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El castigo del Jesuita

Jairo Hernán Ortega Ortega, M.D

El castigo del Jesuita

En homenaje a los años de juventud en
el Colegio Mayor de San Bartolomé.
Cuento surgido en la pandemia.

Nunca pude entender la conversación que sostuve con una señora, hace muchos años, tenía yo diecisiete, ella treinta. Era la noche de Navidad, habiendo convenido con un amigo vecino en ir a la misa de gallo, preferí no dormir; acordamos que yo iría a despertarlo a medianoche.
 
La casa estaba a oscuras, por lo que empecé a lanzar piedritas a los ventanales de su habitación. Pero fue en otra, donde la luz se encendió; el papá se asomó.

  • Jovencito, mire la hora, ésta es una casa decente. Gritó.

 A tiempo que mi amigo, escondido bajo la cornisa, luchaba por cerrar la puerta sin que escapara el menor ruido.

  • Es que vamos a la misa de…
  • ¿Misa? Qué misa ni qué misa. A drogarse será, ¡o témpora o mores!

Escuchamos, ya a lo lejos, tratando de contener la risa.
 
Desde el atrio reconocí a uno de los sacerdotes, el padre Ángel, uno de mis profesores en el Colegio Mayor de los Jesuitas; era el oficiante principal. Dos cosas me distraían de entender el mensaje bíblico que se exponía: la relación que siempre había hecho entre el ritual religioso y un acto de magia, donde el mago era el cura y la mesa de magia el púlpito; siempre creí que chamán, brujo, sacerdote, mago, curandero y médico eran lo mismo. Lo segundo, las mujeres que asistían a la iglesia; unas tan lindas, tan jóvenes; otras tan maduras pero expuestas en sus carnes como queriendo demostrar que aún eran hembras para hombres. Una de esas señoras, ubicada a mi lado, me miró directo a los ojos y empezó a conversarme; no entendía lo que decía, pero a mis diecisiete años y, para incomodidad mía, sucedió, ahí, en la casa de Dios: mis hormonas alebrestaron a la bestia sin hombros por lo que tuve que sentarme tratando de cubrir el fundillo. Mi amigo, como un mimo, gesticulaba inquiriendo sobre lo que pasaba. Le hice señas para que saliéramos. El roce, con algunas damas, entre el tumulto hacia la puerta, me hizo sentir que la pretina iba a estallar.

Ya enterado, bajo la oscuridad de los árboles de la plaza del pueblo, el compinche de aventuras y desventuras me miró con burla.

  • No joda, parece la carpa de un circo.

 

En la clase de Teología, que nos dictaba el Padre Ángel, tuve que poner el cuaderno sobre mis piernas para que no se notara lo que mis incontroladas hormonas precipitaban cada vez que me acordaba de la treintañera de mi charla navideña. Papías, así conocíamos al cura entre los estudiantes, se acercó preguntando sobre mi actitud. Observó el cuaderno y le llamó la atención que se moviera solo. Yo quería desaparecer; la risa de mis compañeros taladraba mi cerebro.

  • Padre Ángel, es que mi hobby es la magia y…estoy ensayando un acto de levitación. Tartamudeé tratando de cubrir mi incontrolable secreto adolescente.
  • ¿De levitación o de suspensión?

Las risas de todos los condiscípulos del curso no paraban.

  • No, no sé cuál sea la diferencia Padre. Le respondí titubeando y atortolado.
  • Mañana, jovencito, a la hora del almuerzo, lo espero en mi habitación.
  • ¡Uuuuyyyy. Murmuró, al unísono, la clase.
col1im3der

 

El cuarto de Papías se encontraba en el altillo de la torre del colegio la cual antiguamente había sido refugio del grupo scout. Hacia allí me aventuré, con Jóse, el mejor de mis compañeros. Subimos una empinada escalera en forma de caracol, de madera labrada, la cual nos llevó a un techo que a la vez era el piso de la habitación, o sea, la puerta, también en madera, hacia parte del tablado por lo cual era horizontal. Golpeamos y el padre Ángel la abrió halándola de una gruesa manila.

  • Siéntense.

La suite era una perfecta circunferencia tapizada, del piso al cielo raso, de una biblioteca en madera que abrigaba toda la rotonda; la cama del cura estaba en todo el centro donde, de manera perpendicular, caía la luz del mediodía a través de los vitrales de la claraboya central de la cúpula de la torre. Había unos asientos con espaldar de cuero labrado con el escudo del colegio y otros con piel de vaca, ubicados a las doce, a las tres, a las seis y a las nueve. Jóse se sentó en el de las doce, yo en el de las seis.  Los anaqueles de la biblioteca estaban, en su totalidad, ocupados por cuentos de aventuras: Hopalong Cassidy, Red Ryder, Conan el Bárbaro, Benitín y Eneas, Lorenzo y Pepita, La pequeña Lulú, Batman y Robin, El Llanero Solitario, Kalimán, El Santo, El Fantasma, Flash, La Sombra… Papías nos entregó, a cada uno, una historieta diferente y una colombina de leche.

  • Lean.

Empezamos, sin emitir palabra, a leer los cuentos y, de reojo, cruzábamos miradas.  El padre Ángel, con una pequeña butaca se sentó frente a mi; traía, además, una caja de embolar.

  • Voy a lustrarlos y a ilustrarlos.
  • ¿Nos va a embetunar?
  • Si. ¿Quiere betún neutro o del color del zapato?
  • Del zapato. Dije, buscando la aprobación de Jóse.

Ya para ese momento chupaba la colombina y estaba lelo con la historieta. Las lustradas de calzado del padre Ángel eran legendarias en el colegio y múltiples explicaciones se daban a tan inusual afición.
 
Los zapatos quedaron polichados, parecían espejos. Papías se paró en el centro del habitáculo, cerca de la cama; sus zapatos brillaban más que los nuestros. Adoptó la posición de la cruz, sus párpados temblaban, sus ojos parecían desdoblarse para esconderse en las cuencas. Transpiraba. Empezó a hablar en lenguas. A Jóse la historieta se le cayó al piso, yo mordía sin parar el palito de madera de la ya acabada colombina; observábamos tratando de entender el fenómeno.
De pronto, sin despegarse del piso, su cuerpo, de manera lenta, empezó a inclinarse hacia adelante. Rígido. Sin doblar ninguna articulación, y sin apoyarse en nada diferente al aire, fue formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación a la horizontal del piso, quedando allí suspendido durante treinta y siete segundos. El cuerpo, todo, como la manecilla de un reloj, siguió bajando hacia el piso formando un ángulo más agudo, casi de quince grados, pero sin tocar el suelo. Así permaneció setenta y dos segundos.
Volviendo a la posición inicial, con naturalidad dijo:

  • Eso, jovencitos, es una suspensión ¿Entendieron?
  • No. Respondimos en coro y con la voz seca.
  • En la levitación, los pies sí se despegan del piso, uno vuela.

En ese instante pude entender la conversación que sostuve con una señora, hace muchos años, tenía yo diecisiete, ella treinta.  Era la noche de Navidad, habiendo convenido con un amigo vecino en ir a la misa de gallo, preferí no dormir; acordamos que yo iría a despertarlo a medianoche.

Fin