El nombre de la rosa. Notas de lectura
04/05/2016 11:45:34 a. m.
El nombre de la rosa
De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí (p. 271).
Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir (p. 300).
Torre del scriptorium del monasterio de Tábara [Wikipedia].
Por la cercanía que existe entre libros, pergaminos, documentos, autores y bibliotecas antiguas que albergan tesoros, nos pareció que un homenaje apropiado para el maestro italiano Umberto Eco, desde esta Biblioteca Antigua del Archivo Histórico de la Universidad del Rosario, era recordar y ahondar un poco en su obra El nombre de la rosa. No por casualidad los papeles protagónicos de esta novela los desempeñan la censura, los libros, el scriptorium monacal y la biblioteca.
Creemos que, por influjo de la película, se hizo predominante su dimensión policiaca (thriller). Con lo cual, se omiten muchos aspectos importantes, relacionados con las vivencias culturales de una época agitada, que se asoma tímidamente al Renacimiento. En realidad, los sucesivos crímenes que se cometen en el monasterio y la investigación de fray Guillermo de Baskerville, solo son el pretexto para plantear un nudo de cuestiones de profundidad y trascendencia humanas.
Vamos así a rastrear algunas ondas o círculos concéntricos, que se insinúan a lo largo de la novela. Ignorando aún cuál es la fuerza que los mueve, vamos a recorrerlos de lo exterior y superficial a lo íntimo y profundo. [Para las referencias, citamos por: Eco, Umberto. El nombre de la rosa. Barcelona. R. B. A. Editores, 1993]
Abadía de Montecasino, donde san Benito de Nursia estableció su primer monasterio alrededor del año 529 [Wikipedia].
Primer círculo: un monasterio benedictino del siglo XIV. Los monasterios, especialmente los benedictinos, eran focos de conservación de la cultura. Aunque se alude a sus distintas dependencias (plano) y a los oficios que en ellas se desarrollan, desde el principio queda clara la razón de su importancia: la copia, conservación, traducción y divulgación de códices manuscritos.
“La abadía donde me encontraba era, quizá, la última capaz de alardear por la excelencia en la producción y reproducción del saber” (p. 173).
Estamos en una abadía benedictina muy especial. Y el autor se encarga de darnos unas pistas:
En primer lugar, su nombre y su ubicación se mantienen en el anonimato. Pareciera que el autor quiere subrayar la dimensión universal de lo que allí acontece. Anonimato que, a mi juicio, es paralelo al expresado por Cervantes al abrir su Quijote. Lo que aquí va a suceder tiene dimensión y alcance de humanidad; tiene que ver con el ser humano y no puede reducirse a un acontecer ocasional, localizado o limitado por coordenadas de tiempo y espacio… Solo se sabe que el monasterio está situado en el norte de Italia.
Además, la abadía llama la atención e impacta a quienes se acercan a ella: “Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta” (p. 25). “Rica Abadía” (p. 20).
Contra todos los preceptos de la tradición monástica a la hora de escoger el lugar de una nueva fundación, este monasterio se construye en una zona escarpada, en lo alto de un monte. Los monjes prefirieron los valles boscosos y apartados, que pudieran asegurar la presencia del agua y permitieran mejor defensa contra los temporales de viento y lluvia. Es muy raro encontrar monasterios construidos en las cimas de los montes. Es indudable, pues, que su “altura” y elevación se plantean a propósito y tienen un significado: al monasterio se llega “subiendo”, mediante un ejercicio –no solo físico– donde todo lo demás (especialmente las ciudades y su estilo de vida) quedan “abajo”:
“(…) es para mí una alegría pisar vuestro monasterio cuya fama ha traspasado estas montañas” (p. 25). “Mientras aquí hacemos eso [rascar pergaminos], allá abajo, en las ciudades, se actúa (…). Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, (…) nosotros seguimos recogiendo el grano criando gallinas, mientras allá abajo cambian varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y todo ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo se acumulan tesoros (p. 117).
Y es que esta “altura” proviene y es expresión de un creerse “superiores”. La fuga mundi (distanciamiento del vivir mundano), típico de la vocación monástica, se ha desvirtuado, convirtiéndose en complejo de superioridad, que lleva al menosprecio de todos aquellos que no viven como el monje. La elevación geográfica es ahora signo y fuente de discriminación:
“(…) valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes nada tenían que ver con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos” (p. 138).
“(…) hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centro poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no solo se habla (…) sino también se escribe en lengua vulgar ¡Y ojalá ninguno de estos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía!” (p. 35).
Segundo círculo: un monasterio amurallado. Tampoco era tradición benedictina amurallar el recinto de sus prioratos o abadías. Se construían lejos de la civilización, se apartaban del mundo, pero no se protegían con murallas. Aquí se habla de ellas, porque sugieren algo: indican una preocupación por defenderse a toda costa. El monasterio se plantea como una fortaleza; como baluarte difícil de vencer. Más adelante, esta tarea defensiva se precisará mejor.
Monasterio de Montserrat, visto desde la roca de Sant Jaume [Wikipedia].
Tercer círculo: la biblioteca. La existencia de la dependencia, como tal, no sorprende en un monasterio benedictino medieval. En ella y en sus anexos (scriptorium) se cumplen tareas que eran perfectamente normales en gran cantidad de monasterios europeos.
El autor, andando la narración, se encarga de mostrarnos unas características muy especiales:
Una ojeada al plano del monasterio (p. 21) muestra una desproporción entre la biblioteca y las demás dependencias del monasterio. Aunque se dedicaran a la conservación de libros (lectura, escritura, encuadernación y decorado), las necesidades de un monasterio importante exigían muchas instalaciones (officinae). No es frecuente, en los monasterios de esa época, una biblioteca que llame la atención por su tamaño. El plano muestra la biblioteca apartada de casi todos los edificios restantes. Y según se sabe luego, tiene varios pisos.
Pero la biblioteca no solo es grande; sino que impone y asusta a quien se acerca a ella. El autor la nombra en repetidas ocasiones como el “Edificio”: está construido, a tajo, sobre los riscos donde se levanta la abadía. Si todo en ella parece rico, bello y bien orientado, esta es la construcción por antonomasia. En un monasterio benedictino los núcleos esenciales siempre fueron la iglesia, el claustro y la sala capitular. Nunca la biblioteca; el “Edificio”:
“(…) por su posición inaccesible era más tremendo (…) y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco” (p. 20).
Cuarto círculo: peculiaridades de esta biblioteca. El lector, después de admirarse y asustarse por la imponencia de aquella mole (que solo puede ver por fuera y cuyo interior no es fácil descifrar), se va enterando, poco a poco, de otras características inquietantes de ese lugar. Parecen no sorprender mucho a los monjes, pero impresionan profundamente a quienes entran en el recinto con una mente diferente y abierta (fray Guillermo de Baskerville y su discípulo, el también benedictino Adso).
En primer lugar, es una biblioteca diferente: “(…) nuestra biblioteca no es igual a las otras…” (p. 34). ¿Por sus temas? ¿Por su especialidad? ¿Por la calidad de sus obras?
Es distinta, esencialmente, porque fue construida como un laberinto. Su condición actual deriva de un designio y una intención precisos. Se hizo así por algo y para algo. Un “laberinto” puede entenderse como divertido pasatiempo (al estilo de los que se podaron en algunos jardines durante el siglo XVIII) o como trampas destinadas a perder a los incautos intrusos, como sugirió la mitología de los griegos. La novela no lo muestra desde el principio, pero deja abierta esta posibilidad trágica:
“La biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás” (p. 149).
“La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. (…) Solo el bibliotecario (…) está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, solo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos” (p. 36).
Con el laberinto se ha redondeado el propósito protector-defensor de la muralla. Aunque aún no sabemos para proteger de qué o contra qué…
También esta biblioteca tiene un carácter ambivalente y ambiguo. En ella cabe el saber más sublime; pero contiene y guarda las aberraciones más grandes que han salido de la mente humana.
“Insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar luego la salida” (p. 37). Lo último supone la existencia de una mentalidad censora. No sabemos de quién proviene este dictamen y esta sentencia que diversifica tajantemente entre verdad y mentira. Dijimos antes que la construcción misma de la biblioteca respondió a un designio que se expresó en un plano y en un secreto que se impuso por generaciones:
“Aquí hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adonde ir, qué hacer y que leer” (p. 119).
Esto da a la biblioteca un carácter problemático, pues el monje está ante una disyuntiva de vida o muerte, en el más radical de los sentidos. Precisamente por esta problematicidad mueren los monjes curiosos e inquietos de la abadía. De “medio” para llegar a Dios por el camino de la verdad, la biblioteca se ha convertido en una trampa. No olvidemos que el texto indicaba que este es un laberinto terrenal y espiritual… Opción de alcances aún más graves, si se tiene en cuenta que no es fácil poner frenos a la curiosidad de la mente:
“Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno” (p. 173). “(…) fuimos comprendiendo que aquel monje todavía joven (…) tenía arrebatos de independencia y aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la abadía imponía a la curiosidad de su intelecto” (p. 129).
San Mateo en su scriptorium, en un libro de Horas del s. XV [Wikipedia].
Quinto círculo: las “justificaciones” de la censura. Citamos arriba: “Hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adonde ir, qué hacer y qué leer”. Maticémoslo un poco: al monje benedictino no le preocupa dónde ir, porque hace voto de estabilidad. Sabe que permanecerá hasta la muerte en el monasterio donde hace sus votos. Tampoco le afana el qué hacer, porque hizo voto de obediencia y su quehacer de cada día está señalado por el abad. Lo que sí sorprende es que a una comunidad que tiene como tarea el mundo de los libros (escribir, copiar, traducir, encuadernar, estudiar, decorar) se le impongan restricciones para leer.
La novela se encarga de mostrar cómo esta actitud censora radical llega incluso al absurdo. Una biblioteca cerrada llega a convertirse en una contradicción en sí misma:
“¿De qué sirve esconder los libros, si de los libros visibles podemos remontarnos a los ocultos? (…) ¿De modo que una biblioteca no es un instrumento para difundir la verdad, sino para retrasar su aparición?” (p. 127) “Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y, por tanto, es mudo. Quizás esta biblioteca haya nacido para salvar los libros que contiene, pero ahora vive para mantenerlos sepultados. Por eso se ha convertido en pábulo de impiedad” (p. 375).
Una mínima objetividad intelectual lleva a cuestionar esta voluntad de veto:
Pero, si [la biblioteca] era algo vivo ¿por qué no se abría al riesgo del conocimiento?” (p. 174)
Las “razones” para prohibir la lectura de libros e impedir el acceso al lugar donde se guardan (desconocido por todos, menos por el bibliotecario), tienen mucho que ver con momentos cruciales y con importantes polémicas doctrinales de la historia eclesiástica medieval. El libro recoge extensamente (hasta con alardes de erudición) problemas y polémicas de la Iglesia europea en la Edad Media:
Los monasterios medievales definieron su trabajo intelectual, entre otras cosas, por un objetivo esencial: conservar y cuidar un saber tradicional, que debe considerarse cerrado y definitivo. Ante las novedades que surgen por doquier, ante las afanosas búsquedas racionales de dialécticos y teólogos de diversas escuelas, con la consiguiente desorientación de los oyentes, los monasterios se constituyen en bastiones de una verdad inmutable y definitiva. Si la revelación se cerró con el Nuevo Testamento y los Santos Padres, con los concilios y los papas, nos transmitieron esa verdad, ¿qué otro objetivo puede proponerse, con legitimidad, la razón de los humanos?
“Y nuestra orden (…) fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer” (p. 35).
“(…) si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. (…); nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los Padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia” (p. 35).
“(…) de nuestro trabajo, del trabajo de nuestra orden y en particular del trabajo de este monasterio, es parte, incluso esencial, el estudio y la custodia del saber. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa humana, es el haber sido fijado y completado en los siglos que se sucedieron entre la predicación de los profetas y la interpretación de los padres de la Iglesia” (p. 377).
“¿Cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres, como si la última no hubiese resonado ya en las palabras del último ángel que habla en el último libro de las Escrituras” (p. 378).
Se ve claramente reflejada la polémica medieval entre razón (dialécticos) y fe (místicos), que oscila entre una fe a ultranza y un racionalismo en cierne. Un ejemplo de esta confrontación la encontramos en la controversia entre san Bernardo y Pedro Abelardo. En el corazón y en la mente de una Europa que se formó y creció en los principios de la fe cristiana, la verdad es una sola, coincide con la esencia de su propia identidad y no tiene que afanarse por ulteriores desarrollos racionales. Más allá de escuelas intelectualistas o voluntaristas, la única garantía de seguridad se encuentra en la fe (sola fides). Los productos de la razón solo merecen desconfianza:
“(…) te he hablado de soberbia, la soberbia de la mente, en este monasterio consagrado al orgullo de la palabra, a la ilusión del saber (…)” (p. 59).
“Hasta el saber que las abadías habían acumulado se usaba ahora como mercancía para el intercambio, era motivo de orgullo, de jactancia y fuente de prestigio” (p. 173).
“Cuanto más viejo me vuelvo, más me abandono a la voluntad de Dios, y menos aprecio la inteligencia, que quiere saber, y la voluntad, que quiere hacer; y el único medio de salvación que reconozco es la fe, que sabe esperar con paciencia sin preguntar más de lo debido” (p. 372).
Por ello, la “superioridad” monástica, se va a reflejar en un sarcástico desprecio hacia ese mundo que crece “abajo” y “afuera”. Para que ese mundo no entre en el corazón de los monjes se construye la muralla y se diseña la trampa del laberinto. Ese mundo proscrito incluye todo lo que sucede, se piensa y se hace en la ciudad: maestros, escuelas, universidades, ciencias, sumas, comentarios… Aunque el monasterio sabe íntimamente que ya no está en la vanguardia, mira con desprecio y se burla de los saberes y métodos que promueven las nuevas instancias del saber:
“Así como los caballeros ostentaban armaduras y pendones, nuestros abades ostentaban códices con miniaturas. Y aún más (…) desde que nuestros monasterios habían perdido la palma del saber: porque ahora las escuelas catedralicias, las corporaciones urbanas y las universidades copiaban quizás más y mejor que nosotros y producían libros nuevos (…)” (p. 173).
“Porque si el nuevo saber que querían producir llegaba a atravesar libremente aquella muralla, con ello desaparecería toda diferencia entre ese lugar sagrado y una escuela catedralicia o una universidad ciudadana. En cambio, mientras permaneciera oculto, su prestigio y su fuerza seguirían intactos, a salvo de la corrupción de las disputas, de la soberbia cuodlibetal que pretende someter todo misterio y toda grandeza a la criba del sic et non” (p. 173).
“(…) lo que ha sucedido entre estos muros alude precisamente a las vicisitudes mismas del siglo que vivimos, que, tanto en la palabra como en las obras, en las ciudades como en los castillos, en las orgullosas universidades como en las iglesias catedrales, trata de esforzarse por descubrir nuevos codicilos a las palabras de la verdad, deformando el sentido de esta verdad ya enriquecida por todos los escolios, esa verdad que en vez de estúpidos añadidos lo que necesita es una intrépida defensa” (p. 379).
“(…) aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia” (p. 35).
No es extraño que se demerite y se banalice el trabajo y esfuerzo que otros desarrollan fuera de los muros del monasterio. Era otro de los “argumentos” de los místicos contra los dialécticos:
“(…) no debemos caer en la tentación de discutir por mero gusto, como hacen los maestros de París” (p. 146).
Autorretrato del iluminador Rufilo, s. XII [Wikipedia].
Sexto círculo: la censura, fuera de contexto. La novela destaca cómo los sucesos del monasterio corresponden a unos “mundos” estrechos y encogidos, muy lejanos de la realidad. Con sorpresa ve el lector que la necesidad de conservar el secreto de la biblioteca se impone y superpone a temas gravísimos que tienen que ver con la historia futura de Europa y de la Iglesia católica. El monasterio va a ser escenario de unas conversaciones entre representantes del emperador de Alemania y el papa (que ya reside en Aviñón), para zanjar el tema espinoso de los fraticelli franciscanos. Se trata, ni más ni menos, del enfrentamiento de los dos Poderes que se disputan el dominio de Europa. Y de unos franciscanos extralimitados que cuestionan muchas de las estructuras eclesiásticas. Pero la abadía, en lugar de participar activa y positivamente, se limita a ser un simple escenario. Y, si mucho, un espectador curioso y perplejo. Lo que le importa es el secreto de su biblioteca.
Las conversaciones se verán frustradas por las muertes ocurridas en la abadía. Y la oportunidad del necesario diálogo se desaprovechó por la actitud de los perseguidores profesionales de herejías. Flota en el ambiente una nube que oscurece y confunde; una nube que distorsiona los valores y las prioridades. El inquisidor externo –temible y temido– se desentiende de los grandes problemas pendientes y se limita a condenar a dos infelices monjes de antecedentes oscuros. Pero también se desentiende del “secreto” de la biblioteca y de las amenazas que representa la “ciudad” y su estilo de vida para los monjes. Su misión corre –en lamentable contravía– por derroteros distintos: perseguir herejes (reales o supuestos). Son bien antiguos los ejemplos de falsos positivos…
Pero en el texto de la novela quedan establecidos dos criterios que, al contraponerse, arrojarán una luz definitiva. El censor obsesivo vocifera: “El mal no se exorciza, se destruye” (p. 450). Mientras el sabio lo interpela: “La mano de Dios crea, no esconde” (p. 451).
Séptimo círculo: libros vitandos. Cuando ya se han marchado las delegaciones imperial y pontificia, se desenmascara el meollo de toda esta trama de intentos por leer lo prohibido (con sus trágicas consecuencias) y de descubrir exactamente qué es lo prohibido y dónde se oculta. La biblioteca guarda celosamente muchos libros vitandos, que no pueden estar al alcance de los monjes. Pero entre todos ellos destaca una obra de Aristóteles (¡el autor proscrito en la Edad Media por las corrientes de pensamiento más tradicionalistas!):
“Porque era del Filósofo. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Los Padres habían dicho lo que había que saber sobre el poder del Verbo y bastó con que Boecio comentase al Filósofo para que el misterio divino del Verbo, se transformara en la parodia humana de las categorías y del silogismo” (p. 446).
“Cada palabra del Filósofo, por la que ya juran hasta los santos y los pontífices, ha trastocado la imagen del mundo” (Ibid.).
El monasterio conserva la copia de una de sus obras, prácticamente perdida y desconocida: una obra en la que se defiende la importancia de la ficción, de la comedia y de la risa. Mal puede defenderse esto –piensa el monje español Jorge de Burgos– cuando se está poniendo en juego la seriedad de la vida de Cristo y de su mensaje. Para mentalidades apocalípticas como la de este monje, la venida del Juez Último está muy cercana. Todos los signos parecen comprobarlo… ¿Cómo aceptar un elemento que permita la superficialidad y la ligereza?
Al final, cerrada ya la trama, cabe la pregunta: ¿justificaba el ocultamiento de esta obra la pérdida de tantas vidas y de tantas capacidades? ¿Valía más ese libro proscrito que los centenares que se perdieron en el incendio? Y una inquietud que queda cuando se han conocido algunos casos de la censura que la Iglesia aplicó a los libros: En ellos ¿se estaban poniendo en juego verdades esenciales para la fe cristiana? En muchos casos, (como plantea la novela) la persecución responde a interpretaciones y opiniones subjetivas y discutibles. Todo parece indicar que, a lo largo de la historia, ha sido un serio problema para los cristianos ubicar correctamente cuáles son los elementos verdaderamente esenciales de su fe.
Octavo círculo: la forma y el fondo. A pesar de murallas, de vetos y laberintos, el monasterio (supuestamente “superior” y libre de peligros) se muestra como un ente frágil, que pierde absurdamente a varios de sus miembros. Algunos de ellos, eficaces en sus oficios y cargos, dejan mucho que desear en su comportamiento… Hay, pues, una dualidad entre lo que se muestra y lo que realmente hay de fondo. Impresionantes estructuras albergan rivalidades, mezquindades, celos, abusos, taras y vicios. Apelando a una imagen tradicionalmente purificadora, el fuego se encarga de acabar con esta monumental construcción, donde la grandeza solo podía medirse en el tamaño y la forma de las piedras…
Es como si el mismo edificio del monasterio hubiera sido condenado a la pena del fuego, en aquel proceso donde el inquisidor sentenció a Salvatore y a Remigio de Varagine. ¿Por qué la pena del fuego para todos? ¿No estaba acaso reservada a los herejes? Al final de la tragedia, el escenario vuela en pedazos, como castillo pirotécnico de un festival cualquiera. El monasterio no merece seguir en las “alturas”, porque –a pesar de su fama– muy posiblemente no ha vivido con altura espiritual desde hace tiempo. Sin decirlo, la novela plantea que hay instancias de juicio que no tienen nada que ver con los procesos de la Inquisición.
Capital tomada de Sobre las distinciones, por Juan de San Jorge. Vicente de Portonaris, Lion: 1522.
Noveno círculo: la luz externa. En este mundo complejo y enredado, cruzado de oscuridades, solo hay una ráfaga de equilibrio y objetividad, representada en el franciscano inglés Guillermo de Baskerville. Es verdad que en muchos de los personajes que aparecen en la novela se reconocen virtudes y cualidades, pero todas ellas se estrellan ante el muro de lo que pasa y de lo que no pasa en el monasterio. El fraile inglés es el único que se mueve –indemne– por esos círculos concéntricos que condujeron al fin del monasterio. Respecto a él, rescatemos los siguientes indicios, sugeridos por el texto:
Fray Guillermo es una de las personas que “entra” al monasterio. Viene de fuera. Mientras otras personas (los delegados papales e imperiales, el inquisidor, etc.) están marcados por sus propios intereses y es como si pertenecieran al mundo turbio que oculta el monasterio. Fray Guillermo viene a prestar un servicio de asesoría y consejo. Ese “de fuera” no tiene un sentido primordialmente espacial; alude a un mundo diferente: donde priman actitudes y valores muy distintos al mundo que impera en el monasterio y en su biblioteca.
Guillermo de Baskerville se mostró ecuánime y libre en el mismo desarrollo de su vocación franciscana. A la muerte de san Francisco, surgió una polémica entre dos formas de entender el ser franciscano: la vida en pobreza absoluta (con exclusión de toda posesión y la renuncia al orgullo de los estudios) chocó con la necesidad de “organizar” un enjambre de frailes que se contaba por millares… y de atender eficazmente –con saber– al pastoreo de la nueva sociedad. Con el tiempo se llegó a extremos aberrantes: es el problema de los fraticelli que trata la novela...
Fray Guillermo es una persona capaz de replantear y revisar su propia vida. Una persona con un criterio para la autocrítica (perdón por la redundancia) y para la rectificación: fue inquisidor y dejó de serlo por convicción y decisión propia.
No es hombre de un solo horizonte. Ha viajado por el mundo y desempeñado diversas tareas. Puede decirse que es experimentado. Es un hombre –y un producto– de la ciudad. Guillermo de Baskerville conoció sus posibilidades y sus limitaciones: habla de escuelas, de maestros, de libros, de papas, de santos y de herejes.
Guillermo estudia en Oxford. El lugar donde se estudia es algo que puede considerarse como muy accesorio o como muy importante. Hay quien lo utiliza para presumir; pero hay quien sabe sacar todo el provecho posible. Y Oxford en la Edad Media era una oportunidad diferente. Allí, junto con los saberes que se enseñaban en el Continente, se dio especial importancia a las matemáticas, la astronomía y las ciencias de la naturaleza. Fue discípulo de Rogerio Bacon, “el maestro que más venero” (p. 62):
“Roger Bacon (…) nos ha enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa” (p. 17).
Y todo esto determinó en él actitudes muy distantes del fanatismo ciego que vimos en el monasterio. El saber tiene un sentido teórico innegable. Pero también una dimensión práctica. Y ambos aspectos tienen que orientarse no solo al dominio de la naturaleza y al mejoramiento del mundo, sino a la humanización del ser humano. Tarea y misión que aprendió de su maestro Bacon:
“(…) que hay una sola manera de prepararse para su llegada [del Anticristo]: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para mejorar al género humano” (p. 62).
Fray Guillermo conoce y usa máquinas y artefactos. Usa gafas (p. 73) y explica qué es y cómo funciona una brújula (p. 203). Conoce de hierbas que producen alucinaciones y de los espejos curvos, que deforman las imágenes (p. 163). Pudieran parecer cosas de magia a los ignorantes pero, para el fraile inglés, son “máquinas prodigiosas (…) mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza” (p. 87). Y para él no son saberes esotéricos, que deban mantenerse en secreto para los no iniciados. Son saberes para compartir:
“Me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán” (p. 17).
Fray Guillermo (inglés, alumno de Bacon, educado en Oxford) no quedó atrapado en los parámetros de las escuelas de su Orden. Pudo haber sido agustiniano, voluntarista acérrimo, seguidor de san Buenaventura o de Duns Scoto… Pero no perdió esa apertura mental y esa libertad que llevan a reconocer la verdad allí donde se encuentre, así sea en una escuela “adversaria” de la propia. Precisamente por eso, se pone por encima de las rivalidades ridículas entre franciscanos y dominicos, para reconocer el peso de santo Tomás de Aquino en muchas materias:
“¿Quién soy yo –dijo Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además, su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías” (p. 29).
No es válido, para Guillermo de Baskerville, el dilema entre fe y razón. Negar (o infravalorar) uno de los dos términos en conflicto es una evasión fácil. Tampoco se muestra partidario de la teoría de la “doble verdad”, que es una componenda. Prefiere ver el saber como una búsqueda permanente de mentes libres. Especialmente en aquellas materias sobre las cuales la fe no dice nada.
“Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la Escritura nos ha dejado en libertad de decidir” (p. 126).
Guillermo de Baskerville, desde sus principios y convicciones, es consciente de que en la biblioteca del monasterio se han distorsionado muchos valores, con lo que se ha llegado a la contradicción y al contrasentido. O mejor, a la perversión. Así como es absurdo un libro destinado a que nadie lo lea, no tiene justificación un saber para que otros no sepan:
“Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar” (p. 166).
Son más cristianos una forma distinta de entender a Dios, una nueva manera de ver el mundo y una forma de actuar, acorde con todo lo anterior, porque, muy a pesar de quienes se empeñan en censurar,
“La mano de Dios crea, no esconde” (p. 451).
Jaime Restrepo Zapata. Abril de 2016.
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