Corea del Norte, señal de alerta para el mundo
Mauricio Jaramillo Jassir (Profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario)
Mauricio Jaramillo Jassir (Profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario)
Los anuncios reiterados del régimen de Pyongyang, sobre una respuesta enérgica frente a un eventual ataque por parte de Washington, son preocupantes y no deben tomarse a la ligera. El presidente de Estados Unidos, de manera sorpresiva, decidió lanzar un ataque contra Siria a comienzos de abril, que significó una ruptura con su antecesor y puso en evidencia un rasgo de su política exterior que pocos advertían: su interés por sancionar e intervenir al régimen de Basar al-Ásad. En el pasado reciente y como candidato, había aclarado que no apoyaría ninguna intervención en ese país. También en varios debates con la demócrata Hillary Clinton, fustigó las intervenciones militares de su país en Oriente Medio y Asia Central. Esto hacía prever una era de asilamiento de Estados Unidos, y un reconcentración en los temas internos.
Sorprende, por tanto, que el vicepresidente Mike Pence haya visitado la República de Corea (Corea del Sur) y hubiese amenazado al régimen de Kim Jung-un. Esto remonta a las tensiones más críticas en la época de George W. Bush, cuando recién llegado a la Casa Blanca, hizo duros señalamientos contra el gobierno en ese entonces de Kim Jung-il. Con este último Bill Clinton había logrado esperanzadores avances en los dos principales temas de seguridad en la península coreana : la paz y la nuclearización. A finales de los noventa y comienzos del milenio, Corea del Sur le apostó a una reconciliación de largo aliento con la República Popular Democrática (Corea del Norte) en la llamada Sunshine Policy, que permitió un esquema de diálogo fructífero entre ambas partes, y breves encuentros entre familias separadas desde la guerra a comienzos de los 50. Dicho empeño le valió la presidente surcoreano, Kim Dae-jung, el nobel de paz en 2000.
La situación actual, al parecer, no podría ser peor. Esa armonía regional apoyada con convicción por la administración de Clinton, contrasta con el nacionalismo que ha venido ganando espacios en Estados Unidos, en las dos Coreas y en Japón, este último actor clave en la estabilidad regional. Si se revisa le evolución de la nuclearización de Corea del Norte (pruebas en 2006, 2009, 2013 y 2016), se percibe que ésta ha ido de la mano con el resurgimiento de un sentimiento nacionalista en varios de esos países, y que ha sido peligrosamente instrumentalizado por los políticos. En Japón, aquello se vivió con la llegada del premier, Junichiro Koizumi, y luego con los dos gobiernos de Shinzo Abe, promotor de la idea de revisar el artículo 9 de la Constitución, y que consagra la vocación pacífica del país. Con estas administraciones, las provocaciones a las dos Coreas y a China han sido frecuentes, a propósito de litigios territoriales e interpretaciones sobre la historia de la zona.
La llegada de Trump solo puede suponer una exacerbación de tales discursos, y una legitimidad internacional, renovada para la guerra. Este escenario es peor que el de 2003, pues en ese entonces al menos Alemania y Francia (con gobierno de centro derecha paradójicamente) se opusieron tajantemente a las salidas basadas en la guerra preventiva. Esta Europa parece mucho más condescendiente con el discurso de guerra de Trump.
Se supone que jamás se ha intervenido militarmente en un país con capacidades nucleares, por lo que se teme que una decisión apresurada de Donald Trump, acabe con décadas de avances en materia de diálogo entre ambas Coreas, y con una estabilidad solo amenazada por tensiones, pero no por violencia entre Estados.
Esa ausencia de violencia no debe subvalorarse, y menos con la conjugación de varios factores como el nacionalismo rampante en la zona, la existencia de litigios territoriales (Dokdo Takesima entre Japón y Cora del Sur; Senkaku y Diaoyu entre Japón y China), y ahora con una potencia extranjera promoviendo la guerra preventiva, como un mecanismo eficiente de estabilidad.
Estados Unidos recuerda los peores capítulos de la Posguerra Fría, cuando por cuenta del desequilibrio que significó la caída de la URSS, se dio el lujo de intervenir en Irak en dos ocasiones con efectos perversos y que la zona aun resiente. Lo mismo se puede decir de la fatídica operación ejecutada por Francia y Reino Unido en Libia, y que afectó gravemente el Norte de África y la zona del Sahel, hoy azotada por la coexistencia de varios grupos que juran lealtad a Al Qaeda o al Estado Islámico. Ansar Eddine, Al Qaeda en el Magreb Islámico, Boko Haram, Al Mourabitoune, y Katiba Macina son algunos de los más temidos en la zona.
Mientras los medios de comunicación reproducen las declaraciones insolentes de Trump y su vicepresidente Pen sobre Corea del Norte, hablan poco de la presión que China ha decidido ejercer sobre Pyongyang, y que puede ser vitales para convencerlo sobre la necesidad de diálogo. De la misma forma sorpresiva en que fue ordenado el ataque por Washington a Siria, Pekin, decidió la prohibición de la importación de carbón proveniente de su vecino comunista. Esto, sin duda, tendrá un efecto visible en la economía norcoreana, pues el 90% de sus exportaciones están dirigidas a la República Popular China, y un 40% de las mismas corresponde a la venta de carbón. Esto demuestra que por más búsqueda de autarquía que haya buscado Corea en medio siglo de doctrina Juche, aún está lejos de tal cometido.
A esto se suma la advertencia rusa sobre los peligros de intervenir unilateralmente en Corea del Norte. No deben menospreciarse tales riesgos, pues en Medio Oriente y en Asia Central ha quedado clara la lección: el unilateralismo solo produce efectos medianamente positivos en el corto plazo, pero en el largo aliento un impacto devastador. Tal ecuación es aplicable al noreste asiático, donde Trump probablemente contará con la complicidad de una alicaída Europa, roída por la extrema derecha. Es una mal momento para la multipolaridad.