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El mensaje político de Francisco I

Mauricio Jaramillo Jassir

El mensaje político de Francisco I

El papa Francisco ha mostrado un cariz de progresismo que le ha valido, de manera justificada, la admiración de millones de personas, e incluso de críticos que ven en las ideas de la Iglesia católica anacronismos insostenibles en el contexto actual. La visita de Francisco a algunos países suramericanos marca un avance sustancial y confirma la importancia de los fieles del continente para una de las instituciones que más ha disentido, en los últimos años, con  valores del sistema internacional, bien sea por cuestiones humanas, económicas o incluso ambientales.

Juan Pablo II desempeñó un papel vital en el desenlace de la Guerra Fría. Fue para muchos un anticomunista, especialmente por las duras críticas a los regímenes de Europa Central y Oriental, y por un desafío expreso al gobierno de Wojciech Jaruzelski. Era la Polonia de una administración que proclamaba los ideales del socialismo, al tiempo que cometía excesos, siendo el de mayor indignación y estupor el del asesinato del padre Jerzy Popieluszko.

Ese papa también fue esencial en el acercamiento de Cuba con el mundo, luego de décadas de ostracismo. Aún se recuerda en la isla su célebre afirmación, en enero de 1998: “Que Cuba se abra al mundo, y el mundo se abra a Cuba”.  Esa visita fue esencial para allanar el camino para un diálogo con Europa y Estados Unidos, entorpecido de todos modos por crisis políticas posteriores, especialmente la de 2003.

El desafío de Francisco, a la sombra de Juan Pablo II y Benedicto XVI, es enorme y complejo. No solo por la crisis de la religión en un mundo donde el pragmatismo ha desdibujado el papel de lo espiritual, especialmente en Occidente, sino por las enormes dificultades de la Iglesia en América Latina. 

Pocos lo recuerdan, pero una vez anunciado el nombre de Jorge Mario Bergoglio como nuevo pontífice, se denunció una supuesta omisión e incluso colaboración con los crímenes de la dictadura militar argentina. Tal fue la tesis del sociólogo Michael Löwy, quien asegura que, en mayo de 1978, el actual papa retiró la protección a dos sacerdotes jesuitas que fueron detenidos y torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada.
  
No obstante, el pontífice se ha encargado de borrar las dudas iniciales que su nombre despertó en algunos círculos latinoamericanos, pues su progresismo es indisimulable. Su actitud frente a algunos temas tradicionalmente tabú en la Iglesia y en sectores conservadores como el homosexualismo, ha creado unas condiciones favorables para ir desarmando discursos sectarios que, en algunos países del continente, han provocado polarizaciones.

Las duras críticas a la doble moral de quienes profesan la religión y mantienen un régimen de opresión económica también hacen mella en el continente con mayores disparidades en la distribución del ingreso.

La gira del papa por Bolivia, Ecuador y Paraguay llega en momentos de profundos cambios para Suramérica. La época de las dictaduras ha sido ampliamente superada, y el discurso de los Derechos Humanos se ha afincado como elemento insustituible e inmodificable del deber ser de los Estados, sin excepción.

A pesar de todas las muestras de apoyo expresadas por ciudadanos de estos tres países y de otros que se desplazaron para saludar al Santo Padre, es indudable la crisis de fe en el continente. A esto se suma la forma como las circunstancias económicas apabullan a millones de pobres, excluidos o explotados, que acuden a las llamadas iglesias de garaje, que han terminado por rivalizar con el catolicismo en una patética competencia. 

En últimas, el progresismo de Francisco y el pragmatismo en su discurso develan la necesidad de la Iglesia católica de retomar los espacios que ha venido cediendo en América Latina. En primer lugar, por el error histórico de haberse dividido entre seguidores de la Teología de la liberación y algunos conservadores que apoyaron o al menos fueron indulgentes con dictadores. En segundo lugar, porque la Iglesia católica, que tanto luchó contra el comunismo, no denunció en la época anterior al fin de la Guerra Fría, los excesos del capitalismo que ya eran visibles aun cuando existían los dos bloques. Y, en tercer lugar, la Iglesia desoyó el clamor generalizado de millones de latinoamericanos que han venido votando por gobiernos de izquierda, como un castigo a las duras políticas de recortes que empobrecieron a sectores vulnerables.

El giro a la izquierda, al que se le vaticinó una muerte pronta, ha continuado y se ha mantenido a pesar de las enormes dificultades. En ese contexto, el papel de la religión es esencial y en eso radica la apuesta del actual pontífice. Se trata, al fin y al cabo, de devolverle el papel político a la Iglesia en una época en que urgen las definiciones.