Carta a Pacho Herrera o la eternidad rosarista
Kevin Hartmann. Colegial
Kevin Hartmann. Colegial
Apreciado Pacho:
¿Te puedo llamar Pacho? Así te llamaban tus amigos. O bueno, al menos los más cercanos. Y eso es precisamente lo que quiero establecer contigo a través de esta carta: una estrecha relación de complicidad. Me decido a escribirte, abrumado aún por la presión que significa hacerlo. Me explico: tu figura ha sido absolutamente determinante para una generación entera de rosaristas insignes que mantienen viva tu memoria. Ahora, justamente esa circunstancia me hace entender lo difícil de este proyecto y, sobre cualquier cosa, la importancia de que tu figura sea reflejada de manera aguda, correcta y precisa.
Ya intuirás que encontré tu nombre en conversaciones casuales sostenidas con quienes han sido y serán mis maestros en el Rosario. Francisco Herrera Jaramillo, Pacho Herrera. Una tarde de octubre, estaba conversando franca y generosamente –como es él, franco y generoso– con uno de tus discípulos más ilustres, Juan Carlos Forero –te alegrará saber que él es hoy nuestro decano de Jurisprudencia–. Y que recordando a sus grandes maestros llegó a tu nombre.
–Pacho era un maestro en todos los sentidos. Aprendí de él la aproximación a la vida y a su cotidianidad a partir del prisma de la universalidad. Comentaba con melancólica alegría; con ese sentimiento único que nos produce el recuerdo de una época grata o de una persona querida. Me comentaba nuestro decano.
Así llegué a tu nombre. Fue sencillo. Los grandes maestros, como decía otro gran discípulo tuyo, Andrés López Valderrama –ahora consiliario– no solo transmiten el conocimiento a partir de la instrucción magistral en el aula de clase, sino que lo viven y permiten contagiarse, de manera irrevocable, de la pasión que expiden a chorros.
Pasión que conjuga sabiamente cada una de las personas a las que les he mencionado tu nombre: tus grandes amigos y colegas de la universidad, Mauricio González Cuervo, Camilo Gutiérrez y Álvaro Pablo Ortiz; tu señora esposa, la doctora Cristina Pardo; tu hija Camila; y, finalmente, tus adorados discípulos, Lina Céspedes –ahora vicedecana–, Víctor Malagón –también consiliario–, Francisco Bernate, Andrés Dacosta, entre tantos otros que me compartían tus anécdotas y me hablaban con sincera alegría de ti, de tus clases y de tu figura, maestro.
El colegial consorte. El maestro. El amigo. El iusnaturalista del cigarrillo y el tinto. El cliente asiduo del Café Pasaje. El gran imitador. Así eras reconocido en las diferentes etapas de tu vida: como estudiante, como profesor y como amigo y cómplice.
La vida rosarista me ha traído a este punto, el punto de escribirte una carta. Porque a través de las conversaciones sostenidas con cada una de esas personas que te acabo de mencionar, sentía que de una manera u otra tú mismo me hablabas. Sentía que existía una suerte de diálogo cómplice entre los dos intermediada por cada una de las personas que dedicaban parte de su tiempo a hablar de ti. Debes saber que los ojos de todos ellos centellaban al recordarte imitando, instruyendo, discutiendo o, tu faceta más encantadora, ejerciendo sabiamente la retórica grandilocuente, seductora, argumentativa, aguda y feroz.
Debo confesarte que para mí es muy importante redactar esta carta debido a que considero necesario rescatar del olvido a nuestros grandes rosaristas. Es decir, cuando un estudiante se enfrenta al zaguán del claustro, cuyas tres placas recuerdan la importancia y grandeza del Colegio Mayor; cuando cruza la entrada y se encuentra con el patio central que respira historia y susurra anécdotas, es apenas natural que reciba la trascendencia y vocación eterna de nuestra Universidad.
Y bien, a pesar de ello, la memoria colectiva rosarista tiende a la ingratitud. Tiende a consumirse en la soberbia contemporánea ciclotímica y olvidadiza; desenfrenada y superficial del continuo, inocuo y desmesurado presente.
Ya los estudiantes, con indolencia e indiferencia –lamentablemente–, exigen de su institución grandes transformaciones –por lo demás necesarias– y saltos cualitativos al presente educativo. Pero se olvidan, a veces, del peso místico del pasado; de las glorias del Rosario que han hecho de esta institución un permanente baluarte de la República y la vanguardia académica.
Y entre esas figuras estás tú, Pacho. Tu trasegar por los pasillos del Claustro, con tus gafas de marco grueso, a través de las cuales veías el mundo enmarcado –tal cual escribiste alguna vez: “como si me sentara en mi escritorio para ver una interesante película, donde mis amigos y enemigos actúan para mí”–, junto a tu angustia cósmica de intelectual irremediable y tu ímpetu generoso no ha sido olvidado.
Y no lo será. Porque en últimas, la identidad rosarista se vierte y se erige sobre nuestra propia memoria. Como lo anticipaba Borges: “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Y no. No nos podemos permitir olvidar.
Pero recordemos juntos, querido Pacho, tu época de la universidad. La universidad colombiana de los años 70 que tenía su propio carisma, su espíritu único. Y el Rosario no era ajeno a esa realidad. El Colegio era ostensiblemente más pequeño, claro, en donde todos se conocían al menos de mirada, como en la ciudad ideal de Platón. Las clases eran en horarios inflexibles, bien fuese en la jornada de la mañana o de la tarde y en el Patio del Claustro hervía el entusiasmo ciego de la juventud. Ya en ese entonces esos mismos alumnos salían, después de clase, a tomarse un café o algunas cervezas frías con los amigos en los cafetines del centro, o tal vez a atender a las lecciones de filosofía impartidas por el magnífico Alfredo Trendall.
Era una época diferente, de profunda deliberación en las aulas de clases, de bohemia y juventud vibrante. Ya en ese momento contabas con la gran idea fija en tu vida: Jorge Eliécer Gaitán. Conocías sus ideas, aprendías sus discursos de memoria y los recitabas en el patio del Claustro, haciendo gala de tus altísimas dotes de imitación.
Querías, a partir de toda esa actuación reivindicar la figura del caudillo; no como un demagogo, tal cual lo reconocía –y aún hoy reconoce– la vasta mayoría de la gente, sino como un liberal ilustrado. Pero sobre cualquier cosa, como el hombre decente que fue.
Hace poco visité las placas que se encuentran en la esquina en donde se cometió el magnicidio que rompió la historia del siglo XX en Colombia. Ahora es un pedazo de pared muy angosto, con placas desordenadas, sucias e ilegibles. Es un recuerdo que pasa casi inadvertido en la mitad de dos restaurantes de cadena. ¡Qué indolencia la de esta ciudad con la figura de uno de sus más ilustres hombres!
Pero no te quiero poner triste; aún hay personas que se acercan, como en el Muro de los Lamentos, para ver si de alguna forma logran recibir místicamente algunos de los dones que tenía Gaitán: su oratoria feroz, su humor muy fino o la agilidad en responder a una pregunta con agudeza, precisión e inteligencia.
En fin, era tu época un tiempo de mucha tertulia, de reuniones en tu apartamento con amigos para hablar de literatura, de política o filosofía; para sostener conversaciones reales, en vez de estar estudiando el pesado libro tercero del Código Civil.
Pero vale, Pacho, el Colegio en ese entonces estaba en manos de los rectores Holguín y, posteriormente, Tafur, dos de los abogados más universales del país, quienes permitían y promovían esos deslices intelectuales. Cuánto ha cambiado la Universidad, querido Pacho... Ya a los estudiantes de Derecho no les importa saber qué proponía John Locke, o qué decía santo Tomás. Ahora están envueltos inocente e inconscientemente en la onda de la hiperespecialización –esa sí– que propone el mercado.
Pero fue en aquellos años en que conociste a Cristina, nuestra magnífica colegial; o bueno, se reconocieron, como los buenos bogotanos. La compañera de tu vida, tu cómplice y tu amiga, tu idea fija ya en el plano terrenal. Una pareja excepcional, brillante. Sin ella, como me han comentado todos tus amigos, tu rumbo tal vez habría sido distinto, porque se complementaban perfectamente. Ella, ordenada y pragmática, tú, algo más flexible y disperso; ella, firme y delicada; tú, nervioso y descomplicado.
Una pareja que tenía que unirse casi por efecto de la física de los polos opuestos. Porque mientras ella se convertía en la columna vertebral de la familia, tú la hacías reír; y me imagino que su sonrisa es la misma que hoy, sigue iluminándole el rostro cuando te recuerda.
–Paradójicamente era muy tímido a la hora de establecer una relación –me comentó Cristina–. Cuando me nombran colegial ya era novia de Pacho, yo estaba en cuarto año y a él lo empiezan a llamar “El Colegial Consorte” –me dijo sonriendo.
Juntos, al finalizar sus estudios, partieron rumbo a España para hacer un doctorado en derecho en la Universidad de Navarra. Fueron momentos de muchísima reflexión, según cuentan, en los cuales Cristina y tú contaban con tiempo de sobra para escribir, sentarse a leer y a discutir distintas ideas.
En ese entonces también rompiste el récord de llamadas telefónicas a larga distancia con tu gran amigo Mauricio: ¡7 horas por teléfono! Mientras hablaban de la coyuntura nacional, pasando por Kant, Marx y otros tantos autores, hablando del futuro político y la necesidad de hacer algo para transformar el statu quo. Y allí, en ese lugar frío en el norte de la Península Ibérica, sellaste tu madurez intelectual a partir del tomismo, junto a tu maestro Javier Hervada.
Pero finalmente regresaste. Conformaste una familia de preciosos hijos. Tuve la oportunidad también de conocer a Camila: ella, abogada, como sus papás, lleva la estampa del intelecto Herrera Pardo en su forma de hablar y en su forma de reír.
–Era el mejor papá del mundo. Me hacía reír todo el tiempo. Desde muy pequeña me leía y me llevaba a sus clases. Esas clases inspiradoras de Filosofía del derecho que dictaba fueron las que me condujeron a ese camino –me comentaba tu hija, visiblemente emocionada–. Yo creía que el derecho era como las clases de mi papá. Confieso que fue muy difícil digerir los procesales y demás materias. A mí me gusta la filosofía del derecho.
Debes saber que ella también se educó en Navarra con tu maestro y, como cereza del postre, también fue catedrática de Filosofía del derecho. Y bueno, también deberás saber que tu hijo Emilio se vinculó profundamente con el Rosario y es un reconocido profesor de la Escuela de Ciencias de la Salud en el área de Psicología.
El Rosario. Tu hogar. Ese Rosario al que regresaste de España que seguía pareciendo un Colegio. En el que aún se tocaba la campana cada hora para señalar la finalización de cada clase. Ese Rosario que, al regresar, se parecía más al tuyo que al mío. Porque verás, Pacho, la universidad ha cambiado profundamente desde tu partida. Hemos contado con la fortuna de tener un rector doce años seguidos: sí, quien fuera el vicerrector de Mario Suárez, el colegial Hans Peter Knudsen. Y junto a él, un equipo de trabajo que se encargó de liderar transformaciones profundas que requería nuestro Colegio. Empezando por su vicerrector: El también colegial José Manuel Restrepo, quien hoy en día funge como flamante rector de nuestra institución.
Y junto a él también llegan nuevos cambios, o mejor, una aceleración –como es su ritmo– de procesos que necesita nuestro Rosario para insertarse cabalmente en el siglo XXI. José Manuel, un hombre joven, líder, lleno de carisma; fiel heredero de una tradición de excelencia en la Rectoría de nuestro claustro, ha comprendido perfectamente cuáles son las líneas de gestión que requiere una universidad como la nuestra para volver a sobresalir en un mundo cada vez más competitivo, más interconectado y más globalizado.
De esta forma, Pacho, el Rosario ha crecido más allá de cualquier intuición que se pudiera tener hace 20 o 25 años. Contamos con 7 facultades y 21 programas. Más de 8000 estudiantes solamente en pregrado y profesores de tiempo completo en cada facultad. ¿Acaso no fuiste tú uno de los primeros profesores de carrera de nuestra universidad? Eso se ha tecnificado mucho. Ahora esos profesores tienen unas metas de investigación, líneas en cada uno de los temas, semilleros, papers para revistas indexadas internacionales; porque claro, eso da más puntos en el escalafón de Colciencias; tesis imposibles e hiperespecializadas. Me sigo preguntando: ¿alguien realmente las leerá? Pero bueno, entenderás que todo eso es necesario para impulsar un crecimiento institucional hacia la meta que nos trazamos: llegar a ser una universidad de clase mundial.
Pero lo anterior también tiene sus bemoles, ¿no cierto? Ya se empieza a ver el declive de la cátedra magistral. ¡Qué drama! La tecnología, los googles, los moodles y las wikipedias están transformando categóricamente la forma de dictar una clase. Es más, Pacho, tal vez esto te asombrará: ya ni siquiera en las aulas del Claustro existen las tarimas de antes para que el profesor pueda dominarla, acariciarla y recorrerla exponiendo su tema.
Y cada vez son menos esos grandes profesores, de retórica amable y asombrosa, que verdaderamente retaban al estudiante y a sí mismos a construir una clase fluida, meticulosa, divertida y a la vez profunda. Ellos son vistos como divertidas reliquias, valiosas, pero anacrónicas, a las cuales pronto les llegará su fecha de expiración. ¡Qué horror, apreciado Pacho! La nueva era educativa está mirando hacia otro lado. No sé si me equivoque, pero, creo que afortunadamente no alcanzaste a ser testigo de este ocaso frío e ingrato de la cátedra clásica, la cátedra magistral.
Porque, como todos sabemos, tú eras uno de los mejores exponentes de este modelo de clase.
–Era una clase atrapante. No perdía la atención de los estudiantes ni un segundo –me comentaban tus alumnos–. Cuando uno lo veía entrar a clase, acartonado y engominado, muy serio, no se imaginaba lo que vendría cinco minutos después, asombrados y a la vez desternillados de la risa en el pupitre por sus imitaciones o comentarios.
Hiciste una cátedra de Filosofía del derecho en función del conocimiento. Asombrabas y seducías –como la máxima de Ortega y Gasset– a tu auditorio con tu humor muy fino, tus imitaciones siempre bien logradas y con tu entrega espiritual en cada clase. Porque, como me repetía Álvaro Pablo Ortiz, cuando salías de clase se te veía exhausto, un poco pálido y un tanto afligido; porque te entregabas en cuerpo y alma a cada una de tus sesiones, como debe hacerlo un verdadero maestro.
–Tenía un don natural para imitar a la humanidad –me repetían todos los que te conocieron.
Y así, claro, cada uno de tus estudiantes quería hablar contigo siempre, en el salón de clase, en los pasillos, o por las calles del Centro, cuando te encontraban cerca de alguna librería. Porque si hay algo que generaba tanto aprecio y vínculo fraterno con tus estudiantes era tu generosidad intelectual, transmitías con el desprendimiento y la humildad. Regalabas libros puntuales a determinadas personas, según su talante y según su perfil; y creo, por lo que veo en todos ellos, a los que marcaste de manera tan profunda, que no te equivocaste con ninguno. Tú eras como una suerte de intermediario perfecto entre ese estudiante y ese determinado libro.
Y con ese gesto, con ese detalle, podrían conjuntamente empezar a construir discursos y debates que podían durar semanas enteras ante un tema específico, confrontando diferentes ideas, posiciones y argumentos, porque en tu discurso jamás existieron vestigios de sectarismo.
Pero eso sí, Pacho, sé que eras provocador desde la universidad. No importaba el tema que fuese, si existía una suerte de unanimidad en el auditorio sobre determinado debate, tú asumías el papel de crítico ácido y controvertías, así no fuese esa la posición que representara tus creencias. Pero con el fin de encender los ánimos un escenario, hacías uso de todos tus recursos retóricos para exponer una idea controversial que generara sosiego y discusión entre los presentes.
Qué lástima, siento que eso se ha perdido. Este siglo, al parecer, el siglo del fascismo moral y lo políticamente correcto, impide cualquier clase de discusión descarnada, fiel, franca y honesta. Harto me temo que el discurso bienintencionado es lo que finalmente impera en nuestras sociedades ilustradas. Se está convirtiendo en una especie de dogma insufrible, que aliena a cada una de las personas hacia una visión homogénea de los hechos, de las virtudes y de las ideas.
En todo caso, apreciado Pacho, estamos viviendo épocas de profunda esperanza en el Colegio Mayor. Se siente en el ambiente del Claustro una atmósfera de tolerancia, innovación y construcción de un proyecto educativo enfocado a la excelencia. Aunque bueno, lamentablemente no todo es renovación y evolución, porque hoy, al igual que hace 20 años, se sigue aplicando tu aforismo implacable: “en el Rosario uno puede no morir de un disparo, pero sí de un chisme”.
Al finalizar esta carta, me sigo preguntando, si aún estuvieras con nosotros, ¿seguirías empeñado en transformar al Rosario en un centro de pensamiento tomista? ¿Qué opinión te merecerían las últimas reformas curriculares? ¿Cómo enfrentarías la sistemática y endémica indiferencia de los nuevos alumnos de Jurisprudencia por las humanidades y las letras?
Y también quiero aprovechar para pedirte consejo, ahora que inicio una labor como catedrático: ¿cómo entregarse a cada clase como tú lo hacías? ¿Cómo construir discusiones con respeto y elegancia? ¿Cómo transformarse en ese gran maestro que fuiste?
Intentaré seguir iluminando mi camino con tu recuerdo. El Rosario no te olvida.