Nicolás Gómez Dávila: un moralista del XVIII en Bogotá
Tomás Molina
Los moralistas franceses están entre los más inteligentes y deliciosos escritores del país de Luis XIV. Contrario a lo que su nombre podría indicar, no se dedicaban a fustigar las costumbres de su época desde un moralismo insoportable, sino que se dedicaron a estudiar el carácter moral de la humanidad y a comentarlo con humor, inteligencia y lucidez. El resultado fueron máximas descriptivas y prescriptivas sobre la vida moral de los hombres.
Tenían en común cierto estilo aristocrático y elegante que plasmaban en sus aforismos. Por ejemplo, Joubert decía que “la miseria casi siempre es el resultado del pensamiento”. O también, con aires wildeanos: “pregúntale a los jóvenes. Ellos lo saben todo”. El duque de La Rochefoucauld decía por su parte que “en los celos hay más amor propio que amor”. O también que “perdonamos en el grado que amamos”. Finalmente, Chamfort sostenía que “los economistas son cirujanos que operan bellamente a los muertos y atormentan a los vivos”. Citas suficientes para probar el ingenio, la lucidez y la inteligencia de los moralistas franceses.
El pensador bogotano Nicolás Gómez Dávila se dedicó, con el mismo estilo aristocrático, a estudiar el carácter moral de la humanidad y a plasmar sus observaciones en escolios. Por supuesto, al ser un pensador de gran hondura, la obra de Gómez Dávila va mucho más allá de anotaciones filosóficas sobre el comportamiento de sus semejantes. En efecto, sus escritos abarcan la estética, la filosofía política, la metafísica, etc. Y sin embargo, los apuntes de estilo moralista ocupan una porción importante que vale la pena resaltar.
La finura de Gómez Dávila es obvia para quien lo lea por primera o por enésima vez. Siempre da en el blanco con elegancia y pulcritud, del mismo modo que La Rochefoucauld o Joubert. Y las similitudes no son coincidencia. En su inmensa biblioteca de más de 30.000 volúmenes, Gómez Dávila tenía, en efecto, a los grandes moralistas franceses, de modo que se vio influido por ellos. Pero también se vio muy influido por la cultura francesa en general. En efecto, estudió su bachillerato en Francia y, como el catálogo de su biblioteca lo atestigua, era un gran conocedor y aficionado a la literatura de ese país. Y no hay que olvidar que la sociedad bogotana de mediados del siglo XX era muy afrancesada. Quizá por todo eso, uno de los países que Gómez Dávila más comenta en Notas y en los Escolios a un texto implícito es Francia.
Evidentemente, empero, hay diferencias entre Gómez Dávila y los moralistas. Ideológicamente, no necesariamente coinciden. Algunos moralistas tienen máximas ilustradas y progresistas, mientras que nuestro filósofo es siempre un reaccionario. También se diferencian en su concepción de la filosofía. Mientras que para Chamfort, por ejemplo, la “filosofía ofrece muchas drogas, pero poco alivio y casi ninguna cura”, para Gómez Dávila la filosofía sí ofrece un gran alivio, porque es un bello refugio en tiempos inclementes. No obstante, su hermandad estilística y filosófica es más fuerte que sus diferencias.
A continuación citaré algunos de los escolios que podríamos enmarcar dentro de la corriente moralista, para luego comentarlos:
“La estupidez sorprende al estúpido y la corrupción al corrompido. La inteligencia y la inocencia se desconciertan menos fácilmente”.
El hombre inteligente, por ser inteligente, conoce las debilidades humanas y por eso siempre espera algo de estupidez en sí mismo y en los demás; por tanto, nunca se deja sorprender por ella. Solo un idiota espera que la suya y las de los demás sean inteligencias perfectas. El corrupto, por su parte, es incapaz de ver su propia corrupción, de modo que se sorprende cuando alguien por fin se la señala. Ni la idiotez, ni la maldad, se ven a sí mismas. Todo demonio se cree santo. Todo auténtico idiota se cree genio.
“El prestigio de la cultura hace comer al tonto sin hambre”.
Quizá en la época de Gómez Dávila los tontos aún comían. La situación de hoy es más grave: ya no comen, solo aparentan comer. Mientras el semiculto de ayer se esforzaba por conocer lo básico de historia, arte y filosofía, al de hoy le basta con tomarse una foto enfrente de algún museo prestigioso, o con comprar un suvenir artístico.
El fantoche de nuestra época nos hace anhelar al semiculto de ayer.
“Los argumentos con que justificamos nuestra conducta suelen ser más estúpidos que nuestra conducta misma. Es más llevadero ver vivir a los hombres que oírlos opinar”.
Todos los días vemos a los políticos defendiéndose de cargos por corrupción. Y, en efecto, concluimos lo mismo que Gómez Dávila: sus palabras superan en idiotez a sus acciones. ¿Cuántas carreras políticas no habría salvado el silencio?
“Educar al hombre es impedirle la ‘libre expresión de su personalidad’”.
La educación sería innecesaria si la libre expresión de la personalidad fuese virtuosa y bella naturalmente. Como no lo es, hay que corregirla e impedirla, con ciertos límites.
“La inteligencia da todo a la mente que elige, menos la certidumbre de ser inteligente”.
Es imposible que dé esa certidumbre. La inteligencia auténtica nos brinda la lucidez necesaria para darnos cuenta de nuestra propia idiotez. Paradójicamente, solo el tonto se puede creer perfectamente inteligente.
“La nobleza o la hermosura de lo que poseemos solo se revela a una contemplación ulterior. Somos injustos hasta con nosotros mismos”.
Y la idiotez de lo que hacemos muchas veces solo se revela a una contemplación ulterior. Somos lentos hasta con nuestros propios errores.
“El tonto instruido tiene más ancho campo para practicar su tontería”.
Y para atormentarnos con ella.
“Vivimos porque no nos miramos con los ojos con que los demás nos miran”.
Pero también hay quien muere porque no pudo mirarse con los ojos de los demás. A veces necesitamos la mirada ajena para comprender mejor nuestras virtudes.
Como el lector puede ver, Gómez Dávila fue un agudo observador de la naturaleza humana. Sus lecturas, sus tertulias, además de su prodigiosa inteligencia, le permitieron desarrollar un sentido muy claro de las virtudes y debilidades humanas. Pero afortunadamente sus genialidades no quedaron registradas en libracos pedantes y aburridos. Gómez Dávila tenía una cualidad no tan común en filosofía: era un genio con prosa bella y clara.
Para quien no esté familiarizado con su obra, es recomendable empezar con los Escolios a un texto implícito, que es de donde han salido las citas anteriores. Esa es su obra más extensa y a la que dedicó más años de su vida. No por nada su buen amigo Álvaro Mutis anotaba en esta misma revista, pero en el año de 1988, que:
No conozco antecedentes en castellano de una más transparente y hermosa eficacia de estilo. Cada palabra da plenamente en el blanco y no pocas veces un humilde sustantivo, un verbo servicial o un adjetivo irreemplazable, soportan con natural elegancia el peso abrumador de un luminoso hallazgo del pensamiento.
Algunos de estos Escolios llegan a tener a veces la honda, nocturna y ebria corriente del poema por virtud y gracia de sabio ritmo impuesto a la frase y por la certeza con la que nombra las más delgadas, las más inasibles regiones del alma.
Sé de lectores de este libro que ya no lo abandonarán jamás y sabrán derivar de él, cada día, las no siempre accesibles razones para llegar al final de sus días con una cierta luz interior útil, al menos, para enfrentar la muerte.
Yo, desde luego, no lo abandonaré jamás.