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Criminología (crítica) del Sur: ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Quién?
Luiz Phelipe Del Santo*
April 2021
La Criminología del Sur es un “proyecto teórico, empírico y político” (Carrington et al 2016; 2018) surgido como respuesta a la criminología occidental/dominante.
Se sostiene que el pensamiento y el conocimiento dominantes en tales disciplinas están basados sobre todo en las experiencias del Norte Global. Las realidades del Sur Global son frecuentemente ignoradas y, en el caso que sean consideradas, son utilizadas sólo como fuente de datos para apoyar el pensamiento dominante.
En general, el proyecto de una Criminología del Sur pretende desafiar la inquebrantable confianza en el presunto carácter universal de las teorías provenientes del llamado Norte Global. El intento parece ser, pues, el de motorizar un proceso – por decirlo así - de democratización de la criminología, no tanto para demonizar los conocimientos provenientes del Norte, sino simplemente dando igual valor al saber producido en el Sur.
Es evidente como esto desafía la tendencia históricamente consolidada de una transferencia teórica unidireccional, desde el centro hacia la periferia, desde el Norte hacia el Sur, desde Occidente hacia Oriente.
El sueño de la criminología crítica se realizaría a través de un proceso de agregación, en vez que sustracción, de integración en vez que reemplazo, de equidad en vez que subordinación. Esto sería posible, por ejemplo, extendiendo la mirada y los horizontes del saber criminológico hacia la periferia (donde quiera que ella esté!) y haciendo luz sobre los diversos modelos y tendencias que se pueden encontrar en el llamado Sur Global. Esto obviamente impulsaría también un proceso de reflexividad sobre la producción del saber y una deconstrucción de las relaciones de fuerza entre centro y periferia; de las relaciones históricas y contemporáneas entre el Norte y el Sur y de cómo ellas influenciaron las políticas en el ámbito penal, los procesos de victimización, las tendencias en los dispositivos punitivos y el desarrollo de las políticas en el ámbito judicial en sentido más estricto.
Finalmente, este abordaje permitiría ubicar eventos como el colonialismo y sus consecuencias en el centro de los estudios criminológicos (y no sólo eso!).
Este parece ser un momento propicio para el desarrollo del área, una fase en la cual invertir en estos proyectos. La posibilidad de organizarlo como un programa colectivo permitiría a tal iniciativa obtener cada vez más atención, no sólo en la periferia, haciendo a los criminólogos del Norte más conscientes de sus implicaciones.
Hace un tiempo, Spivak (1988) se preguntaba si el subalterno podía hablar. Otros, más recientemente, se preguntaron si la metrópolis podía escuchar.
Parece ser evidente, en cambio, como muchos estudiosos del Norte Global están teniendo cada vez más en consideración aportes de las periferias, en particular en el ámbito de la sociología de la pena; subrayan cada vez más la importancia a los fines de desarrollar de manera más consistente y completa el saber criminológico.
En términos prácticos, muchas conferencias, seminarios y revistas académicas han expresamente solicitado aportes, trabajos y artículos destinados a llevar las realidades periféricas al centro de los debates.
Por lo tanto, el momento parece ahora ser favorable al desarrollo de una agenda de investigación en este ámbito.
Este escenario favorable podría ser el resultado de algunas tendencias que los llamados países desarrollados están experimentando recientemente. El Norte Global parece en realidad acercarse a la idea del Sur del mundo, en vez de lo opuesto.
El Norte está atravesando crisis y conflictos políticos, económicos y sociales, además de étnicos y culturales. Con tal propósito, Agozino (2003: 5) sostiene que “las mismas justificaciones criminológicas usadas para racionalizar al imperialismo fueron luego importadas en la metrópolis para justificar el control represivo de las clases trabajadoras”. Más allá del intento de producir justificaciones, Godoy (2005) provee ejemplos concretos de políticas y prácticas penales que fueron aplicadas primero en el Sur Global, como por ejemplo en América Latina, y después introducidas en el Norte Global, en los Estados Unidos por ejemplo.
Por lo tanto, comprender las realidades del Sur - históricamente caracterizadas por la desigualdad, pobreza, represión, bajos niveles de democracia, etc. - y sus relaciones sociales en material de punición y control de la criminalidad puede ser extremadamente útil para comprender también adecuadamente al “Norte” mismo y sus transformaciones.
Dicho esto, existen todavía algunas cuestiones sobre las cuales no se ha dado una respuesta clara. Paradojalmente, uno de los principales problemas es justamente el hecho de que esta agenda de investigación - y sus “premisas filosóficas, epistemológicas y ontológicas (Moosavi, 2019: 261) - no fue todavía suficientemente desarrollada.
Indudablemente, podría deberse al hecho de que este proyecto ha apenas surgido como tal. Entonces, considerando que la Criminología del Sur ha nacido hace poco, por ahora se limitó a indicar problemas, límites y relaciones de subalternidad en el actual desarrollo de la disciplina criminológica y, seguidamente, explicará mejor lo que quiere hacer para superar esta situación.
No obstante esto, surgen algunas preguntas importantes a partir de esta situación, que podemos definir como embrionaria o de “trabajo en progreso”. Un primer punto a resolver podría ser justamente si la Criminología del Sur pretende ser una “mera” variante de los abordajes comparativos, o sea, dirigida a evaluar la adecuación en contextos periféricos de las teorías desarrolladas en el centro (Brown, 2018).
Moosavi pregunta ¿Qué es lo que hace al proyecto distinto de las tentativas precedentes de decolonizar la criminología? Obviamente esta primera y fundamental pregunta arrastra tras de sí una serie de cuestiones centrales para dicho proyecto: el uso mismo de la expresión criminología “del Sur” ¿no podría reforzar la normalización de la criminología dominante y occidental como simplemente “criminología”? ¿Quién puede contribuir al desarrollo de este programa de investigación? ¿Sólo criminólogos “del Sur”? ¿O el campo se tendría que restringir todavía a aquellos criminólogos del sur que trabajan e investigan en las universidades del sur? ¿dónde están efectivamente los confines entre Norte y Sur / Centro y periferia / Occidente y Oriente? ¿Existe o no la necesidad de un giro en sentido más estrictamente materialista de su cuadro analítico para comprender mejor cómo las desigualdades invalida también la investigación científica?
¿Es posible sostener que, no obstante esto, también la producción del conocimiento que llega desde el Sur pueda ser teóricamente rica y epistemológicamente bien desarrollada?
Obviamente, la preocupación principal es la de evitar que tal proyecto pueda transformarse en un “maestro castrado que castrará a sus discípulos” (Dussel, 1977).
El espacio limitado me impide afrontar todas estas preguntas relevantes aquí. Por ahora, dado que veo este texto más que nada como una invitación al compromiso, puedo sólo concluir que este quiere ser un convite a un involucramiento transversal, un modesto intento de subrayar posibles factores que puedan actuar como impedimento a una amplia participación en este proyecto.
De hecho, sostengo que quién desarrolla el proyecto de la Criminología del Sur y dónde se está desarrollando, no son las preguntas más importantes, al menos en esta fase.
Como se dijo al comienzo, es fundamental destacar que la Criminología del Sur no tiene que plantearse eliminar o suplantar las teorías del Norte sino que debe comprometerse en un diálogo crítico con ellas.
Parafraseando a Agozino (2003: 162), la experiencia no es siempre la mejor consejera y ser un investigador del Sur no es garantía de una total comprensión de los problemas vividos en el Sur. Justamente por esto debe existir una atención particular a no transformarse en “imperialistas reluctantes” (Cohen, 1988: 182).
La Criminología del Sur es un paso fundamental para el desarrollo y la democratización de la criminología como un campo científico pero también político. Aquellos comprometidos con estos objetivos pueden estar dispuestos a involucrarse con este abordaje y deben sentirse absolutamente bienvenidos a hacerlo.
*Luiz Phelipe Dal Santo es candidato de doctorado en Oxford University.
Referencias bibliográficas
Aas, K. F. (2012). ‘The Earth is one but the world is not’: Criminological theory and its geopolitical divisions. Theoretical Criminology, 16(1), 5–20.
Agozino, B. (2003). Counter-colonial criminology: a critique of imperialist reason. London: Pluto Press.
Brown, M. (2018). Southern Criminology in the Post-Colony: more than a ‘derivate discourse’? In K. Carrington, R. Hogg, J. Scott & M. Sozzo (eds.) The Palgrave Handbook of Criminology and the Global South. Cham: Palgrave MacMillan, pp. 83-104.
Carrington, K., Hogg, R., & Sozzo, M. (2016). ‘Southern criminology’. British Journal of Criminology, 56(1), 1-20.
Carrington, K., Hogg, R., Scott, J., & Sozzo, M. (2018) Criminology, Southern Theory and Cognitive Justice. In K. Carrington, R. Hogg, J. Scott & M. Sozzo (eds). The Palgrave Handbook of Criminology and the Global South. Cham: Palgrave Macmillan.
Cohen, S. (1988). Against criminology. New Brunswick: Transaction Publishers.
Dussel, E. (1977). Filosofía de la liberación. México, D.F.: Edicol.
Godoy, A.S. (2005). ‘Converging on the poles: contemporary punishment and democracy in hemispheric perspective’. Law & Social Inquiry, 30(3), 515-548.
Moosavi, L. (2019). ‘A friendly critique of “Asian Criminology” and “Southern Criminology”’. British Journal of Criminology, 59, 257-275.
Spivak, G. (1988). Can the subaltern speak? Basingstoke: Macmillan.
Por que el bajo de “Caín” no hará nada para resolver el conflicto del Bajo Cauca
Mathew Charles*
27 November 2020
El domingo 17 de noviembre, Emiliano Alcides Osorio, alias “Caín,” máximo jefe de la red criminal que se hace llamar Los Caparrapos fue asesinado por la Fuerza Pública en Tarazá.
Caín, quien se enfrentó al Ejército, cayó abatido a 250 metros de la casa que fue su centro de operaciones por varios meses. En su cuerpo sobresalía una pesada cadena de oro, con un dije en forma de pirámide maciza, y dos anillos, según El Tiempo. Pero tan pronto muriera, fue reemplazado por su segundo, Gil Tapias o “Flechas.” Como dicen, “rey muerto, rey puesto.”
Como nuevo capo, 'Flechas' a sus 39 años, es el próximo objetivo de alto valor para la Fuerza Pública, como lo advirtió el comandante de la Séptima División del Ejército, el general Juan Carlos Ramírez, quien aseguró : "El camino que les queda es someterse a las autoridades o tendrán el mismo camino de 'Caín'."
Pero este “camino” no hace mucho para resolver el conflicto que azota al Bajo Cauca. Detrás de Flechas, hay otro. Se llama “Evangélico.” Y detrás de él, varios más. Es un ciclo, que en última instancia no logra nada porque eliminar a los cabecillas superiores de un grupo armado es más como cortarle una pata a una araña que cortarle la cabeza a la serpiente; la mayor parte de su negocio continuará como de costumbre. Esta llamada "estrategia de capo," que se centra en capturar o matar a los jefes de organizaciones criminales es más un truco de relaciones públicas que una política efectiva para resolver los problemas estructurales reales del país y enfrentar el crimen.
Disparar a los capos es la opción más sencilla. Desmantelar la estructura de Los Caparrapos y las economías ilícitas sobre las que se construye, requiere mucho más esfuerzo.
Los Caparrapos se dividen en tres celdas: los tres comandantes se reúnen regularmente y forman un comando central “piramidal.” Cada celda sigue una cadena de mando jerárquica con subsecciones de la cadena dedicadas a una actividad particular: la minería o la extorsión, por ejemplo.
Los Caparrapos comenzaron como una facción de las AUC, encargada de la protección personal de algunos de los principales comandantes de los paramilitares. Su nombre tiene origen en 1996 cuando Carlos Mario Jiménez Naranjo, alias “Macaco,” reunió a un grupo de elementos vinculados a grupos paramilitares en Caparrapí, Cundinamarca y los integró a su facción Bloque Mineros de las AUC que operaba en el Bajo Cauca.
En 2017, los Caparrapos se separaron de la franquicia de Los Urabeños (también llamado Clan del Golfo y Autodefensas Gaitanistas de Colombia) bajo el mando de Otoniel debido a una debilidad percibida en el comando central. Habían pertenecido a esta facción desde la desmovilización de las AUC en 2006, pero Caín se sintió consternado por lo que percibió como una debilidad increíble en el liderazgo de Otoniel.
La muerte de Caín no hace nada para cambiar esta situación. De hecho, lo único que trae es más peligro y miseria a las comunidades del Bajo Cauca. En reflejo de esto, por ejemplo, se declaró un paro armado el 21 y 22 de noviembre después de la muerte de Caín. Los negocios cerraron y la gente se quedó en casa, ya que fueron amenazados de muerte si se negaban a hacerlo.
Múltiples operaciones de las Fuerzas Públicas han hecho poco para disminuir la violencia en el Bajo Cauca. El Estado parece no querer o no poder tomar medidas efectivas. Cuando un Gobierno no puede proteger a sus ciudadanos de un toque de queda impuesto por un grupo armado, hay serias preguntas para responder.
Poner fin al crimen organizado requiere enfoques holísticos que incluyan la lucha contra la corrupción, contra la pobreza y la provisión de oportunidades de empleo bien remuneradas, pero también requiere un Estado seguro, que esté dispuesto y sea capaz de dedicar los recursos necesarios para poner fin a este ciclo de violencia.
*Mathew Charles es investigador postdoctoral del Observatorio Colombiano de Crimen Organizado. Lleva ocho años investigando el crimen organizado y la dinámica del conflicto armado en el Bajo Cauca.
Organized crime in Latin America and the convergence hypothesis: absence of evidence or evidence of absence?
Jochen Kleinschmidt & Oscar Palma*
1 November, 2020
Discussions about the relation between organized crime and armed groups of different kinds have, over the last twenty years, often been shaped by the explicit or implicit acceptance of the so-called convergence hypothesis. According to this assumption, criminal, terrorist, insurgent, and other non-state violent actors are increasingly converging towards a hybrid form of organization. Various terms are in use for describing the result of this process of convergence, such as “ gangster warlords”, “ narco-terrorism” or “ criminal insurgency”. The process is often assumed to play out on two different levels, one that may be considered more individual or tactical, and another, which is related to the macro-structures and strategic aims of the actors in question. The former of the two is not really problematic – of course, the skill sets of drug pushers and terrorists are quite similar in terms of character. It is the second which is increasingly creating doubts among researchers of organized crime and armed conflict.
Of course, terrorists sometimes do finance themselves through profits derived from drug sales, and certainly, organized crime sometimes uses tactics that are similar to those of terrorists. That is not the issue here. The problem is rather that in a region such as Latin America, being as it is replete with different types of armed actors, there is, overall, very little evidence for the type of process described by the strategic aspect of the convergence hypothesis. Rather, there seems to be a process of niche-finding, in which different kinds of actors – criminals, insurgents, militias, and every shade of violent actor in between – encounter a social and geographic environment in which they can thrive, and then occasionally adapt to changing circumstances. But overall, it seems that violent non-state actors are rather conservative entities, and an overall trend towards convergence is not empirically observable. In order to further explore this impression, we have published an article in the journal Small Wars & Insurgencies, in which we study the long-term evolution of two long-lived violent actors: The Colombian FARC insurgency, and the Mexican Sinaloa cartel.
The well-studied history of those two groups seem to suggest a very different proposition for the main causal mechanism that drives the evolution of armed groups, at least in the specific case of Latin America, which according to one study is “where transnational crime groups and terrorists most frequently and most likely converge”. However, both of these groups do not evolve in a continuous manner. Rather, their characteristics shift in rather abrupt, shock-like ways, and in all cases, for our examples, those shocks were the result of a change in the organizations’ interaction patterns with the state, or the international system.
Consider the Sinaloa Cartel, which, according to the consensus of current literature, has experienced significant organizational changes four times: In the 1930s, it emerged from a loose network of drug trafficking family businesses due to the effects of drug prohibition policies. In the 1970s, it turned into a monopolistic and partially state-sponsored organization due to Nixon’s “war on drugs”. In the 1990s, it experienced significant decentralization due to changes in the political system of Mexico and the partial loss of state sponsorship. Finally, in the 2000s, due to increased pressure from the Mexican state, it developed some vaguely paramilitary structures in order to survive in a more violent environment. In each and every case of transformation, it was a change of state policy that led to organizational shifts.
The same pattern can be observed in the case of the FARC insurgency, which has also experienced four fundamental transformations: First, its formation from a disparate collection of local armed groups and left-wing militias, second, its consolidation into an ideologically Marxist-Leninist guerilla army under the influence of the Cuban Revolution, third, its acceptance of participation in drug trafficking at the beginning of the 1980s, and finally, its dissolution and transformation into a political party in the context of the Colombian peace process, after having suffered devastating losses to state forces supported by the U.S. under Plan Colombia. The only event that could be somewhat compatible with a process of convergence is the decision to participate in drug trafficking – however, the most plausible explanation offered in the literature is that this was the result of observing the Contras’ participation in drug trafficking in the Nicaraguan conflict, and the realization that similar actors might be leveraged against them. Such a development subsequently did occur in the form of paramilitaries such as the AUC.
In general, it therefore appears that the “fluid rather than fixed” organizational characteristics that some research describes are the result of erroneously interpreting the splintering of some terrorist or insurgent organizations – and the subsequent survival strategies of their remnants – as the consequence of some generalized dynamic. In other cases, the splintering of criminal organizations due to state action or internal divisions may produce remnants that are more violent, either due to a lack of established political connections, or due to their activities in a different and more violent sector of criminality (e.g., extortion instead of drug trafficking), and this is then interpreted as convergence in the form of criminal insurgency.
The fluid evolution towards similarity in terms of structure and aims of criminal, terrorist and insurgent organizations is then, perhaps, more a myth than a reality. It was probably a convenient interpretation in the aftermath of 9/11, when counterterrorism was the central concern of most governments, and researchers or policy experts could count on more attention – and funding – if their issues were somehow related to terrorism. In the real world, however, criminal organizations are “profit maximizers” and “ risk minimizers”, which will generally drive them away from excessively violent – and therefore risky – activities, such as terrorism or insurgencies. Terrorism, on the other hand, appears to be driven towards “ lone operator terrorism ”, in which individually radicalized individuals perpetrate acts of violence and broadcast them via social networks – but those lone wolves may have very little to offer to organized crime groups.
At the same time, organized crime in Latin America seems to be evolving towards “invisibles”, who try as much as possible to stay under the radar of states increasingly empowered by modern surveillance technologies, and forego the flashiness and private armies of yesteryears. They will cooperate with insurgents or other irregulars if they have something of value for their operation – but the overall pattern in terms of the evolution of illegal groups of all kinds seems to be differentiation, not convergence. Of course, external political shocks such as those that drove the evolution of FARC and the Sinaloa Cartel will continue to occur. It will therefore be important for analysts of organized crime to observe, for example, the evolution of the U.S. militia movement after the coming elections, or the evolution of links between the Russian state and organized crime in the context of renewed great power competition between the former and Western countries. But considering the evidence for its absence discussed in our article, convergence is a concept perhaps best forgotten, or at least strongly relativized and contextualized.
* Jochen Kleinschmidt and Oscar Palma are both members of OCCO and professors in the Faculty of International, Political and Urban Studies, Universidad del Rosario.
La reducción de homicidios en El Salvador: un resultado de política pública o un entendimiento con la criminalidad?
Tiziano Breda, International Crisis Group*
1 Octubre 2020
Desde que el joven presidente de El Salvador, Nayib Bukele, llegó al poder en junio de 2019, el país pasó de tener la tasa de homicidios más alta a una de las más bajas actualmente, en la región denominada “Triángulo Norte de Centroamérica”. Aunque la llegada de Bukele marcó un cambio radical en la manera de hacer política en el país, muchas de sus iniciativas en materia de seguridad se asemejan a las de gobiernos anteriores y no explican esta marcada reducción de homicidios. De hecho, una reciente investigación de el periódico digital salvadoreño El Faro, sobre supuestas reuniones entre líderes de la Mara Salvatrucha o MS-13 y oficiales de gobierno parece confirmar los hallazgos de un informe de Crisis Group, según el cual la caída de los homicidios parece responder a una decisión por parte de las principales pandillas de disminuir el uso de la violencia, como parte de un entendimiento informal con las autoridades.
Bukele sucedió en el mando al presidente de izquierda Salvador Sánchez Céren, cuyo mandato fue el más violento en la historia reciente del país, con alrededor de 23 000 homicidios reportados. En 2018, El Salvador registraba los niveles de violencia más altos en la región, con una tasa de 51 homicidios cada 100000 habitantes, a pesar de estar ya descendiendo de su pico en 2015, cuando la tasa era de 103, lo que había hecho del país el más violento en el mundo ese año. Desde que Bukele asumió la presidencia, los homicidios disminuyeron casi en un 60 por ciento, y si los niveles actuales se mantienen, cerraría este año con una tasa de alrededor de 18 homicidios cada 100 000 habitantes. Las denuncias de desapariciones (otro indicador crucial para entender la violencia en el país) también se han desplomado en un 40 por ciento, aunando a la contundencia de estos logros.
El gobierno atribuye estos resultados a su política de seguridad, encarnada en el Plan Control Territorial, que combina medidas de mano dura con iniciativas para abordar las causas estructurales que han permitido que las pandillas permearan y se consolidaran en el país en los últimos 30 años. Sin embargo, tanto el análisis estadístico de la violencia como el trabajo de campo de Crisis Group ponen en entredicho esta afirmación. Mientras el Plan prioriza la intervención en 22 municipios, la reducción se presenta a nivel nacional; a su vez, algunos de los municipios priorizados han mantenido altos niveles de conflictividad. Cabe anotar que ninguna operación policial o medida en las cárceles ha tenido un impacto inmediato en las tendencias de homicidios en el pasado, que más bien han venido bajando de manera paulatina, con repuntes ocasionales. Pobladores de varias comunidades bajo el control de las pandillas, comentan que el dominio de éstas no ha disminuido sino que por el contrario se ha fortalecido, y la extorsión (un delito del cual las denuncias iban en aumento) ha bajado temporalmente como efecto del cierre de actividades comerciales a raíz de la pandemia del COVID-19.
Varios indicios apuntan a que las pandillas han decidido disminuir la violencia, posiblemente como parte de un acuerdo informal con las autoridades. Ya antes de la llegada a la presidencia de Bukele, hubo un intercambio de mensajes tanto a nivel público (a través de entrevistas o conferencias de prensa), como de forma más directa a nivel local, entre oficiales de gobierno y representantes de las pandillas. Además, los datos muestran una disminución en los enfrentamientos entre pandillas y fuerzas de seguridad, factor contundente para el alza de los homicidios. En 2017, el 10.27 por ciento de las muertes violentas fueron resultado del uso de la fuerza por parte de agentes de seguridad. Fuentes policiales aseguran que esto es producto de una directiva de los altos mandos de la institución para disminuir la hostilidad frente a las pandillas, e incluso el uso innecesario de la fuerza letal. Asimismo, los únicos dos episodios en la historia reciente del país en donde los niveles de violencia han caído de manera considerable han coincido con una decisión explícita de las pandillas en ese sentido: en el proceso denominado “ tregua de pandillas” entre 2012 y 2013, y en 2016, cuando las maras intentaron evitar infructuosamente la imposición de medidas extraordinarias de confinamiento en las cárceles. A través de reportes internos de Centros Penales e inteligencia penitenciaria, El Faro ha documentado que emisarios del gobierno, en particular el director del sistema penitenciario Osiris Luna y el director de la Unidad de Reconstrucción del Tejido Social, Carlos Marroquín, habrían ingresado varias veces entre octubre de 2019 y agosto de este año a cárceles de máxima seguridad para reunirse con líderes de la MS-13, acompañados por personas encapuchadas, entre ellas “el White de Iberias”, él mismo un líder o ranflero de esa mara. Algunos documentos relatan que en esas reuniones gobierno y MS-13 habrían negociado la reducción de homicidios y el apoyo electoral al partido del presidente Bukele (Nuevas Ideas) en las próximas elecciones legislativas y municipales, a cambio de beneficios para los mareros, entre ellos la reversión de la decisión tomada en abril de este año de mezclar a miembros activos de las tres pandillas dentro de celdas compartidas. Sin embargo, el gobierno ha negado rotundamente la negociación con la MS-13 y, para desacreditar la publicación, Osiris Luna organizó una visita a cárceles de máxima seguridad para enseñar a medios nacionales e internacionales que las condiciones en las celdas permanecían iguales.
El Faro pudo demostrar que sí existe un diálogo entre gobierno y MS-13 y cómo se ha venido desarrollando en las cárceles, pero el alcance de esas conversaciones es todavía poco claro, así como lo es la interacción fuera de las cárceles, y con las otras dos pandillas: las facciones de los Revolucionarios y de los Sureños del Barrio 18. Para entender la progresiva construcción de este equilibrio, así como su fragilidad y reversibilidad, es imprescindible analizar la evolución en la estructura de las pandillas a lo largo de los últimos años. Estas ya no son las organizaciones monolíticas del 2012, que hizo posible que una reducción de homicidios negociada con los máximos líderes encarcelados, los ranfleros, fuera implementada en todo el territorio nacional. Fue precisamente el fracaso de la tregua, junto con el resentimiento de muchos pandilleros de rango menor hacia los ranfleros que supuestamente se aprovecharon de los recursos invertidos en ese proceso sin beneficiar a los demás, lo que profundizó las fisuras en las filas de las pandillas. Posteriormente, las complicaciones en la comunicación con los líderes encarcelados debido a las medidas extraordinarias, contribuyeron al empoderamiento de un liderazgo fuera de las cárceles y una progresiva fragmentación de las líneas jerárquicas, en particular en la facción de los Revolucionarios del Barrio 18. Al mismo tiempo, el proceso de la tregua, así como las supuestas negociaciones entre pandillas y partidos políticos en el marco de las elecciones presidenciales de 2014, dejaron entrever la importancia política y electoral de las pandillas, tanto en términos de control en los votos como en el costo político que el alza en los homicidios conlleva.
La creciente fragmentación de las pandillas y la mayor autonomía de algunos capítulos locales, o clicas, puede ayudar a entender por qué la reducción de homicidios ha avanzado de manera paulatina y progresiva. Sobre todo, explicaría por qué algunas áreas del país siguen afectadas por la violencia, y por qué a finales de septiembre de 2019 y de abril de este año hubo repuntes de violencia que rompieron la tendencia de homicidios a la baja. Estos estallidos súbitos evidencian la fragilidad de los avances obtenidos, y el peligro de un cambio abrupto en la tendencia hacia mayores niveles de violencia si una parte de las pandillas decide emprender otro rumbo.
A pesar de los resultados extraordinarios en algunos indicadores de violencia, la administración Bukele está lejos de haber encontrado una solución duradera al tema de las pandillas en El Salvador. La crisis económica y humanitaria desatada por el COVID-19, amenaza además con obstaculizar la inversión en proyectos de desarrollo comunitario y de reinserción social de los pandilleros, medidas necesarias para romper el ciclo de violencia en el país. La creciente presión socioeconómica, sobre todo en comunidades marginadas y donde predomina la economía informal, constituye un caldo de cultivo para el fortalecimiento de actividades ilícitas y conlleva el riesgo de que los niveles de violencia vuelvan a subir a medida que se reanuda la actividad económica.
Pero la crisis también ofrece al gobierno la oportunidad de aprovechar la interacción entre oficiales y comunidades locales, ahora centrada en la entrega de víveres, para evaluar mejor las necesidades y oportunidades en cada comunidad o cantón. Si las pandillas siguen manteniendo las tasas de homicidios a niveles mínimos y continúan cooperando con las autoridades para garantizar acceso médico y humanitario a las comunidades durante la pandemia, el gobierno podría considerar abrir canales formales y transparentes de diálogo para negociar una solución duradera al problema de las pandillas, el cual debería apuntar a su desmovilización y reintegración a la vida civil. Estos diálogos deberían empezar desde lo local, y asegurar a las víctimas un papel central en la determinación de su alcance. Una vez se haya generado la confianza necesaria entre las partes, se podría entonces contemplar un proceso nacional, con todos los riesgos y posibles reveses que un diálogo nacional implicaría.
* Tiziano Breda es analista para Centroamérica del International Crisis Group (ICG).
Criminología (crítica) del Sur: ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Quién?
Criminología (crítica) del Sur: ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Quién?
Luiz Phelipe Del Santo*
April 2021
La Criminología del Sur es un “proyecto teórico, empírico y político” (Carrington et al 2016; 2018) surgido como respuesta a la criminología occidental/dominante.
Se sostiene que el pensamiento y el conocimiento dominantes en tales disciplinas están basados sobre todo en las experiencias del Norte Global. Las realidades del Sur Global son frecuentemente ignoradas y, en el caso que sean consideradas, son utilizadas sólo como fuente de datos para apoyar el pensamiento dominante.
En general, el proyecto de una Criminología del Sur pretende desafiar la inquebrantable confianza en el presunto carácter universal de las teorías provenientes del llamado Norte Global. El intento parece ser, pues, el de motorizar un proceso – por decirlo así - de democratización de la criminología, no tanto para demonizar los conocimientos provenientes del Norte, sino simplemente dando igual valor al saber producido en el Sur.
Es evidente como esto desafía la tendencia históricamente consolidada de una transferencia teórica unidireccional, desde el centro hacia la periferia, desde el Norte hacia el Sur, desde Occidente hacia Oriente.
El sueño de la criminología crítica se realizaría a través de un proceso de agregación, en vez que sustracción, de integración en vez que reemplazo, de equidad en vez que subordinación. Esto sería posible, por ejemplo, extendiendo la mirada y los horizontes del saber criminológico hacia la periferia (donde quiera que ella esté!) y haciendo luz sobre los diversos modelos y tendencias que se pueden encontrar en el llamado Sur Global. Esto obviamente impulsaría también un proceso de reflexividad sobre la producción del saber y una deconstrucción de las relaciones de fuerza entre centro y periferia; de las relaciones históricas y contemporáneas entre el Norte y el Sur y de cómo ellas influenciaron las políticas en el ámbito penal, los procesos de victimización, las tendencias en los dispositivos punitivos y el desarrollo de las políticas en el ámbito judicial en sentido más estricto.
Finalmente, este abordaje permitiría ubicar eventos como el colonialismo y sus consecuencias en el centro de los estudios criminológicos (y no sólo eso!).
Este parece ser un momento propicio para el desarrollo del área, una fase en la cual invertir en estos proyectos. La posibilidad de organizarlo como un programa colectivo permitiría a tal iniciativa obtener cada vez más atención, no sólo en la periferia, haciendo a los criminólogos del Norte más conscientes de sus implicaciones.
Hace un tiempo, Spivak (1988) se preguntaba si el subalterno podía hablar. Otros, más recientemente, se preguntaron si la metrópolis podía escuchar.
Parece ser evidente, en cambio, como muchos estudiosos del Norte Global están teniendo cada vez más en consideración aportes de las periferias, en particular en el ámbito de la sociología de la pena; subrayan cada vez más la importancia a los fines de desarrollar de manera más consistente y completa el saber criminológico.
En términos prácticos, muchas conferencias, seminarios y revistas académicas han expresamente solicitado aportes, trabajos y artículos destinados a llevar las realidades periféricas al centro de los debates.
Por lo tanto, el momento parece ahora ser favorable al desarrollo de una agenda de investigación en este ámbito.
Este escenario favorable podría ser el resultado de algunas tendencias que los llamados países desarrollados están experimentando recientemente. El Norte Global parece en realidad acercarse a la idea del Sur del mundo, en vez de lo opuesto.
El Norte está atravesando crisis y conflictos políticos, económicos y sociales, además de étnicos y culturales. Con tal propósito, Agozino (2003: 5) sostiene que “las mismas justificaciones criminológicas usadas para racionalizar al imperialismo fueron luego importadas en la metrópolis para justificar el control represivo de las clases trabajadoras”. Más allá del intento de producir justificaciones, Godoy (2005) provee ejemplos concretos de políticas y prácticas penales que fueron aplicadas primero en el Sur Global, como por ejemplo en América Latina, y después introducidas en el Norte Global, en los Estados Unidos por ejemplo.
Por lo tanto, comprender las realidades del Sur - históricamente caracterizadas por la desigualdad, pobreza, represión, bajos niveles de democracia, etc. - y sus relaciones sociales en material de punición y control de la criminalidad puede ser extremadamente útil para comprender también adecuadamente al “Norte” mismo y sus transformaciones.
Dicho esto, existen todavía algunas cuestiones sobre las cuales no se ha dado una respuesta clara. Paradojalmente, uno de los principales problemas es justamente el hecho de que esta agenda de investigación - y sus “premisas filosóficas, epistemológicas y ontológicas (Moosavi, 2019: 261) - no fue todavía suficientemente desarrollada.
Indudablemente, podría deberse al hecho de que este proyecto ha apenas surgido como tal. Entonces, considerando que la Criminología del Sur ha nacido hace poco, por ahora se limitó a indicar problemas, límites y relaciones de subalternidad en el actual desarrollo de la disciplina criminológica y, seguidamente, explicará mejor lo que quiere hacer para superar esta situación.
No obstante esto, surgen algunas preguntas importantes a partir de esta situación, que podemos definir como embrionaria o de “trabajo en progreso”. Un primer punto a resolver podría ser justamente si la Criminología del Sur pretende ser una “mera” variante de los abordajes comparativos, o sea, dirigida a evaluar la adecuación en contextos periféricos de las teorías desarrolladas en el centro (Brown, 2018).
Moosavi pregunta ¿Qué es lo que hace al proyecto distinto de las tentativas precedentes de decolonizar la criminología? Obviamente esta primera y fundamental pregunta arrastra tras de sí una serie de cuestiones centrales para dicho proyecto: el uso mismo de la expresión criminología “del Sur” ¿no podría reforzar la normalización de la criminología dominante y occidental como simplemente “criminología”? ¿Quién puede contribuir al desarrollo de este programa de investigación? ¿Sólo criminólogos “del Sur”? ¿O el campo se tendría que restringir todavía a aquellos criminólogos del sur que trabajan e investigan en las universidades del sur? ¿dónde están efectivamente los confines entre Norte y Sur / Centro y periferia / Occidente y Oriente? ¿Existe o no la necesidad de un giro en sentido más estrictamente materialista de su cuadro analítico para comprender mejor cómo las desigualdades invalida también la investigación científica?
¿Es posible sostener que, no obstante esto, también la producción del conocimiento que llega desde el Sur pueda ser teóricamente rica y epistemológicamente bien desarrollada?
Obviamente, la preocupación principal es la de evitar que tal proyecto pueda transformarse en un “maestro castrado que castrará a sus discípulos” (Dussel, 1977).
El espacio limitado me impide afrontar todas estas preguntas relevantes aquí. Por ahora, dado que veo este texto más que nada como una invitación al compromiso, puedo sólo concluir que este quiere ser un convite a un involucramiento transversal, un modesto intento de subrayar posibles factores que puedan actuar como impedimento a una amplia participación en este proyecto.
De hecho, sostengo que quién desarrolla el proyecto de la Criminología del Sur y dónde se está desarrollando, no son las preguntas más importantes, al menos en esta fase.
Como se dijo al comienzo, es fundamental destacar que la Criminología del Sur no tiene que plantearse eliminar o suplantar las teorías del Norte sino que debe comprometerse en un diálogo crítico con ellas.
Parafraseando a Agozino (2003: 162), la experiencia no es siempre la mejor consejera y ser un investigador del Sur no es garantía de una total comprensión de los problemas vividos en el Sur. Justamente por esto debe existir una atención particular a no transformarse en “imperialistas reluctantes” (Cohen, 1988: 182).
La Criminología del Sur es un paso fundamental para el desarrollo y la democratización de la criminología como un campo científico pero también político. Aquellos comprometidos con estos objetivos pueden estar dispuestos a involucrarse con este abordaje y deben sentirse absolutamente bienvenidos a hacerlo.
*Luiz Phelipe Dal Santo es candidato de doctorado en Oxford University.
Referencias bibliográficas
Aas, K. F. (2012). ‘The Earth is one but the world is not’: Criminological theory and its geopolitical divisions. Theoretical Criminology, 16(1), 5–20.
Agozino, B. (2003). Counter-colonial criminology: a critique of imperialist reason. London: Pluto Press.
Brown, M. (2018). Southern Criminology in the Post-Colony: more than a ‘derivate discourse’? In K. Carrington, R. Hogg, J. Scott & M. Sozzo (eds.) The Palgrave Handbook of Criminology and the Global South. Cham: Palgrave MacMillan, pp. 83-104.
Carrington, K., Hogg, R., & Sozzo, M. (2016). ‘Southern criminology’. British Journal of Criminology, 56(1), 1-20.
Carrington, K., Hogg, R., Scott, J., & Sozzo, M. (2018) Criminology, Southern Theory and Cognitive Justice. In K. Carrington, R. Hogg, J. Scott & M. Sozzo (eds). The Palgrave Handbook of Criminology and the Global South. Cham: Palgrave Macmillan.
Cohen, S. (1988). Against criminology. New Brunswick: Transaction Publishers.
Dussel, E. (1977). Filosofía de la liberación. México, D.F.: Edicol.
Godoy, A.S. (2005). ‘Converging on the poles: contemporary punishment and democracy in hemispheric perspective’. Law & Social Inquiry, 30(3), 515-548.
Moosavi, L. (2019). ‘A friendly critique of “Asian Criminology” and “Southern Criminology”’. British Journal of Criminology, 59, 257-275.
Spivak, G. (1988). Can the subaltern speak? Basingstoke: Macmillan.
Por que el bajo de “Caín” no hará nada para resolver el conflicto del Bajo Cauca
Por que el bajo de “Caín” no hará nada para resolver el conflicto del Bajo Cauca
Mathew Charles*
27 November 2020
El domingo 17 de noviembre, Emiliano Alcides Osorio, alias “Caín,” máximo jefe de la red criminal que se hace llamar Los Caparrapos fue asesinado por la Fuerza Pública en Tarazá.
Caín, quien se enfrentó al Ejército, cayó abatido a 250 metros de la casa que fue su centro de operaciones por varios meses. En su cuerpo sobresalía una pesada cadena de oro, con un dije en forma de pirámide maciza, y dos anillos, según El Tiempo. Pero tan pronto muriera, fue reemplazado por su segundo, Gil Tapias o “Flechas.” Como dicen, “rey muerto, rey puesto.”
Como nuevo capo, 'Flechas' a sus 39 años, es el próximo objetivo de alto valor para la Fuerza Pública, como lo advirtió el comandante de la Séptima División del Ejército, el general Juan Carlos Ramírez, quien aseguró : "El camino que les queda es someterse a las autoridades o tendrán el mismo camino de 'Caín'."
Pero este “camino” no hace mucho para resolver el conflicto que azota al Bajo Cauca. Detrás de Flechas, hay otro. Se llama “Evangélico.” Y detrás de él, varios más. Es un ciclo, que en última instancia no logra nada porque eliminar a los cabecillas superiores de un grupo armado es más como cortarle una pata a una araña que cortarle la cabeza a la serpiente; la mayor parte de su negocio continuará como de costumbre. Esta llamada "estrategia de capo," que se centra en capturar o matar a los jefes de organizaciones criminales es más un truco de relaciones públicas que una política efectiva para resolver los problemas estructurales reales del país y enfrentar el crimen.
Disparar a los capos es la opción más sencilla. Desmantelar la estructura de Los Caparrapos y las economías ilícitas sobre las que se construye, requiere mucho más esfuerzo.
Los Caparrapos se dividen en tres celdas: los tres comandantes se reúnen regularmente y forman un comando central “piramidal.” Cada celda sigue una cadena de mando jerárquica con subsecciones de la cadena dedicadas a una actividad particular: la minería o la extorsión, por ejemplo.
Los Caparrapos comenzaron como una facción de las AUC, encargada de la protección personal de algunos de los principales comandantes de los paramilitares. Su nombre tiene origen en 1996 cuando Carlos Mario Jiménez Naranjo, alias “Macaco,” reunió a un grupo de elementos vinculados a grupos paramilitares en Caparrapí, Cundinamarca y los integró a su facción Bloque Mineros de las AUC que operaba en el Bajo Cauca.
En 2017, los Caparrapos se separaron de la franquicia de Los Urabeños (también llamado Clan del Golfo y Autodefensas Gaitanistas de Colombia) bajo el mando de Otoniel debido a una debilidad percibida en el comando central. Habían pertenecido a esta facción desde la desmovilización de las AUC en 2006, pero Caín se sintió consternado por lo que percibió como una debilidad increíble en el liderazgo de Otoniel.
La muerte de Caín no hace nada para cambiar esta situación. De hecho, lo único que trae es más peligro y miseria a las comunidades del Bajo Cauca. En reflejo de esto, por ejemplo, se declaró un paro armado el 21 y 22 de noviembre después de la muerte de Caín. Los negocios cerraron y la gente se quedó en casa, ya que fueron amenazados de muerte si se negaban a hacerlo.
Múltiples operaciones de las Fuerzas Públicas han hecho poco para disminuir la violencia en el Bajo Cauca. El Estado parece no querer o no poder tomar medidas efectivas. Cuando un Gobierno no puede proteger a sus ciudadanos de un toque de queda impuesto por un grupo armado, hay serias preguntas para responder.
Poner fin al crimen organizado requiere enfoques holísticos que incluyan la lucha contra la corrupción, contra la pobreza y la provisión de oportunidades de empleo bien remuneradas, pero también requiere un Estado seguro, que esté dispuesto y sea capaz de dedicar los recursos necesarios para poner fin a este ciclo de violencia.
*Mathew Charles es investigador postdoctoral del Observatorio Colombiano de Crimen Organizado. Lleva ocho años investigando el crimen organizado y la dinámica del conflicto armado en el Bajo Cauca.
Organized crime in Latin America and the convergence hypothesis: absence of evidence or evidence of absence?
Organized crime in Latin America and the convergence hypothesis: absence of evidence or evidence of absence?
Jochen Kleinschmidt & Oscar Palma*
1 November, 2020
Discussions about the relation between organized crime and armed groups of different kinds have, over the last twenty years, often been shaped by the explicit or implicit acceptance of the so-called convergence hypothesis. According to this assumption, criminal, terrorist, insurgent, and other non-state violent actors are increasingly converging towards a hybrid form of organization. Various terms are in use for describing the result of this process of convergence, such as “ gangster warlords”, “ narco-terrorism” or “ criminal insurgency”. The process is often assumed to play out on two different levels, one that may be considered more individual or tactical, and another, which is related to the macro-structures and strategic aims of the actors in question. The former of the two is not really problematic – of course, the skill sets of drug pushers and terrorists are quite similar in terms of character. It is the second which is increasingly creating doubts among researchers of organized crime and armed conflict.
Of course, terrorists sometimes do finance themselves through profits derived from drug sales, and certainly, organized crime sometimes uses tactics that are similar to those of terrorists. That is not the issue here. The problem is rather that in a region such as Latin America, being as it is replete with different types of armed actors, there is, overall, very little evidence for the type of process described by the strategic aspect of the convergence hypothesis. Rather, there seems to be a process of niche-finding, in which different kinds of actors – criminals, insurgents, militias, and every shade of violent actor in between – encounter a social and geographic environment in which they can thrive, and then occasionally adapt to changing circumstances. But overall, it seems that violent non-state actors are rather conservative entities, and an overall trend towards convergence is not empirically observable. In order to further explore this impression, we have published an article in the journal Small Wars & Insurgencies, in which we study the long-term evolution of two long-lived violent actors: The Colombian FARC insurgency, and the Mexican Sinaloa cartel.
The well-studied history of those two groups seem to suggest a very different proposition for the main causal mechanism that drives the evolution of armed groups, at least in the specific case of Latin America, which according to one study is “where transnational crime groups and terrorists most frequently and most likely converge”. However, both of these groups do not evolve in a continuous manner. Rather, their characteristics shift in rather abrupt, shock-like ways, and in all cases, for our examples, those shocks were the result of a change in the organizations’ interaction patterns with the state, or the international system.
Consider the Sinaloa Cartel, which, according to the consensus of current literature, has experienced significant organizational changes four times: In the 1930s, it emerged from a loose network of drug trafficking family businesses due to the effects of drug prohibition policies. In the 1970s, it turned into a monopolistic and partially state-sponsored organization due to Nixon’s “war on drugs”. In the 1990s, it experienced significant decentralization due to changes in the political system of Mexico and the partial loss of state sponsorship. Finally, in the 2000s, due to increased pressure from the Mexican state, it developed some vaguely paramilitary structures in order to survive in a more violent environment. In each and every case of transformation, it was a change of state policy that led to organizational shifts.
The same pattern can be observed in the case of the FARC insurgency, which has also experienced four fundamental transformations: First, its formation from a disparate collection of local armed groups and left-wing militias, second, its consolidation into an ideologically Marxist-Leninist guerilla army under the influence of the Cuban Revolution, third, its acceptance of participation in drug trafficking at the beginning of the 1980s, and finally, its dissolution and transformation into a political party in the context of the Colombian peace process, after having suffered devastating losses to state forces supported by the U.S. under Plan Colombia. The only event that could be somewhat compatible with a process of convergence is the decision to participate in drug trafficking – however, the most plausible explanation offered in the literature is that this was the result of observing the Contras’ participation in drug trafficking in the Nicaraguan conflict, and the realization that similar actors might be leveraged against them. Such a development subsequently did occur in the form of paramilitaries such as the AUC.
In general, it therefore appears that the “fluid rather than fixed” organizational characteristics that some research describes are the result of erroneously interpreting the splintering of some terrorist or insurgent organizations – and the subsequent survival strategies of their remnants – as the consequence of some generalized dynamic. In other cases, the splintering of criminal organizations due to state action or internal divisions may produce remnants that are more violent, either due to a lack of established political connections, or due to their activities in a different and more violent sector of criminality (e.g., extortion instead of drug trafficking), and this is then interpreted as convergence in the form of criminal insurgency.
The fluid evolution towards similarity in terms of structure and aims of criminal, terrorist and insurgent organizations is then, perhaps, more a myth than a reality. It was probably a convenient interpretation in the aftermath of 9/11, when counterterrorism was the central concern of most governments, and researchers or policy experts could count on more attention – and funding – if their issues were somehow related to terrorism. In the real world, however, criminal organizations are “profit maximizers” and “ risk minimizers”, which will generally drive them away from excessively violent – and therefore risky – activities, such as terrorism or insurgencies. Terrorism, on the other hand, appears to be driven towards “ lone operator terrorism ”, in which individually radicalized individuals perpetrate acts of violence and broadcast them via social networks – but those lone wolves may have very little to offer to organized crime groups.
At the same time, organized crime in Latin America seems to be evolving towards “invisibles”, who try as much as possible to stay under the radar of states increasingly empowered by modern surveillance technologies, and forego the flashiness and private armies of yesteryears. They will cooperate with insurgents or other irregulars if they have something of value for their operation – but the overall pattern in terms of the evolution of illegal groups of all kinds seems to be differentiation, not convergence. Of course, external political shocks such as those that drove the evolution of FARC and the Sinaloa Cartel will continue to occur. It will therefore be important for analysts of organized crime to observe, for example, the evolution of the U.S. militia movement after the coming elections, or the evolution of links between the Russian state and organized crime in the context of renewed great power competition between the former and Western countries. But considering the evidence for its absence discussed in our article, convergence is a concept perhaps best forgotten, or at least strongly relativized and contextualized.
* Jochen Kleinschmidt and Oscar Palma are both members of OCCO and professors in the Faculty of International, Political and Urban Studies, Universidad del Rosario.
La reducción de homicidios en El Salvador: un resultado de política pública o un entendimiento con la criminalidad?
La reducción de homicidios en El Salvador: un resultado de política pública o un entendimiento con la criminalidad?
Tiziano Breda, International Crisis Group*
1 Octubre 2020
Desde que el joven presidente de El Salvador, Nayib Bukele, llegó al poder en junio de 2019, el país pasó de tener la tasa de homicidios más alta a una de las más bajas actualmente, en la región denominada “Triángulo Norte de Centroamérica”. Aunque la llegada de Bukele marcó un cambio radical en la manera de hacer política en el país, muchas de sus iniciativas en materia de seguridad se asemejan a las de gobiernos anteriores y no explican esta marcada reducción de homicidios. De hecho, una reciente investigación de el periódico digital salvadoreño El Faro, sobre supuestas reuniones entre líderes de la Mara Salvatrucha o MS-13 y oficiales de gobierno parece confirmar los hallazgos de un informe de Crisis Group, según el cual la caída de los homicidios parece responder a una decisión por parte de las principales pandillas de disminuir el uso de la violencia, como parte de un entendimiento informal con las autoridades.
Bukele sucedió en el mando al presidente de izquierda Salvador Sánchez Céren, cuyo mandato fue el más violento en la historia reciente del país, con alrededor de 23 000 homicidios reportados. En 2018, El Salvador registraba los niveles de violencia más altos en la región, con una tasa de 51 homicidios cada 100000 habitantes, a pesar de estar ya descendiendo de su pico en 2015, cuando la tasa era de 103, lo que había hecho del país el más violento en el mundo ese año. Desde que Bukele asumió la presidencia, los homicidios disminuyeron casi en un 60 por ciento, y si los niveles actuales se mantienen, cerraría este año con una tasa de alrededor de 18 homicidios cada 100 000 habitantes. Las denuncias de desapariciones (otro indicador crucial para entender la violencia en el país) también se han desplomado en un 40 por ciento, aunando a la contundencia de estos logros.
El gobierno atribuye estos resultados a su política de seguridad, encarnada en el Plan Control Territorial, que combina medidas de mano dura con iniciativas para abordar las causas estructurales que han permitido que las pandillas permearan y se consolidaran en el país en los últimos 30 años. Sin embargo, tanto el análisis estadístico de la violencia como el trabajo de campo de Crisis Group ponen en entredicho esta afirmación. Mientras el Plan prioriza la intervención en 22 municipios, la reducción se presenta a nivel nacional; a su vez, algunos de los municipios priorizados han mantenido altos niveles de conflictividad. Cabe anotar que ninguna operación policial o medida en las cárceles ha tenido un impacto inmediato en las tendencias de homicidios en el pasado, que más bien han venido bajando de manera paulatina, con repuntes ocasionales. Pobladores de varias comunidades bajo el control de las pandillas, comentan que el dominio de éstas no ha disminuido sino que por el contrario se ha fortalecido, y la extorsión (un delito del cual las denuncias iban en aumento) ha bajado temporalmente como efecto del cierre de actividades comerciales a raíz de la pandemia del COVID-19.
Varios indicios apuntan a que las pandillas han decidido disminuir la violencia, posiblemente como parte de un acuerdo informal con las autoridades. Ya antes de la llegada a la presidencia de Bukele, hubo un intercambio de mensajes tanto a nivel público (a través de entrevistas o conferencias de prensa), como de forma más directa a nivel local, entre oficiales de gobierno y representantes de las pandillas. Además, los datos muestran una disminución en los enfrentamientos entre pandillas y fuerzas de seguridad, factor contundente para el alza de los homicidios. En 2017, el 10.27 por ciento de las muertes violentas fueron resultado del uso de la fuerza por parte de agentes de seguridad. Fuentes policiales aseguran que esto es producto de una directiva de los altos mandos de la institución para disminuir la hostilidad frente a las pandillas, e incluso el uso innecesario de la fuerza letal. Asimismo, los únicos dos episodios en la historia reciente del país en donde los niveles de violencia han caído de manera considerable han coincido con una decisión explícita de las pandillas en ese sentido: en el proceso denominado “ tregua de pandillas” entre 2012 y 2013, y en 2016, cuando las maras intentaron evitar infructuosamente la imposición de medidas extraordinarias de confinamiento en las cárceles. A través de reportes internos de Centros Penales e inteligencia penitenciaria, El Faro ha documentado que emisarios del gobierno, en particular el director del sistema penitenciario Osiris Luna y el director de la Unidad de Reconstrucción del Tejido Social, Carlos Marroquín, habrían ingresado varias veces entre octubre de 2019 y agosto de este año a cárceles de máxima seguridad para reunirse con líderes de la MS-13, acompañados por personas encapuchadas, entre ellas “el White de Iberias”, él mismo un líder o ranflero de esa mara. Algunos documentos relatan que en esas reuniones gobierno y MS-13 habrían negociado la reducción de homicidios y el apoyo electoral al partido del presidente Bukele (Nuevas Ideas) en las próximas elecciones legislativas y municipales, a cambio de beneficios para los mareros, entre ellos la reversión de la decisión tomada en abril de este año de mezclar a miembros activos de las tres pandillas dentro de celdas compartidas. Sin embargo, el gobierno ha negado rotundamente la negociación con la MS-13 y, para desacreditar la publicación, Osiris Luna organizó una visita a cárceles de máxima seguridad para enseñar a medios nacionales e internacionales que las condiciones en las celdas permanecían iguales.
El Faro pudo demostrar que sí existe un diálogo entre gobierno y MS-13 y cómo se ha venido desarrollando en las cárceles, pero el alcance de esas conversaciones es todavía poco claro, así como lo es la interacción fuera de las cárceles, y con las otras dos pandillas: las facciones de los Revolucionarios y de los Sureños del Barrio 18. Para entender la progresiva construcción de este equilibrio, así como su fragilidad y reversibilidad, es imprescindible analizar la evolución en la estructura de las pandillas a lo largo de los últimos años. Estas ya no son las organizaciones monolíticas del 2012, que hizo posible que una reducción de homicidios negociada con los máximos líderes encarcelados, los ranfleros, fuera implementada en todo el territorio nacional. Fue precisamente el fracaso de la tregua, junto con el resentimiento de muchos pandilleros de rango menor hacia los ranfleros que supuestamente se aprovecharon de los recursos invertidos en ese proceso sin beneficiar a los demás, lo que profundizó las fisuras en las filas de las pandillas. Posteriormente, las complicaciones en la comunicación con los líderes encarcelados debido a las medidas extraordinarias, contribuyeron al empoderamiento de un liderazgo fuera de las cárceles y una progresiva fragmentación de las líneas jerárquicas, en particular en la facción de los Revolucionarios del Barrio 18. Al mismo tiempo, el proceso de la tregua, así como las supuestas negociaciones entre pandillas y partidos políticos en el marco de las elecciones presidenciales de 2014, dejaron entrever la importancia política y electoral de las pandillas, tanto en términos de control en los votos como en el costo político que el alza en los homicidios conlleva.
La creciente fragmentación de las pandillas y la mayor autonomía de algunos capítulos locales, o clicas, puede ayudar a entender por qué la reducción de homicidios ha avanzado de manera paulatina y progresiva. Sobre todo, explicaría por qué algunas áreas del país siguen afectadas por la violencia, y por qué a finales de septiembre de 2019 y de abril de este año hubo repuntes de violencia que rompieron la tendencia de homicidios a la baja. Estos estallidos súbitos evidencian la fragilidad de los avances obtenidos, y el peligro de un cambio abrupto en la tendencia hacia mayores niveles de violencia si una parte de las pandillas decide emprender otro rumbo.
A pesar de los resultados extraordinarios en algunos indicadores de violencia, la administración Bukele está lejos de haber encontrado una solución duradera al tema de las pandillas en El Salvador. La crisis económica y humanitaria desatada por el COVID-19, amenaza además con obstaculizar la inversión en proyectos de desarrollo comunitario y de reinserción social de los pandilleros, medidas necesarias para romper el ciclo de violencia en el país. La creciente presión socioeconómica, sobre todo en comunidades marginadas y donde predomina la economía informal, constituye un caldo de cultivo para el fortalecimiento de actividades ilícitas y conlleva el riesgo de que los niveles de violencia vuelvan a subir a medida que se reanuda la actividad económica.
Pero la crisis también ofrece al gobierno la oportunidad de aprovechar la interacción entre oficiales y comunidades locales, ahora centrada en la entrega de víveres, para evaluar mejor las necesidades y oportunidades en cada comunidad o cantón. Si las pandillas siguen manteniendo las tasas de homicidios a niveles mínimos y continúan cooperando con las autoridades para garantizar acceso médico y humanitario a las comunidades durante la pandemia, el gobierno podría considerar abrir canales formales y transparentes de diálogo para negociar una solución duradera al problema de las pandillas, el cual debería apuntar a su desmovilización y reintegración a la vida civil. Estos diálogos deberían empezar desde lo local, y asegurar a las víctimas un papel central en la determinación de su alcance. Una vez se haya generado la confianza necesaria entre las partes, se podría entonces contemplar un proceso nacional, con todos los riesgos y posibles reveses que un diálogo nacional implicaría.
* Tiziano Breda es analista para Centroamérica del International Crisis Group (ICG).