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Reflexión sobre la historia de la circulación de saberes en Colombia

Ismael Iriarte Ramírez

Reflexión sobre la historia de la circulación de saberes en Colombia

En estos días que corren en los que no parece otorgarse al acceso masivo a la educación el valor que esa conquista representa, salvo como consigna panfletaria y desestabilizadora.

Ahora, cuando abusamos de las libertades por las que otros lucharon, pero no hacemos el menor esfuerzo para conservarlas, resulta cuando menos reconfortante remontarse a los orígenes de la circulación de saberes en nuestro país, para encontrar en las generaciones que nos precedieron lecciones de tenacidad e ingenio para superar obstáculos casi insalvables en la búsqueda del conocimiento.

Según la Cámara Colombiana del Libro, el promedio de lectura en Colombia durante 2019 alcanzó la histórica cifra de 2,7 libros por persona[1]. Si bien esto representa un incremento con respecto a mediciones anteriores aún se encuentra lejos de países como España, en el que tradicionalmente este índice alcanza los dos dígitos, solo por mencionar un ejemplo en nuestro idioma.

Resulta contradictorio, aunque no sorprendente, que ese rubro no refleje fenómenos como las romerías de personas que en proporciones épicas se dan cita en actividades como Feria del Libro de Bogotá, no solo para lograr una foto con el escritor de turno, sino también para adquirir algunos volúmenes, lo que se traduce año tras año con los éxitos en ventas. Lo anterior puede explicarse con una lapidaria sentencia: libro poseído no significa libro leído.

Esta consigna parece haberse invertido con relación a períodos como el comprendido entre los siglos xvi y xvii, en el que no solo era un privilegio de pocos aprender a leer y escribir, sino que también resultaba una tarea titánica la comercialización y posesión de libros. Estos, provenientes en su mayoría de España, debían enfrentar toda una travesía, sujetos a los controles inquisitoriales, tanto en los puertos de salida, como en los de llegada, que en el caso del actual territorio colombiano, era por lo general Cartagena, desde donde debían continuar su viaje en un  recorrido que en el mejor de los casos tardaba seis semanas, a través del Río Magdalena hasta Honda y posteriormente a lomos de mula, para llegar a ciudades del interior como Santa fe (López Rivera 65).

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Como resulta apenas lógico, estas dificultades logísticas representaban un incremento en el costo de los libros, que en ocasiones podría triplicarse con respecto al valor de venta en el puerto de Cartagena, lo que los convertía en productos poco atractivos para los comerciantes e inaccesible para los consumidores (65). Aún el selecto grupo de personas que podían darse el lujo de comprar estos bienes debían conformarse con una reducida oferta, en tiendas en las que además se comercializaban variopintas mercancías (Restrepo Zapata).
Huelga decir que tampoco existían las bibliotecas públicas tal y como las conocemos en nuestros días y que en el caso colombiano estas no aparecerían hasta la segunda mitad del siglo xviii. Esto se vio agravado por la tardía llegada de la imprenta a territorio neogranadino, a donde arribó apenas en 1738, dos siglos después de hacer su aparición en otros grandes centros del continente americano como fue el caso de México.

No obstante, a pesar de este desalentador panorama había una creciente comunidad de personas interesadas en acceder al conocimiento, hasta entonces reservado para altos funcionarios y religiosos. Esa generación se benefició de venturosos acontecimientos como la aparición de las tres primeras universidades en el Nuevo Reino de Granada entre 1580 y 1653. En no pocas ocasiones resultaban escasos los libros al servicio de la academia, por lo que los estudiantes debían dedicar su tiempo y energía en crear copias manuscritas para su propio beneficio y el de sus compañeros.

La certeza de la existencia de bibliotecas privadas de mayor o menor envergadura queda para la posteridad como prueba de la recursividad de nuestros antecesores para superar las adversidades descritas a los largo de estas líneas. Fórmulas como el préstamo y el canje hacían posible la circulación de libros en una época en la que ni siquiera el analfabetismo era obstáculo para perseguir el conocimiento, ya que no eran pocas las jornadas de lectura en voz alta para beneficiar a aquellos que por diversas circunstancias no podían leer (Rubio 139).

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Esta breve descripción de los condicionantes para la transmisión de saberes durante el periodo colonial impone la reflexión sobre el efecto anestésico que la sobreinformación y la proliferación de recursos para el aprendizaje parece estar teniendo en la actualidad. Así mismo llama la atención sobre una cuestión que parece pasarse por alto con frecuencia ¿Estamos dispuestos a ser artífices de nuestro propia formación antes de exigirla legítima o ilegítimamente a los demás?



 

Referencias

  1. ¿La lectura al fin está tomando el lugar que se merece en Colombia? Fabian A. Fonseca C. Las dos orillas. Julio 16, 2019.

Bibliografía
López Rivera, Edwin. "Del puerto al altiplano: comerciantes de importación en Santafé de Bogotá a finales del siglo XVIII." (2020).
Restrepo Zapata, Jaime. La biblioteca de Fray Cristóbal de Torres a partir de los libros que conserva la Biblioteca Antigua del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Editorial Universidad del Rosario, 2015.
Rubio Hernández, Alfonso. "El libro como objeto de estudio: un marco historiográfico para la Nueva Granada." Ibersid 5 (2011)