La Esencia de la educación en un mundo globalizado
Hugo Alejandro Parra Montoya
Hugo Alejandro Parra Montoya
Al reflexionar sobre un sistema educativo acorde con las circunstancias actuales que nos atañen, conviene repensar los postulados que orientan nuestra actividad pedagógica y plantearnos preguntas como: ¿conocemos el mundo en el que educamos? ¿Para qué lo hacemos? ¿Qué tipo de ciudadano pretendemos formar?
Seguramente, son los mismos cuestionamientos a los cuales ha intentado responder la educación a lo largo de la historia; sólo que varían, tanto los modelos pedagógicos como las didácticas y las metodologías, consecuentemente con las exigencias sociales y políticas de cada época.
Deberíamos atender a Kant y retomar su afirmación de que “sólo la educación nos hace realmente humanos”. Es la educación la que nos permite ingresar al mundo civilizado y sentirnos parte de él; entendiendo este proceso como la transmisión de la cultura (conceptos, parámetros, reglas, normas, tradiciones, conocimientos), por parte de quienes se consideran aptos para tal responsabilidad dentro de su colectividad, los maestros, hacia aquellos que deben ser entrenados y formados, los jóvenes, dentro de un marco establecido por su sociedad. La idoneidad de estos maestros es otorgada por quienes ejercen la autoridad dentro del estado y legislan sobre la mejor forma de educar a su población.
La educación, en sí misma, es una actividad intencional, quien enseña tiende hacia un fin concreto (formar); quien aprende también tiene su interés (dejarse formar, aprender), por lo menos eso ocurre, en teoría.
Pero los retos para los educadores de hoy son diversos y con un alto nivel de complejidad: nos hallamos en un mundo “globalizado” con las, ya consabidas, diferencias sociales y económicas; en un entorno de conflictos bélicos étnicos, civiles e internacionales; en medio de la brecha entre grupos de poder económico -bien reconocidos- y pobres; entre países industrializados y en vías de desarrollo, es cada vez más grande; en un mundo en el que el consumismo y la búsqueda del placer inmediato son el ideario de la gran mayoría de personas, auspiciado por los medios masivos de comunicación y las redes de información que, al estar al alcance de todos, coadyuvan a generar la sensación de bienestar y reconocimiento público.
Así pues, la posesión del conocimiento ya no pertenece a unos pocos, sino que es de acceso público y a bajos costos o gratis. No obstante, la enorme facilidad para tener acceso al saber no estimula su adquisición; por el contrario, se evidencia en los jóvenes en general y, más aún, en nuestros planteles educativos un marcado desinterés y, hasta apatía, por obtenerlo; poseer el conocimiento no es lo primordial en nuestras escuelas y colegios y lo que resulta más preocupante, es que se presenta en escenarios universitarios, por parte de los estudiantes.
Ante este panorama, la educación está llamada a responder desde una perspectiva fenomenológica; es decir, a buscar el sentido y la razón de ser como disciplina humana y socializadora. Retomando a fenomenólogos como Martín Heidegger y Edmund Husserl, quienes definieron la fenomenología como “la ciencia de las esencias”, deberíamos retornar a la búsqueda de la esencia misma de la educación, y así, tal vez, poder responder a los cuestionamientos antes mencionados.
Un fenómeno es entendido como la representación mental de un suceso físico ocurrido en la realidad y que, se logra gracias a las facultades de la aprehensión y la abstracción; por consiguiente, las esencias no se captan por los sentidos, pues estos son susceptibles sólo a las sensaciones y, por lo tanto, no ofrecen total fiabilidad; eso, únicamente, lo logra la razón mediante procesos cognitivos (inducción, deducción, abducción). En consecuencia, la educación puede ser comprendida como un fenómeno social que puede tener muchas presentaciones, representaciones e interpretaciones. Pero debe ser una auténtica preocupación poder llegar a lo más profundo de su estructura interior, la que subyace bajo las formas tangibles, la que no se percibe por nuestros sentidos, pero que sabemos que está ahí, la constituye, le da forma y la hacer ser lo que es. Le da el fundamento y su razón de ser.
De Jpatokal - Trabajo propio CC BY-SA 3.0 commons.wikimedia.org
Si nos guiamos por el empirismo clásico podemos incurrir en un error al juzgar la educación como algo cuantificable, medible, tangible; o quizá si atendemos al escepticismo aceptaremos la imposibilidad de acceder a la educación “en sí” y nos aboquemos a la desesperanza del fracaso escolar. Debemos someter a juicio nuestro accionar pedagógico, revisarlo, dudar de nuestras prácticas; seguir las recomendaciones de Descartes- pues no necesariamente lo que sabemos lo sabemos bien-. Tengamos presente que podemos estar inmersos en otro tipo de “ignorancia” al no saber lo que debemos saber, saber mal lo que sabemos o pretender saber cuando, en realidad, lo ignoramos. Así que es válida y, necesaria, toda revisión juiciosa del sistema educativo, sus prácticas y de quienes las practicamos.
Tomarnos en serio nuestra responsabilidad de educadores exige tomar conciencia de nuestro propio pensar; es decir, “pensar nuestro pensamiento”, pensarnos a nosotros mismos, no sólo como educadores sino, ante todo, como seres cognoscentes, dotados de razón; hacernos conscientes que estamos pensando (“pienso, luego existo”). Lo anterior nos lleva a una profunda introspección, a un autoanálisis, a una autocrítica, a un sano autoconocimiento, como lo sugiriera el propio Sócrates: “´conocerse a sí mismo´, es la máxima virtud del hombre... pues una vida que no se revisa, no merece ser vivida”. Ergo, un profesor que no se autocritica, no merece ser tal.
Otro aspecto fundamental para desempeñar una mejor o, incluso, auténtica labor académica, es el vivir nuestra propia existencia. No por estar vivos ya existimos, pues ser y existir no necesariamente son sinónimos. Los animales, las piedras, las plantas son, pero no existen; por el simple hecho que son entes carentes de conciencia, ignoran su razón de ser, su finalidad en el mundo, su sentido trascendente, no tienen visión teleológica. Ateniéndonos a Jean Paul Sartre, la existencia es algo inmanente al hombre, pero, a su vez, complejo para su comprensión. Somos seres en sí, porque cargamos un legado que no pedimos, nos fue impuesto y el cual -nos guste o no- es irremediablemente nuestro; nos hace ser lo que somos, no lo podemos cambiar. Pero, esperanzadoramente, somos también seres para sí, porque contamos con infinidad de posibilidades para proyectarnos sobre el mundo: “estamos condenados a ser libres”. No elegimos vivir, pero sí podemos hacerlo sobre el para qué vivir y cómo vivir mejor, aun sabiendo que estamos sujetos a un fin común inexorable; el final de esta existencia. Pero, si este constituyera el único propósito que nos orientara, entonces, nuestro destino no tendría opción. Sería inevitable caer en el sinsentido, en el absurdo del esfuerzo y nos sobrevendría la pérdida del deseo y del ánimo de crecer y hacernos mejores cada día.
Es semejante el panorama que se nos presenta hoy en día en nuestros centros de enseñanza; el sinsentido de la propia vida, la alienación de la conciencia -en términos de Marx-, donde las personas no cuestionan su actuar, sus emociones, su valor como seres humanos, como individuos que se hallan revestidos de habilidades y destrezas únicas y magníficas que nos posicionan como la especie que somos.
A las preguntas que nos planteamos al inicio de esta disertación le estamos hallando la respuesta. La educación debe ser una acción decidida, contundente, liberadora y crítica; ejercida por agentes transformadores-los docentes- que jalonen procesos de desalienación y anti-opresivos, permitiendo la redención de los ciudadanos y la reivindicación de sus derechos.
El pedagogo actual debe ser un líder con autoridad moral y plena conciencia de su momento histórico para que, conociendo su pasado, genere cambios verdaderos en su sociedad. Que vele por la coexistencia entre los pueblos; que, a la vez, entienda la educación como un proceso dialéctico y que, sin ufanarse del discurso metafísico, sea un “fenomenólogo de la practicidad” (si se permite el término) que busque, mediante la educación, la esencia, más que la apariencia, de lo humano; que sea capaz de asirse del fondo, no de las formas del sistema educativo. Nuestro tiempo demanda docentes que ayuden, decididamente, a que sus alumnos encuentren el valor de su propia vida y el sentido de su existencia.
Maestros así, representarían la esperanza de una sociedad más justa y equitativa; verdaderamente progresista y en paz…