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Ciudadanía: más allá de un papel

Liliana María Saldaña Martínez

Ciudadanía: más allá de un papel

Si existe un concepto que utilizamos frecuentemente, pero sin reconocer su importancia en el mundo actual, es el de la ciudadanía.

El primer contacto de una persona con esta es justo después de su nacimiento o algunos días después del mismo, cuando los padres deciden llevar al recién nacido a la Registraduría para tramitar el Registro Civil de Nacimiento, nuestro primer documento, en el que no solo se nos identifica como fruto de un hogar, sino también como hijo(a) de un país, de una nación. Años después debemos expedir la Tarjeta de Identidad; y con cierto grado de madurez, cuando ya contamos con la Cédula de Ciudadanía, podemos decir que somos adultos.
 
Tal vez, la primera vez que fuimos -un poco- más conscientes del significado de la ciudadanía fue durante las izadas de bandera, cuando solíamos reunirnos niños, niñas y personas mayores a entonar el himno de nuestro país, símbolo patrio por excelencia. Si bien no comprendíamos la complejidad de sus implicaciones ni su esencia misma, nos sentíamos parte de una unidad, de un grupo o comunidad con una historia y un pasado compartido, con metas individuales y colectivas similares.
 
Tiempo después llegaron los viajes y las experiencias fuera del país que, si bien han sido de carácter privilegiado para aquellas personas con mayores recursos o con mejores oportunidades, principalmente en un país como Colombia, todos sabíamos qué requisitos necesitábamos para poder cumplir dicho sueño y qué comportamientos eran válidos y cuáles prohibidos fuera de nuestro territorio. Fue en este punto que conocimos el pasaporte y la visa, documentos esenciales para poder conocer otros mundos, nuevas culturas, diferentes personas.
 
Por lo anterior, podemos observar que todos -valiéndome de la generalización para exponer este punto- hemos tenido algún acercamiento, ya sea directo o indirecto, a aquello que denominamos ciudadanía, pero sin saber que nuestras vidas giran en torno a ella, pues es a partir de su valor y reconocimiento que nosotros nos declaramos colombianos y, por ende, contamos con ciertos derechos y deberes para con la sociedad. Ahora bien, al estar tan arraigada a la vida de los seres humanos, incluso al darla por sentada, es posible establecer que muy pocas veces nos hemos preguntado acerca de la misma.
 
Así pues, como referente histórico en cuanto a la utilización de este término, Aristóteles expone dos elementos previos fundamentales para la concepción de la ciudadanía: la  polis, entendida como una comunidad cívica que busca el bien social, y el polítes, definida como los miembros que buscan preservar el régimen político de la polis y que tienen participación a nivel deliberativo y judicial (Megino, 2012). De esta manera, y solo a partir de estos, surge la politeia, la ciudadanía, la cual puede tener dos acepciones: como organización política de los habitantes y como aquella que dota de la virtud o derecho a ser ciudadano (Megino, 2012).

De conformidad con lo anterior, podemos establecer un primer aspecto importante, que es, la estrecha relación entre lo que es la ciudadanía (como moldeadora de la sociedad y parte intrínseca de la misma) y la ciudad (hoy en día entendida como Estados-Nación). Sin embargo, para entender su complejidad, Patrick Weil (2011) nos ofrece tres definiciones de la ciudadanía: la legal, la política y civil, y la psicológica; dimensiones que nos permiten comprender que más allá de poseer cierto nexo o conexión con una organización política establecida, la ciudadanía también comprende las formas en que se puede expresar, así como el trasfondo de pertenencia que responde a estas mismas dinámicas.

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Por ende, tanto histórica como políticamente el concepto de ciudadanía se ha construido socialmente, a partir de ciertos rasgos territoriales e identitarios (que es lo que refiere la etimología de la palabra: “ciudad”, “pertenencia” y “cualidad”). Junto a esto, es importante entender que, dados estos mismos factores, la ciudadanía y la nacionalidad son hoy en día utilizadas como sinónimos, como elemento sustancial de la soberanía, principalmente en el Derecho Internacional (Weil, 2011). Sin embargo, cada una con una función diferente y contraria, siendo la ciudadanía un instrumento incluyente e integrador y la nacionalidad un núcleo excluyente (Aláez, 2005). En este sentido, ¿podría existir una problematización al estar ambos términos tan interrelacionados?
 
Lastimosamente, así es y esto lo vemos contextualizado en diferentes hechos de nuestra historia contemporánea que se encuentran dentro del marco de la migración. Entre ellos, la primera guerra mundial significó un enardecimiento del nacionalismo y con esto, la materialización de diferentes mecanismos basados en la lógica inclusión/exclusión. En consecuencia, al entrar en contraposición el ius soli (derecho del suelo) y el ius sanguinis (derecho de sangre), los gobiernos decidieron endurecer las leyes en lo referente a las personas extranjeras (o aliens, por su traducción en inglés) e incluso contra aquellos nacionales con orígenes diferentes a los propios. Políticas que, basadas en el miedo al espionaje y a la traición, llevaron no solo a la desnaturalización de miles de personas, sino también al tratamiento inhumano de las más desafortunadas, siendo detenidas y recluidas injustamente (Caglioti, 2017). Aunado a esto, las minorías y el flujo de refugiados resultante no recibieron la protección que necesitaban, pues a pesar de la condición en la que estas miles de personas se encontraban, no había ninguna solución para brindarles: “el Estado, insistiendo en su derecho soberano a la expulsión, se vio forzado, por la naturaleza ilegal del apátrida, a la realización de actos reconocidamente ilegales” (Arendt, 1998, p. 237).
 
Esto significó, por un lado, que la ciudadanía otorgada por el mismo sentimiento de pertenencia hacia una comunidad no tuvo ningún valor cuando el nacionalismo apareció con medidas represivas hacia aquellos considerados “enemigos”. Por otro lado, se demostró que cuando una persona pierde la protección del Estado en el que tenía derechos políticos, sociales, económicos y civiles; es decir, cuando su ciudadanía queda con menos valor que lo que está simplemente escrito, la persona deja de tener importancia para la misma humanidad. Esto pues “los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser inaplicables (...) allá donde había personas que no parecían ser ciudadanas de un Estado soberano” (Arendt, 1998, p. 245).

De esta manera, podemos analizar cómo el mismo concepto de ciudadanía y su relación con la nacionalidad no sólo son utilizados como herramientas para tener acceso a los servicios que ofrece la vida en sociedad, principalmente en centros urbanos (que es donde se da la máxima expresión de la ciudadanía) y para participar activamente en las decisiones que nos afectan como ciudadanos; sino que también generan exclusión, invisibilidad y estigmatización, como ocurría cuando los colombianos viajábamos a otros países y éramos asociados indistintamente con el narcotráfico.

Dado el carácter intrínseco de la ciudadanía, a veces pasamos por alto la importancia de la misma, no solo para el Estado, sino para nosotros como miembros del mismo. Por el contrario, solemos reclamarla cuando nuestras necesidades se encuentran insatisfechas o cuando, por ejemplo, se percibe que personas extranjeras están recibiendo mayor atención y ayuda por parte de las autoridades, como se ha visto con el caso de los migrantes venezolanos en diferentes partes del territorio colombiano.

Sin embargo, no nos hemos puesto a pensar en cómo sería nuestra situación en un contexto diferente y difícil, como es el que lamentablemente muchas personas tienen que vivir a diario, especialmente los migrantes que se han visto obligados a salir de su país en busca de mejores oportunidades o condiciones de vida. Más aún, teniendo en cuenta que cuando se encuentran sin documentos que respaldan dicho estatus de ciudadano y, peor aún, cuando son reconocidos como apátridas, el tratamiento que reciben es denigrante e incluso inhumano, pues como dice Agamben (1995), “cuando los derechos del hombre ya no son los derechos del ciudadano, entonces este está (...) destinado a morir” (p. 117).

Más que una crítica, el propósito de este texto es presentar una reflexión frente a dos aspectos: primero, la ciudadanía tiene un carácter flexible que se puede acomodar acorde a los intereses o a una coyuntura específica; y segundo, cuando viajamos al exterior nos sentimos protegidos por nuestro país, pero ¿cómo sería si, de repente, ese respaldo - material y simbólico- desaparece de nuestras manos? ¿Seríamos tratados igual? ¿Podríamos hacer algo al respecto?

Bibliografía

Aláez, B. (2005). Nacionalidad y ciudadanía: una aproximación histórico- funcional.
Revista Electrónica De Historia Constitucional, 6, 29-76. 
Agamben, G. (1995). We Refugees, Symposium: A Quarterly Journal in Modern Literatures, 49:2, 114-119, DOI: 10.1080/00397709.1995.10733798 
Arendt, H. (1998). La decadencia de la Nación-Estado y el final de los Derechos del Hombre. En Los orígenes del totalitarismo (pp. 225-252). Taurus. 
Caglioti, D. (2017). Subjects, Citizens, and Aliens in a Time of Upheaval: Naturalizing and Denaturalizing in Europe during the First World War. The Journal of Modern History 89, no. 3: 495-530. https://doi.org/10.1086/693113 
Megino, C. (2012). La concepción de la ciudad, de la ciudadanía y del ciudadano en Aristóteles. BAJO PALABRA. Revista De Filosofía, 7, 219-235. 
Weil, P. (2011). From conditional to secured and sovereign: The new strategic link between the citizen and the nation-state in a globalized world. International Journal Of Constitutional Law, 9(3-4), 615-635. https://doi.org/10.1093/icon/mor053