Perú, el comienzo de una era post-neoliberal
Mauricio Jaramillo Jassir
Mauricio Jaramillo Jassir
Las elecciones presidenciales en el Perú dejan varias lecciones respecto de la democracia no solo para ese país duramente golpeado en el último tiempo por la inestabilidad y la corrupción, sino para el conjunto de América Latina.
Al menos tres conclusiones reveladoras se desprenden de la cerrada ventaja que obtuvo Pedro Castillo pero que, difícilmente generará consensos en el país andino. En primer lugar, se trata de una izquierda que contrariamente a lo que se estimaba en los últimos años, goza aún de suficiente aceptación popular y para sorpresa mayor, incluso el marxismo con visos de ortodoxia no parece condenado a la extinción.
En segundo lugar, en la región parecen revivir prácticas propias de la Guerra Fría cuando no se reconocían los resultados electorales y se apelaba al desconocimiento de las urnas para lograr aquello que no se pudo por la vía democrática. Y, América Latina revive las peores lógicas de esa guerra bipolar entre EEUU y la Unión Soviética por considerar los resultados en las elecciones según la lógica arbitraria del “juego a suma cero” donde la victoria de uno de los bandos, izquierda o derecha -ahora progresismo y conservatismo- significa una derrota absoluta para la contraparte.
La victoria de Pedro Castillo refutada por su contrincante Keiko Fujimori, demuestra no solo el desprestigio de la clase política tradicional, incluidos, partidos, Congreso, Cortes y en general el establecimiento, sino que todavía tienen recepción los discursos de reivindicaciones de clase, luego de décadas de hegemonía de neoliberalismo, libre mercado y apertura económica y de que se pensase que se trataba de valores irreversibles.
El discurso de Castillo y al que se le endilgan las etiquetas de populista, demagogo, anacrónico y hasta incompatible con la democracia debe ser analizado a fondo. Más allá de esos feroces ataques en su contra, algunos de ellos, valga decirlo, con algún fundamento, se debe matizar su ideología en función de dos variables; los márgenes de gobernabilidad que serán estrechos y no le permitirán la aplicación de ninguna ideología ortodoxa que transgreda principios mantenidos desde que en el Perú se instaló la democracia en 1980; y la doble excepción en términos ideológicos que representa Castillo, pues es la primera vez que la izquierda gana las elecciones luego de una larga hegemonía neoliberal instaurada por Alberto Fujimori, y porque sus valores no son del todo equiparables o comparables con aquellos de la llamada nueva izquierda que, en algún momento lideraron Hugo Chávez, Rafael Correa, Néstor Kirchner o Dilma Rousseff. Con ambas aclaraciones se puede descartar que Castillo implante un régimen comunista en el Perú o que sea representante del chavismo y pretenda replicar el modelo venezolano.
De igual forma, en el contexto de la post-elección peruana se advierte la riesgosa práctica que se repite cada vez más en América Latina por medio de la cual, candidatos que pierden dejan de reconocer la victoria y apelan a la tesis del fraude sin aportar mayores pruebas. México 2006, Venezuela 2013, Bolivia 2019 y ahora Perú son casos donde se deja un manto de duda sobre la victoria a partir del cual se revive la siempre riesgosa posibilidad de un golpe de Estado, justificado en el supuesto robo electoral.
El antecedente más reciente fue el de las acusaciones contra la relección de Evo Morales en Bolivia, a las que se sumó la Misión de Observación Electoral de la OEA comprobadamente infundadas. Lo más grave de los ocurrido es que, a partir del supuesto fraude se efectuó una interrupción del orden constitucional y se abrió paso al gobierno autoritario de Jeanine Áñez.
Finalmente, y como se desprende de lo anterior, América Latina avanza en una dirección nociva para la pluralidad en el plano regional. Las ultimas elecciones presidenciales en toda la zona son seguidas estrechamente tanto por el progresismo como el conservatismo y parecería haber un interés más allá de lo interno para que se imponga un determinado candidato. En los casos más dramáticos las posturas de algunos Estados cruzan el umbral de la injerencia y sin asomo de formas diplomáticas, los partidos de gobierno muestran su afinidad con aspirantes a la presidencia de un país vecino.
En este sinsentido de cruces y versiones se impone la idea de que para los intereses de un Estado conviene más el triunfo de tal partido y que las buenas relaciones entre Estados dependen de que coincidan ideológicamente. Esta tendencia desvirtúa las relaciones interamericanas tal como se han mantenido durante más de medio siglo, desde la posguerra y hacen posible que, como ocurría en la Guerra Fría, los Estados estén dispuestos a sancionar a sus pares cuando preconicen determinados principios. A comienzos de siglo, el continente en pleno rechazó las declaraciones de Hugo Chávez respecto de varios procesos electorales en América Latina. Varios de los Estados que en su momento criticaron al dirigente venezolano, hoy han incurrido en prácticas similares, siendo un caso destacable el de Colombia, cuyo gobierno se ha asomado al proceso electoral estadounidense, ecuatoriano y venezolano con consecuencias poco advertidas hasta el momento.
La victoria de Pedro Castillo marca el fin de una era en el Perú, pero no debe significar una hecatombe ni política ni económica, respecto de lo cual América Latina como bloque deba reaccionar. La ruptura de una larga tradición de apertura mantenida por todos los gobiernos post Fujimori significó grandes avances en términos macroeconómicos, y una reducida vulnerabilidad del Perú frente a crisis económicas en el exterior. Sin embargo, no logró reducir considerablemente la concentración del ingreso y la victoria de Castillo desnuda que, mientras varios segmentos ganaron con la era neoliberal, millones de peruanos perdieron por cuenta del desmonte de la protección de la economía agravado por una voluminosa trayectoria de corrupción y despilfarros. Perú, como toda la región, debe entender que la elección es el inicio de una largo proceso de negociaciones para gobernar y que en la pluralidad ninguna victoria en las urnas otorga una mandato absoluto.