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El problema de la obsolescencia del presente. O la crisis de creer que lo nuevo es nuevo para siempre

Camilo Vargas Betancourt

El problema de la obsolescencia del presente

Existe una mala práctica entre los seres humanos y es pensar que las cosas son “nuevas” simplemente porque las ven por primera vez, así hayan estado allí siempre.

Ello se junta con otro vicio que consiste en pensar que lo que uno tiene, lo que uno es, es lo más avanzado, lo mejor. Tenemos el vicio teleológico (del griego τέλος, télos, “fin”) de inventar siempre lo existente y creer que es nuevo, lo máximo y lo último; la mala creencia de que somos la culminación de todo.

Así iniciamos un repaso por el abuso que la reciente humanidad ha hecho de raíces griegas y latinas, para denominar lo que creemos novedoso, ante la terrible circunstancia de que el tiempo no deja de pasar, y lo que se proclama en roca tallada como “nuevo” pasa a ser viejo, y hay que inventarse algo más nuevo que lo nuevo para llamar a lo que va siguiendo.

Aunque es lógico pensar que lo presente es lo último, el paso del tiempo nos revela que todo presente es pasado la mayor parte del tiempo (¿cuánto dura el presente?), por lo que nos hemos enredado con la denominación de la historia.

El enredo en la historia natural
La historia natural divide los 4.570 millones de años de la Tierra en cuatro eones, según la evolución de la vida: el Hádico (cuando la Tierra parecía el Hades), el Arcaico (de Αρχή, arkhé, el “origen”, cuando nació la vida), el Proterozoico (“proto”, “lo anterior” o “primero”, las primeras formas de vida compleja, después de millones de años de solo bacterias) y el Fanerozoico (φανερός, fanerós o “visible”, la vida que puede ser vista, la que se encuentra en los fósiles). Los eones no son una unidad de tiempo, no duran lo mismo. Son categorías históricas definidas en función de ζῷον (zoon), de la evolución de los seres vivos. Hasta ahí no hay mayor problema definiendo el tiempo. Es la historia de la vida.

La cosa se complica al final del eón actual (el Fanerozoico), que inició con la “Explosión Cámbrica”, o sea cuando la vida se diversificó a niveles incluso superiores a los que conocemos hoy, hace unos 541 millones de años. Solo una décima parte de la duración de su historia, la Tierra ha tenido vida en niveles dignos de mención.

El eón en el que vivimos se divide en tres eras. La Paleozoica (παλαιος, palaios o “viejo”), la “vida antigua”, que tras 290 millones de años de florecimiento desapareció en su mayoría, en la mayor extinción masiva de las cinco o más que ha habido (no la del asteroide que mató a los dinosaurios, que vino mucho después, sino otra peor pero menos famosa). La Mesozoica (μεσος, mesos, “entre” o “en medio”), la “vida media”, ahora sí los 185 millones de años en los que florecieron los dinosaurios antes de que un asteroide cambiara radicalmente el clima planetario y los extinguiera. Y la era Cenozoica (de la hasta aquí poco usada raíz griega καινός, kainós, “nuevo”) la “vida nueva”. Acá empezamos a enredarnos, reforzando el uso de las raíces griegas.

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El Cenozoico (los últimos 66 millones de años, en los que los mamíferos hemos podido gobernar la Tierra) se subdivide en tres periodos. Paleógeno (lo que nació antiguamente), Neógeno (lo que ha nacido últimamente, y que es nuevo o “neo”); pero como después de llamarlo así se descubrió que evolucionaron formas de vida más nuevas aún, tocó inventarse algo más nuevo que lo nuevo, y de forma un poco arbitraria se llamó al tercer periodo Cuaternario. Estos periodos a su vez se dividen en épocas, cuyos nombres revelan un verdadero enredo de parte de los científicos de los dos últimos siglos por nombrar lo último de lo último.

La época más prolífica del Cenozoico ha sido el Eoceno (ἠώς, eos, “alba”), poéticamente el ‘amanecer’ de lo nuevo (καινός); porque en los últimos 66 millones de años (el 1% de la historia de la Tierra) todo nos parece nuevo. Al Eoceno lo precede el Paleoceno, simplemente lo que es más viejo (paleo) que el Eoceno. Luego hubo una época con “poco” (ὀλίγος, oligos) de nuevo, el Oligoceno. Después una con “menos” especies nuevas de lo esperado, el Mioceno (μείων, meion, “menos”). Una con “más cosas nuevas”, el Plioceno (πλεῖον, pleion, cercano a “plus”, o sea “más”), seguida del Pleistoceno, la época de “los más nuevos” (πλεῖστος, pleistos, “lo más”); y por si fuera poco, llegamos a la época de “lo completamente más nuevo”, el Holoceno (ὅλος, holos o sea “todo”).

Así se viene abusando de lo “nuevo” (ceno, o καινός) en los últimos 66 millones de años. Los seres humanos apenas aparecemos en la “época de lo más nuevo” (el Pleistoceno), y llamamos “completamente aún más nuevo” a lo que no es sino otra pausa cálida, de unos miles de años, entre las prolongadas glaciaciones que tiene la Tierra hace casi un millón de años. En esta última pausa (el Holoceno), que lleva unos 12.000 años, surgió la civilización. Bienvenidos a la Modernidad.

El enredo en la historia de la humanidad
A la luz de la historia natural y geológica, la de los seres humanos es insignificante. Es apenas un instante dentro del tiempo que han existido el Universo y esta masa de tierra en la que transcurrimos. A pesar de ello, tenemos el descaro de llamar “Historia” propiamente a lo que ha ocurrido en los últimos miles de años, en los que hay registros escritos sobre nosotros mismos. De ahí para atrás todo es “Pre-Historia”. 

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Tenemos la mala costumbre de pensar que en los tiempos que ignoramos (que suelen ser la mayoría) simplemente no pasó nada relevante. Que la historia que vale la pena se reduce al tiempo de la propia persona, familia o nación. Ignorar la magnitud del tiempo nos hincha el ego, nos hace pensar que somos más importantes y relevantes. También nos hace cometer errores.

Nuestro mayor referente (en el globalizado Occidente) sobre la duración del mundo es el Anno Domine (AD), el año del nacimiento del señor (eso dice en latín) Jesucristo, quien de hecho parece haber nacido cuatro años antes de Cristo. De ahí para atrás, el Anno Mundi de los cálculos bíblicos indica que la Creación del Mundo sucedió unos 3.761 años antes del Anno Domine.

Claramente Cristo es “moderno” (reciente, o de hace poco, en latín). Es el “Nuevo Testamento”, de los últimos dos milenios apenas, que los profesionales de la denominación del tiempo (los historiadores) han dividido en tres edades: Antigua, Media y Moderna. Sin entrar en las arbitrariedades que puede implicar esta división, hecha por Crhistophorus Cellaruis en el siglo XVII, tenemos el problema de que ya llevamos medio milenio de modernidad (500 años de cosas recientes). Lo reciente se volvió viejo.

Incluso, los historiadores en español y francés hablan de una edad “Contemporánea” (la “misma época”, el “mismo tiempo”, en latín), pero es difícil que alguien hoy sienta que vive en el tiempo de la Revolución Francesa. Los historiadores en inglés solo llaman contemporáneo a lo que ha pasado desde la Segunda Guerra Mundial. Tampoco muchos hoy se sienten en la época de Roosevelt, Churchill, Stalin y Hitler. Lo Contemporáneo también quedó anticuado.

Hace más de 100 años hicimos arte de “vanguardia” (lo más adelantado), pero hoy un estudiante del vanguardismo pensaría que todos sus representantes son viejos. El art nouveau (arte nuevo) ya era viejo a mediados del siglo pasado. La filosofía occidental tuvo que afrontar la obsolescencia de la Modernidad inventándose la Posmodernidad (lo que va después de lo “reciente”). Sin embargo, quien hoy consulte en Google sobre ella encontrará a un Foucault de gafas pasadas de moda y en blanco y negro. Una imagen muy poco ‘post-reciente’.

Todas estas denominaciones del tiempo son producto de una ciencia histórica reciente que insiste en detenerse en el presente. Desde el punto de vista terrenal, las personas de la Edad Media no creían estar en una “edad media”; no consideraban ser el “intermedio” que antecede a algo “mejor” o “más evolucionado”. Nosotros hoy tampoco tenemos conciencia de nuestra condición temporal y pasajera, nos creemos “nuevos” y “avanzados”.

Lo moderno, lo contemporáneo, lo nuevo, por definición, se mantiene atado al presente y es, por lo tanto, cambiante. Tratar de plasmarlo en referencias, hechos y personas concretas lo condena a la contradicción. Intentar perpetuarnos en el presente es una batalla perdida. Sería más honesto y lógico aceptar que vivimos en una permanente edad media, porque siempre hay algo más por llegar. Incluso, es más coherente aceptar que somos antigüedad (en unos años el lector reirá de mi “moderna” referencia a Google). Somos pasado.

Llamar nuevo a todo lo que vemos es el reflejo terminológico de un desespero, una no aceptación ante nuestra naturaleza transitoria, y en muchos sentidos, irrelevante para este mundo y universo. Algún trauma nos lleva a creer obstinadamente que somos el futuro, a no aceptar que el tiempo pasa. Modernidad es ese trauma colectivo.