemplo, durante el Frente Nacional, cuando se dio una baja participación. Pero cuando pudieron votar por alternativas distintas a los dos grandes partidos tampoco votaron, por lo tanto, no es un argumento muy creíble; más cuando hay formas de protestar mucho más visibles como el voto en blanco.
YB:Así es. Son pocos los países donde el voto en blanco tiene un efecto político como aquí.
YB:Sí, es una búsqueda por balancear el deber y el derecho. Tampoco es que resulte en una coacción terrible de la libertad, solo se obliga a la gente a ir cada tanto tiempo a las urnas, pero una vez ahí es libre.
YB:Porque la compra de votos es mucho más rentable si hay pocos electores, de lo contrario costaría mucha plata. Esa es la razón por la cual se hace muchas veces en las elecciones locales y a veces en las legislativas, pero no tanto en la presidencial, pues sería muy caro. La compra de votos se hace antes de las elecciones, es decir, los políticos deben dar algo antes de los comicios porque si no la gente "no le jala" al asunto. Pero eso no garantiza el resultado para el político, porque la gente también los tumba; no de otra forma se explica que, en muchos lugares de la Costa Caribe, por ejemplo, termina ganando sorpresivamente un político en contra de la maquinaría. En otras palabras, la gente aceptó la plata y votó por otro.
YB:Sí, siempre es un argumento dudoso porque la compra de votos es un negocio superincierto y bastante arcaico. Y los políticos apenas empiezan a darse cuenta de esto.
YB:Depende de la zona del país. Lo que mostramos en nuestra investigación es que lo que convoca más en el centro es la presidencial y lo que convoca más en las regiones son las legislativas, dado que todos los intereses regionales se tramitan vía los congresistas. La otra explicación es el peso de la compra de votos, pero tampoco al extremo de pensar que no hay compra de votos en las grandes ciudades.
YB:Porque en Colombia hay una cultura mucho más localista que en otros países, y eso tiene que ver con la diversidad regional tan fuerte, que hace que la gente muchas veces se identifique más con la política local que con lo que pasa en Bogotá. También está el efecto técnico: aquí hay 1.122 municipios (Argentina, por ejemplo, tiene 169), muchos de ellos muy chiquitos, y eso juega un papel relevante al hacer que una elección municipal sea una elección de cercanías, es decir, un elector termina conociendo personalmente a algún candidato a algo, así sea al Concejo.
YB:Sí. Esta geografía de pequeños pueblos en las cordilleras incide muchísimo acá frente a otros países de la región, donde no hay una geografía tan accidentada ni tantos municipios pequeños.
YB:Compran votos no porque no es rentable. Paternalista de pronto, pero esa crítica aplicaría a toda la tradición republicana, y me parece una manera un poco estrecha de ver el asunto.
YB:Esa es una herencia de la época nacional-popular, entre las décadas de 1930 y 1960, en las cuales algunos movimientos con un fuerte discurso antielitista y antioligarquía quisieron movilizar a los excluidos de la sociedad. El ejemplo típico es el peronismo de Argentina. Cuando esos movimientos se volvieron gobiernos, quisieron reivindicar tanto los derechos políticos y cívicos a través del voto obligatorio, así como los derechos sociales a través del acceso a la seguridad social, la convención colectiva, el sindicalismo, entre otras cosas.
YB:Sí, es un debate que se puede plantear particularmente para algunas categorías, como los nacionales en el extranjero. Se han hecho esfuerzos válidos para integrar su voto. Pero no estoy tan seguro de que sea una buena idea porque eso plantea otros tipos de consideraciones sobre vulnerabilidades de los sistemas a ataques externos y cosas por el estilo. Son tecnologías que hay que comprobar primero para públicos muy específicos antes de pensar en un voto enteramente electrónico.
YB:Porque las elecciones tienen que garantizar el secreto del voto y es muy difícil verificar que efectivamente la gente votó por lo que dijo que votaría. Mientras que para el sector financiero es fácil constatar la titularidad de las transacciones, en el sistema electoral no sería así. El sistema no solo tiene que ser transparente sino aparentar serlo, y eso es un desafío. Más que pensar en el voto electrónico deberíamos pensar en hacer los escrutinios públicos, como se hace en muchos países, en los que cualquier persona puede ir al final del día a una mesa de votación y asistir en vivo al escrutinio. Pero ponerle más tecnología al asunto podría generar más sospecha.
YB:Sí, es absolutamente necesario el secreto del voto, fundamental.