El éxtasis del error ¿Por qué nos gusta cuando los demás se equivocan?
Ismael Iriarte Ramírez
Ismael Iriarte Ramírez
En su ensayo La relatividad del error Isaac Asimov, profesor de bioquímica y prolífico escritor de ciencia ficción, establece una abismal diferencia entre los niveles de error que entrañan -por ejemplo- la temprana concepción de la Tierra
En su ensayo La relatividad del error Isaac Asimov, profesor de bioquímica y prolífico escritor de ciencia ficción, establece una abismal diferencia entre los niveles de error que entrañan -por ejemplo- la temprana concepción de la Tierra como una entidad plana y la posterior, mucho más científica, pero también errada, de nuestro planeta como una esfera perfecta, con lo que sitúa los términos correcto y equivocado en un terreno “borroso”. La idea del error como fuente de teorías más acertadas o cuando menos plausibles es sin duda su versión más noble, pero no necesariamente la que vivimos en la cotidianidad, en la que parecemos experimentar una retorcida especie de éxtasis frente a los fallos de los demás.
Pero ¿Por qué nos gusta cuando los otros se equivocan? Lo primero que puedo mencionar al respecto es que históricamente ha sido mucho más fácil destruir que construir. Dejando atrás la aparente obviedad de esta premisa podemos hallar en ella una razonable explicación al hecho de que aún en medio de la democratización del acceso a la generación y consumo de información, renunciemos a diario a nuestro derecho a manifestar nuestra opinión de forma constructiva y proponer soluciones a los problemas que presenta incluso nuestro entorno más próximo. Sin embargo, estamos siempre dispuestos a reaccionar con estrépito frente a todo lo que consideremos un error, en situaciones emparentadas más con la forma que con el contenido, porque a la hora de cuestionar la validez de un determinado concepto, por sencillo que este sea, desaparecen como por arte de magia los paladines de la corrección.
En esta democratización podemos hallar otros indicios tan elementales como la noción de acción y reacción: ante emisores cada vez más mediocres se multiplican los receptores del mismo talante. Resulta entonces entendible que día a día encontremos cazadores de gazapos que apenas sobrepasan la barrera del analfabetismo y pseudo intelectuales que se autoproclaman como tales solo porque no se ha demostrado lo contrario. Ante la imposibilidad de destacarse por sus propios méritos, unos y otros necesitan del error ajeno para alimentar la voracidad de su ego, que solo parece saciarse con la sensación de superioridad que proporciona una “oportuna” corrección, pública e implacable, al mejor estilo de una lapidación, que en pocas ocasiones aporta y que nada tiene que ver con la búsqueda del conocimiento y la verdad.
Los ejemplos están a la orden del día, de otra forma no podría explicarse que durante meses e incluso años, un país con todo por hacer dedique ríos de tinta y una buena dosis de energía a viralizar sonoros errores de reinas de belleza, aspirantes a actores e incluso futbolistas, que más allá de resultar mediáticos no deberían trascender y mucho menos hacernos estallar de júbilo. Sin embargo, como en muchas otras circunstancias nos limitamos a dejarnos llevar por la tendencia del matoneo, promovida por lo general -de forma voluntaria o no- por los medios de comunicación, que terminan alejando nuestra atención de lo verdaderamente importante.
Esta tendencia de perseguir los errores de los demás no se reduce solo al plano mediático, pues en no pocas ocasiones caemos en la tentación de criticar sin argumentos a quienes se encuentran a nuestro alrededor, pero con la misma frecuencia fallamos en la labor de tratar de llevar a cabo de una forma más eficiente sus tareas. Tal y como lo sentenciaba el gran Camilo José Cela: “Lo malo de los que se creen en posesión de la verdad es que cuando tienen que demostrarlo no aciertan ni una”.
Esta tentadora afición nos convierte en ocasiones en idiotas útiles de quienes han hallado en ella una fuente de popularidad. No es extraño ver como con gran astucia se nos presentan elaboradas puestas en escena que llegan a nosotros en forma de fallos épicos pero espontáneos, que a su vez se convierten en productos tan taquilleros como las secuelas de rectificación a las que dan lugar.
No se trata de regularizar la mediocridad, ni mucho menos condenarnos de forma irremediable al error, es más bien una invitación a ir más allá de la simple acción de corregir, únicamente por el placer hacerlo. Como bien lo plantea Asimov, las equivocaciones se convierten en grandes oportunidades, pero no si nos limitamos a dejar en evidencia a quienes las cometieron, sin encontrar una solución, sin proponer una mejor opción y más grave aún sin saber si nuestro planteamiento es más acertado.
Referencias
Asimov, I. (1989). La relatividad del error. Planeta.
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