Cuatro historias para volver a creer en el fútbol
Ismael Iriarte
Ismael Iriarte
“Lo que con más seguridad sé a la larga sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”
Albert Camus
No resulta fácil explicar cómo el fútbol ha logrado sobrevivir a pesar de la abrumadora industria que se ha generado a su alrededor. Década tras década el talento ha pasado a un segundo plano, para ceder su lugar al dinero como el factor que inclina la balanza y separa a los vencedores de los vencidos. Cifras inimaginables en los fichajes, patrocinados por la guerra de las marcas de indumentaria deportiva y cadenas de televisión, así como por los capitales de dudosa procedencia han aumentado la brecha entre los equipos de élite y el resto de los competidores, que ahora parece insalvable, en especial si tenemos en cuenta que las esporádicas rebeliones son brutalmente sofocadas por arbitrajes que con indulgencia y cierta complicidad los narradores deportivos califican como “polémicos”. Los escándalos de corrupción y el reinado de futbolistas poco ejemplares y aún menos combativos, que se vinculan más a la farándula que al deporte, completan un panorama desolador, que por fortuna no logra apagar la esencia de este deporte, capaz en su día de ayudar a sanar heridas, transformar vidas y unir pueblos, tal y como nos lo recuerdan estas increíbles historias.
El milagro de Berna: un título para reconstruir una nación
Promediaba la década del cincuenta y el pueblo alemán, aún con las heridas de la guerra abiertas, encaraba la difícil tarea de la reconstrucción de un país que había quedado prácticamente en ruinas, tras la caída de Berlín en 1945. Eran pocas las razones para sonreír en la Alemania de la posguerra, sin embargo, un puñado de hombres con hambre de triunfo llevaron una gran alegría a sus compatriotas en el verano de 1954. Se trataba de los integrantes de la selección alemana de fútbol que había llegado al Mundial de Suiza con grandes ilusiones, pero sin mucho favoritismo y cuyo rendimiento parecía muy distante del de la poderosa selección de Hungría, que además de alinear a varios de los mejores jugadores del mundo completaba más de cuatro años sin perder un partido. Los peores temores alemanes se confirmaron apenas en su segundo partido, cuando fueron arrollados 8 a 3 por los húngaros. Pero el legendario entrenador Sepp Herberger logró transmitir su tenacidad y espíritu ganador a sus dirigidos que pudieron reponerse de esta humillación hasta llegar a la gran final, en la que como una jugada del destino deberían enfrentar nuevamente a Hungría. Los pronósticos no eran alentadores e incluso el pesimismo de los aficionados pareció contagiar a los jugadores que, según cuenta la leyenda, solo esperaban una derrota honrosa. Sin embargo, el corazón de estos hombres pudo más que la destreza de sus rivales y pese a iniciar perdiendo el encuentro decisivo por 2 a 0, terminaron consumando una remontada épica, sellada con el gol de Helmut Rahn, que hizo estallar a un pueblo de júbilo, haciendo olvidar por un momento los horrores de la guerra, tal y como se recrea magistralmente en la película de 2003, El milagro de Berna.
Dos tipos malos reciben el premio al juego limpio
El fútbol inglés ha estado tradicionalmente identificado con el espíritu original del juego, no en vano la Liga Premier de Inglaterra ha sido escenario de episodios que devuelven la fe en el juego limpio y la caballerosidad de este deporte, tal es el caso de los hechos protagonizados por Robbie Fowler, recordado por ser uno de los máximos goleadores históricos del Liverpool, pero también por su comportamiento antideportivo que iba desde provocar a los rivales, hasta pelearse a puñetazos con sus compañeros, pasando por los recurrentes destrozos en cuartos de hoteles y sus polémicas celebraciones. No obstante su prontuario en el fútbol, el 24 de marzo de 1997 Fowler dio una lección de juego limpio cuando en pleno enfrentamiento con el Arsenal le cobraron una pena máxima a favor, pero para sorpresa de propios extraños el mismo delantero se encargó de advertirle al árbitro que la jugada no había sido falta, sin embargo, no fue escuchado y se mantuvo la sentencia. Él mismo se encargó del cobro, que falló intencionalmente, en un hecho que le valió para recibir el Premio al Fair Play de la Uefa y que, ante la actualidad del fútbol, hoy parece de ciencia ficción. Un caso similar vivió el italiano Paolo Di Canio, recordado por su fuerte carácter, su agresión a un árbitro y sobre todo por sus celebraciones alusivas al fascismo, pero que, a pesar de todo esto, obtuvo en 2001 el premio al juego limpio de la Fifa, por su actuación en el partido de su equipo el West Ham frente al Everton, cuando al ver las manifestaciones de dolor del arquero rival, detuvo las acciones cuando tenía la oportunidad de anotar con la puerta vacía.
Padre e hijo en la cancha
El 24 de abril de 1996, durante un partido amistoso de Islandia y Estonia, se presentó un hecho sin precedentes, cuando Arnor Gudjohnsen, veterano referente del fútbol islandés, fue sustituido para dar pasó a un joven compañero que esperaba ansioso su debut. Se trataba de Eidur Gudjohnsen, su propio hijo, que con 16 años jugó su primer partido con el seleccionado de su país, con la esperanza de seguir los pasos de su padre, que con 35 años cerraba una destacada carrera internacional. La historia demostró que el joven Eidur no solamente logró igualar y superar las hazañas de su padre, sino que también se convirtió en el mejor jugador islandés de todos los tiempos, consagrándose como figura del multicampeón inglés Chelsea y posteriormente del Barcelona. Ni el padre ni el hijo estarán presentes en la primera aventura mundialista de Islandia, pero está claro que nada de esto hubiera sido posible sin el sendero que trazaron los Gudjohnsen para el fútbol de su país.
Dinamarca y un título imposible
Las dos semanas más grandiosas del fútbol danés tuvieron lugar gracias a una irrepetible sucesión de circunstancias inesperadas que empezaron cuando el 30 de mayo de 1992, en plena Guerra de los Balcanes, la resolución 757 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas impuso graves sanciones a Yugoslavia, entre las que se encontraba la descalificación de su selección de la Eurocopa de Suecia. Esto provocó que la Uefa convocara de emergencia a la selección de Dinamarca, que no había logrado su clasificación para disputar el torneo que empezaría apenas 11 días después. El llamado tomó en plenas vacaciones a los daneses, que entre la sorpresa y la incredulidad acudieron a la cita sin muchas expectativas, lo que se vio reflejado con un pálido comienzo, tras el que una milagrosa reacción ante Francia les dio la clasificación a semifinales, fase en la que vencieron en ronda de penales a Holanda, para instalarse en la final, en donde deberían enfrentar a Alemania, vigente campeón de la Copa Mundial. El técnico Richard Moller-Nielsen evitó al máximo que la presión recayera sobre sus dirigidos y se encargó de que disfrutaran la hazaña que hasta ese momento habían logrado, pero que no sería nada comparada con la gloría que alcanzarían el 26 de junio, cuando vencieron a sus rivales por 2 a 0, para convertirse en un campeón inédito e inesperado, en un hecho que mostró el camino de la esperanza para las selecciones menos tradicionales de la zona, senda que también recorrió Grecia, 14 años después cuando contra todo pronóstico levantó esa misma copa en la Euro de Portugal.